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06
mayo
El soplo del vendaval (5)

CAPÍTULO V

-¿Que te deje dormir aquí?

-Bueno, no se me ocurre otro sitio mejor.

Rosa hizo un mohín.

-Vete con tus compañeros.

-Le das la razón a mis padres.

-¿Qué te esperabas?

Jesús no respondió. Comenzó a bajar las escaleras.

-Jesús…

Se detuvo.

-¿Qué?

-Sube. A saber lo que harás si te dejo ir.

-No soy tan fiero.

-No. Simplemente idiota. Sube. Te dejo quedar si no te metes en problemas.

La sonrisa que apareció en el rostro de Jesús le dio un aspecto infantil.

-Adiós, Rosa…

Adiós, no hasta luego.

-… a otro le mentiría. A ti, no.

Continuó descendiendo.

El corazón de Rosa latió.

-¡Jesús! –llamó, pero el muchacho ya había salido a la calle.

Rosa entró en el piso y cerró la puerta apoyándose en ella. Tenía ganas de llorar.

Entró en la habitación. Allí tenía un espejo que formaba parte del mueble donde estaba la palangana. Se contempló en él. Era hermosa, con una melena leonada, y aún joven. Veintiséis años. Vieja comparada con Jesús. ¿Cómo era posible que con su experiencia se hubiera enamorado de un adolescente de quince?

Qué inocente era, sonrió amargamente recordando. Tan jovencito, con la mirada tan dulce. Nadie hubiera dicho que era anarquista. Se enamoró de aquellos ojos, aunque nunca había dicho nada a Jesús. El muchacho la consideraba una buena amiga. Si hubiera sido más joven… Sus senos se levantaban prietos excitando a los hombres; su rostro, bello con la nariz griega. Pero le llevaba casi diez años. Diez. ¿Cómo podía soñar con que él la correspondiera?

Jesús…

Jesús caminaba mohíno con las manos en los bolsillos. Dio un puntapié a una piedrecilla. Nunca hubiera esperado aquello de Rosa. Le dejaba quedar con tal de que no se metiera en líos, pero, ¿quién era para decirle lo que tenía que hacer? ¿Le decía él que dejara de prostituirse? Por primera vez desde que la conocía pensó en aquello. ¿Por qué no se buscaba un marido? Era bonita, agradable, prudente…

Los siguientes días fueron de mucha actividad y lo que menos le preocupó fue dónde pasar las noches.

El 19 hubo una manifestación contra la guerra con tumulto y cinco detenidos. El 20 las protestas ocurrieron en Madrid saldándose con más detenidos y heridos bajo las cargas de las fuerzas del orden y descarga de fusilería contra los manifestantes. El ministro de la Gobernación, D. Juan de La Cierva y Peñafiel, para ahogar las protestas dio órdenes severas de rigurosa censura sobre las noticias de la guerra que publicara la prensa. Poco a poco la gente fue dándose cuenta que el único medio de protesta que le quedaba era la huelga general. El jueves día 22 La Cierva envió una circular a los gobernadores civiles para que cogieran medidas para detener el movimiento revolucionario. Se suspendían todos los mítines contra la guerra, todas las reuniones y todas las asambleas al respecto. Todo aquel que protestara o realizara actos contra las operaciones en Marruecos era detenido y aparecieron rumores de un sumario de guerra contra diez reservistas del Batallón de Reus que habían participado en una manifestación de protesta. Los diez serían fusilados. Fuera cierto o no a Jesús no le preocupaba, ni intentó averiguarlo. La noticia les convenía y supo manipularla para levantar los ánimos. La huelga se decidió para el 26 de julio.

La fecha no le gustó y junto con otros propuso retrasarla al 2 de agosto. De esta manera, arguyó, darían tiempo a que la huelga tuviera un carácter más general en toda España, la participación sería mayor y las posibilidades de éxito más grandes. El 26 de julio era muy corrido. Le escucharon con atención; a pesar de su edad era una de las cabezas más despejadas de los participantes. Pero no consiguió nada. Estaban impacientes.

