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20
mayo
El soplo del vendaval (7)

CAPÍTULO VII

Orosia se levantó. No podían continuar allí. Aquel muchacho… ni siquiera sabía cómo se llamaba, moriría si no recibía cuidados rápidamente, estaba perdiendo mucha sangre. Pero, ¿a quién podía acudir? No conocía a nadie en aquella ciudad. Desde que llegó al convento que no había salido de él. Tampoco podía ir a cualquier sitio, lo detendrían. Hubiese hecho lo que hubiese hecho no quería verlo entre rejas. Quizá… quizá él conociera a alguien. Quizá alguno de sus compañeros quisiera ayudarles.

Durante dos manzanas caminó a ver si encontraba a alguien, pero lo único que halló fueron unos pasos regulares que le indicaron la presencia de soldados que se acercaban. Si lo encontraban lo matarían. Regresó a escape y quedó dudando, buscando dónde podían esconderse. Vio una tapa de alcantarilla. Encontró una palanca abandonada de las que habían empleado para arrancar los adoquines, y el convencimiento de que la mano de Dios actuaba, para que no entregara a aquel chico a las fuerzas del orden, aumentó.

Forcejeó con la palanca y levantó la trampilla. Arrastró al muchacho. Cuando intentó bajarlo el peso se le escapó y Jesús cayó como un fardo. Orosia se asustó. Los soldados estaban muy cerca. Puso la tapa y bajó las escaleras. Su pie notó debajo el cuerpo de Jesús, lo apartó como si se hubiera quemado. Palpó al muchacho. Notó las facciones bajo sus yemas, eran unos rasgos finos. Continuó por los brazos y piernas. No parecía tener ningún hueso roto.

Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad. Algo apartado había un ensanche. Lo arrastró hasta allí. La respiración de Jesús era ardua pero regular. Palpó la venda. Mojada, ¿de sangre? ¿De agua de la alcantarilla? Rogó al Señor para que se hubiera de tenido la hemorragia.

Estaba aturdida. Sentía más la presencia de Dios en aquel sitio que en el convento de clausura. Si quieres servir a Dios no necesitas meterte a monja. Las palabras de su padre parecían tener sentido ahora. Pero ella no había escuchado seducida por las melosas palabras del sacerdote de la parroquia. Desde niña las había oído en la vida de santas mujeres entregadas a Dios. Sin embargo, nunca lo había notado tan visible en el convento como en aquel chico. Era igual que San Pablo, se dijo, que había perseguido a Cristo y después muerto por la Fe.

La piel de Jesús estaba fría. Se abrazó a él para darle calor. Cuando quiso darse cuenta estaba dormida.

Jesús abrió los ojos sintiendo la cabeza aletargada y un peso encima. Lo primero que pensó fue que se había quedado ciego. Después el olor y el correr del agua le hicieron sospechar que estaban en las cloacas. Orosia estaba abrazada a él y el aliento ardiente le acariciaba el cuello. La estrechó suavemente con los brazos. Le gustaba tenerla así.

Tenía carácter. Lástima que fuera religiosa; era echarse a perder, pensó atrayéndola más. Orosia despertó y alzó bruscamente la cabeza tropezando con la barbilla del muchacho. Jesús ahogó una exclamación.

-¿Está mejor?

-Casi me hace morder la lengua.

Orosia le puso la mano en la frente.

-Está ardiendo.

-Por favor, vuelva a abrazarme. Tengo frío.

Ella obedeció inocentemente y él cerró los ojos, correspondiendo al abrazo, disfrutando de la situación.

-Estoy tan débil –gimió hipócritamente.

Orosia se compadeció y lo estrechó más fuerte. Su mejilla pegada a la del chico. Era hermosa. Jesús recordó cuando se había desnudado para cambiarse de ropa, la más bonita de las que había conocido. La mejilla de la muchacha era un rescoldo.

Orosia se había ruborizado sin saber por qué, sólo hacía un acto de misericordia al calentar aquel cuerpo frío.

-¿Cómo se llama usted?

-Jesús.

-Un hermoso nombre, el de nuestro Señor.

Jesús alzó los ojos mirando un hipotético cielo, irritado, pero no dijo nada, habría sido estropear aquel momento.

Orosia estaba sorprendida. Percibía sensaciones que nunca había tenido. Abrazada a él, sintiendo la presión de sus brazos, de duros músculos… notaba un estremecimiento extraño y los pezones endurecidos.

-Es usted muy buena –creyó que decía el muchacho muy lejanamente.

Sintió los labios de Jesús en los suyos. Un beso suave, casi imperceptible, como si quisiera agradecerle con él todo lo que ella estaba haciendo. No se enfadó, pero notó que el corazón le palpitaba y que su respiración se aceleraba, los pezones se erguían. Volvió a sentir los labios del chico en su boca y se dio cuenta que la había tenido entreabierta, como esperándolos, después los sintió sobre sus ojos.

Orosia se separó de él levantándose. Notaba una extraña humedad.

-Alguien tiene que verle esa herida –dijo con voz temblorosa.

Jesús no respondió.

-¿Dónde vive usted?

-En ninguna parte.

-No diga tonterías, en algún sitio ha de ser. ¿No tiene nadie que le pueda ayudar?

Jesús tardó en contestar.

-Sí, hay alguien.

Le incomodaba complicar a Rosa, pero era la única a quien podía acudir. A casa imposible y a sus compañeros… la verdad era que no quería verlos.

Amanecía cuando llegaron.

Rosa se asustó al verlo con aquel aspecto. Apenas habló cuando lo curaba ayudada por Orosia. Cuando terminaron Jesús estaba inconsciente nuevamente.

-¿Usted cree que sanará?

Rosa tuvo un ramalazo de celos.

-¿Lo quieres mucho, verdad?

-¿Querer? Lo conocí ayer.

-Eso no quiere decir nada –contestó recordando lo que le había pasado a ella dos años antes.

-Voy a ser monja.

-Tampoco quiere decir nada.

Orosia se irguió.

-Quiere decirlo todo.

-No lo miras como una monja y él tampoco te mira a ti como si lo fueras. Conozco a los hombres y más a Jesús. Siempre he querido que me mirara como te lo hace a ti.

-Eso es una tontería.

Se negó a continuar aquella conversación, pero tampoco se alejó del lecho vigilando la evolución del muchacho.

Al día siguiente 30 de julio llegó una fuerte dotación militar a Barcelona y el 31 la revuelta era sofocada totalmente, comenzando una dura represión, juzgando y ejecutando a diversos revolucionarios y a todos aquellos que estorbaban al Gobierno hubieran estado a favor o no de la revuelta. De esta forma fusilaron al director de la Escuela Moderna, Francisco Ferrer Guardia, que supuestamente era inocente.

Barcelona estaba acongojada, silenciosa, llena de temores que flotaban en el aire. La alegría había desaparecido de las calles y sólo se exigía por parte de las autoridades un justo castigo a los responsables obreros. Una única voz se levantó pidiendo piedad. La de Joan Maragall.

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