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27
mayo
El soplo del vendaval (8)

CAPÍTULO VIII

Orosia subió por las escaleras. Hacía una semana que había acabado todo, la ciudad reemprendía la vida habitual y se había aventurado a ir a casa de Jesús, cuya dirección le había dado Rosa, a darles noticias suyas. La acogieron con histerismo. Sólo estaba la madre, que le responsabilizó de la muerte de su marido, cuando éste bajó a por agua encontrándose con la bala de un francotirador. Jesús era el diablo en persona, un alma maligna que se había cobrado la vida de su padre y de Tomás; le restregó la carta recibida del Ejército por las narices. Su hijo había muerto en África, ni siquiera tendría el consuelo de una tumba y todo por Jesús, maldito fuera por Dios. Sólo les había dado desgracias.

Orosia salió de aquella casa santiguándose.

Entró en la habitación. Jesús miraba por la ventana desde la cama. Quiso sonreírla, pero su comisura se detuvo.

-¿Ocurre algo?

-Vengo de tu casa.

El rostro del muchacho se oscureció.

-Ah, ya –murmuró y se quedó mudo.

Orosia se sentó a su lado.

-Tomás ha muerto.

Silencio.

-Era de esperar.

La voz ahogada.

-Y tu padre –añadió Orosia casi con miedo -… un francotirador.

Jesús palideció. Sin hablar. Fijo en los ojos de Orosia, esperanzado de que sólo fuera una desagradable broma.

Muerto.

Recordó la última conversación con él. Le había echado de casa.

Muerto.

-¿Qué te ha dicho mi madre?

-No quiere que vuelvas nunca más.

¿Cómo decirle que también lo había maldecido?

-Supongo –dijo al cabo de un rato Jesús -, que está en su derecho.

Orosia le puso la mano en la suya.

-Está dolorida, olvidará, dale tiempo.

-No te pongas en plan monja, por favor, es lo último que necesito.

-No hablo como una monja.

No se daban cuenta que se tuteaban.

-No te atormentes, no tienes culpa de nada.

-Si tú lo dices. Orosia, si conocieras mi vida…

-La conozco, me la contó Rosa.

-Entonces sabrás que soy un criminal.

-No digo que no lo fueras, pero ¿lo eres ahora?

Jesús rio amargamente.

-¿Qué estás diciendo? ¿Borrón y cuenta nueva? ¿Crees que con eso ya vale, que es igual que si rompes un jarrón y después lo pegas? De lejos tal vez parezca el mismo, pero acércate y verás las grietas.

-Piensas entregarte. ¿Es eso lo que piensas? ¿Crees que así resucitará tu padre o Tomás? Eso es de cobardes. El camino fácil. Lo difícil es empezar de cero otra vez y llevar una vida digna.

-No comprendes nada.

-Lo comprendo muy bien. Mientras ponías bombas o llevabas un arma te creías muy hombre, pero no te atreves a enfrentarte a la vida únicamente con tus manos. Ahora tienes la oportunidad de demostrar lo que vales y, ¿qué quieres hacer? Esconder el ala. Muy bien, vete, corre a la policía y declárate culpable de lo ocurrido estos días, que te fusilen. ¡A mí no me importa!

Quedaron mirándose.

-¿Qué quieres? –dijo cansinamente -. ¿Que escurra el bulto, que no reciba mi castigo?

-Sí. No hagas nada por tranquilizar tu conciencia. No cojas el camino fácil. La conciencia es la voz de Dios, carga con ella toda la vida.

-¿El camino fácil? ¿Y qué haces tú? Encerrarte en un convento, hallar a Dios por el camino menos conflictivo. Allí todo es paz y oración. ¿Por qué no te quedas en la calle, te casas, tienes hijos? Vive la vida y sus penalidades en vez de esconderte entre cuatro paredes, pero no, prefieres más renunciar al mundo volviendo la espalda al ruido y a los problemas, justo al revés de lo que hizo ese a quien llamas tu Señor. Y me llamas cobarde a mí. Dime, Orosia, ¿qué eres tú?

La muchacha no respondió.

-Qué fácil es hablar, ¿verdad? –suspiró él -. Me pides cruzar un infierno. Crúzalo conmigo.

Orosia continuó sin hablar. Con distintas palabras Jesús le estaba diciendo lo mismo que su padre. ¿Qué había esperado encontrar en el convento? ¿A Dios? ¿Convertirse en una nueva Sor Patrocinio con sus llagas y milagros? ¿Otra Santa Teresa con sus éxtasis? Dios no estaba encerrado en una habitación, estaba en las calles, en la tristeza, en las risas, en aquel muchacho que sufría.

Jesús no se atrevía a mirarla recordando aquellos días, los incendios, los muertos. Había luchado sinceramente por todas aquellas personas, pero ¿valía la pena? ¡El pueblo! ¡Rufianes, ladrones! La imagen del basurero fornicando con el cuerpo muerto de la monja martilleaba su cerebro; las mujeres pelándose, rasgándose las ropas, dejando al descubierto sus escuálidos o voluminosos senos, arramplando los vestidos de una tienda; los hombres despojando las casas de los ricos, pillando todo lo que tuviera algún valor, antes de convertirlas en llamas y matando sin distinción de sexos ni edades.

Había luchado contra la tiranía de los poderosos, pero ¿no era peor la tiranía del pueblo?

¿Aquellos eran por los que había puesto bombas, matado y jugado la vida?

Tuvo ganas de llorar.

La mano de Orosia en su mejilla lo sobresaltó. Levantó la cabeza y vio sus ojos. Había ternura, pero no la que aparece de la piedad. Orosia no se compadecía de él. ¿Podía alguien tenerle cariño después de lo sucedido? ¿Podía Orosia amarle sabiendo la vida que había llevado? Y él, ¿la amaba? ¿Podría ser capaz de amar después de todo lo que había hecho?

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