Tres días después, el domingo 25, hubo una reunión en pleno de la Comisión Ejecutiva de la Huelga, compuesta exclusivamente por socialistas y anarquistas, para ultimar los detalles, que terminó a las tres de la madrugada. A las cinco se daba orden de comenzar. A las seis de aquel lunes el paro se estaba consiguiendo sin ninguna protesta ni violencia.

Entonces se dieron cuenta que los tranvías estaban funcionando.

A las nueve empezó a concentrarse en el Paseo de Gracia, Gran Vía y en las Rondas un grupo con picos y barras de hierro, capitaneados por Julio, para impedir su circulación. Conminaron a los tranvías a parar; los conductores respondieron que únicamente recibían órdenes de su director. Una lluvia de piedras cayó sobre los vehículos. Los pasajeros se pusieron de parte de los huelguistas y volcaron los tranvías. Dos conductores resultaron muertos y varios heridos.

Eran las nueve y media.

Para defender a los demás tranvías las fuerzas de seguridad atacaron a los trabajadores siendo rechazadas por una multitud integrada básicamente por mujeres. El Gobernador Civil, que dos días antes había fanfarroneado a La Cierva con que le sobraban balas para sujetar cualquier revuelta, dio orden de disparar.

El tiroteo sólo consiguió enardecer más a los trabajadores. Jesús y otros, que como él iban armados desde las primeras horas, respondieron al fuego mientras sus compañeros retiraban a los muertos y heridos. La noticia de la matanza corrió rápidamente por toda la ciudad y un gentío inundó gritando venganza las Ramblas, Ronda, Paralelo, Plaza de Cataluña, Urquinaona, Universidad, Pelayo… Los cables de los tranvías se cortaron y ninguna línea pudo funcionar. Como respuesta, el Gobernador Civil cortó las carreteras y Barcelona quedó aislada del resto de España.

En pocas horas Barcelona había cambiado de fisonomía y no hacían más que aparecer gentes aullando como furias vengadoras anhelando destruirlo todo.

No habían llegado los periódicos de fuera y los de la localidad no pudieron ser repartidos por orden de las autoridades. Sin embargo, circulaban noticias de que en Valencia, Madrid, Zaragoza, Bilbao y otras muchas ciudades ocurrían sucesos parecidos a los de Barcelona, haciendo creer que el movimiento obrero había sido secundado en todas partes.

Al atardecer el Gobernador Civil había tenido que deponer su cargo, cogiendo el mando los militares con intenciones claras de barrer las calles con metralla y despanzurrar a quien hiciera falta. Así al menos lo daba a entender el bando publicado por el Capitán de la 4ª Región, D. Luis de Santiago y Menescao.

No quedaba más remedio que armarse.

Una cuadrilla capitaneada por Mauro y Jesús asaltó una armería apoderándose de 225 escopetas, 500 revólveres, 35.000 cartuchos y 300 cajas de grasa para limpiar el armamento. Mauro propuso entonces, ante la sorpresa de Jesús, de ir al Colegio de las Escuelas Pías que estaba poco más allá, tropezándose con un pelotón de soldados, que pusieron a los religiosos a salvo. Cuando el edificio quedó vacío, un grupo de jóvenes entre 14 y 18 años lo incendiaron.

Jesús quedó observando aquel inmenso horno. La revuelta se les estaba yendo de las manos. Iba hacia un camino que no le hacía ninguna gracia. Cuando el Colegio se derrumbó continuó un rato allí antes de percatarse de que estaba solo.

Se alejó. De pronto no le apetecía intervenir en ninguna batalla. Oyó rumores de un tiroteo en la iglesia de San Francisco y de que el Patronato Obrero de San José, regentado por religiosos, era pasto de las llamas…

Aquella no era la revolución que él quería.

Había que atacar el poder establecido, pero ¿qué culpa tenían los edificios? Estaban cayendo en el vandalismo. Se comenzaba destruyendo casas y se terminaba asesinando.

No, no le gustaba aquel camino.

Mauro rio. ¿Ahora venía con problemas de conciencia?

No era la conciencia.

Es que no asimilaba que murieran inocentes.

-Nadie lo es.

Jesús no respondió.

Detrás suyo mozalbetes y mujeres destrozaban los barandales de piedra de la calle Aragón arrojando a la zanja por donde pasaba el tren los cascotes y pedruscos.

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