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22
abril
El soplo del vendaval (3)

CAPÍTULO III

-¿Otra huelga?

-No otra huelga, la huelga. La huelga revolucionaria.

Jesús se quitó la gorra y la sacudió para desprender las gotas de lluvia.

No tenían un sitio fijo donde reunirse. Acostumbraban a cambiar periódicamente para que la policía no los localizara. Actualmente estaban en una bodega. Dos candiles alumbraban creando sombras surrealistas.

-La revolución, Jesús. Se hará huelga, pero en realidad de lo que se trata es de provocar una revolución aquí en Barcelona y que después se extienda por toda España.

Y Rosendo acompañó sus palabras con aspavientos de brazos y ojos chispeantes.

Jesús colgó la chaqueta y se sentó apoyando los codos en la improvisada mesa. Era el más joven de todos, pero se había ganado a pulso su puesto en las asambleas. Estudió aquellos rostros tan entusiasmados como Rosendo.

-No me convence.

-¿Qué quieres decir? –la voz de Julio pareció incrédula.

-Es broma, ¿verdad?, es el momento que estábamos esperando.

-No, no es broma. Quiero decir que no veo a la gente muy dispuesta.

-Solo necesita que la empujemos.

Jesús unió las cejas gravemente.

-¿Vas a echarte atrás? –el tono de Mauro era amenazador.

Jesús elevó el labio superior con desdén como toda respuesta. Conocía bien el valor de las amenazas de Mauro.

-¿Habéis pensado bien todo? Si ganamos ya sabemos lo que ocurrirá, pero si perdemos, ¿qué ganaremos? Un puñado de muertos como hace siete años. Yo era un mal crío, pero me acuerdo bastante bien. Vosotros participasteis, y tú, Julio, estuviste en la cárcel. ¿Qué se ganó?

Volvía a ver la violencia de las fuerzas del orden en la huelga de 1902 contra los trabajadores demacrados, a quienes únicamente la desesperación daba fuerzas para sostener el fusil; la crueldad de las contiendas y el ensañamiento de las fuerzas de seguridad contra las gentes hambrientas, débiles.

-Era diferente –respondió Julio.

Jesús alzó las cejas dubitativo.

-¿Qué posibilidades tenemos? –insistió.

-¿Qué te pasa? –preguntó Rosendo.

-No me gusta jugarme la vida inútilmente.

-Parece mentira que hables así después de las bombas que has puesto.

-No discutáis –intermedió Julio -. Escucha, Jesús. No somos nosotros los que hemos decidido la revolución. Han sido nuestros superiores, pero hemos de organizarla en nuestra zona. ¿Estás con nosotros, sí o no?

-¿Cómo podéis ser tan idiotas como para creer que esta vez será diferente?

-Porque la ocurrencia de movilizar a los reservistas para enviarlos a guerrear a África está provocando un motín. Nuestros contactos nos aseguran una insurrección no sólo en Barcelona, sino también en Reus, en Figueras, en Tarragona, en Lérida, en Sabadell y otros muchos sitios. Una insurrección en toda Cataluña, Jesús, y en Valencia, Aragón y por extensión toda España.

-Tú sueñas.

-¡Maldito hij…!

-Calma Mauro, Jesús es de los nuestros.

-Es un traidor. Deberíamos…

-Cuando quieras y donde quieras –cortó Jesús.

-¡Basta, Mauro! Y tú también, Jesús, contén tu lengua.

-Te decimos la verdad –aseguró Rosendo –. Han prometido…

-Las promesas no significan nada.

-Los sindicalistas también nos apoyan. Han decretado la huelga general revolucionaria para el 26 de este mes y los lerrouxistas están también con nosotros, están excitando al pueblo contra el clero y las instituciones. También los catalanistas se nos unirán.

-Lerroux solo es un demagogo. Todos los lerrouxistas se esconderán cuando oigan el primer disparo y los catalanistas se abstendrán de intervenir para que les hagamos el trabajo sucio, solo saldrán si tenemos éxito para colgarse medallas. Te lo digo yo, Rosendo, los conozco a todos. Y los sindicatos no lograrán canalizar a la multitud desencadenada cuando estalle la revuelta. La mayoría de nuestros mejores dirigentes han sido perseguidos por la policía desde hace años, se han tenido que ocultar o desaparecer.

-En la Comisión de Huelga no solo estamos nosotros, los anarcosindicalistas, sino también los socialistas.

-No confío en los socialistas. A los socialistas no les interesa ninguna central sindical que pueda escaparse de sus consignas políticas. ¿Sabes lo que ocurrirá? Que todo este asunto se nos irá de las manos y terminaremos como las otras veces.

-Te equivocas, Jesús. Lee este periódico, lleva fecha del doce, y mira quien lo firma.

-Leopoldo Romero –leyó el muchacho -, ¿quién es ese?

-¿No sabes quién es?

-No.

-No importa, tú lee.

Contra un país es imposible luchar. Y España, no quiere oír hablar de Marruecos. A excepción de media docena de «caballeros» políticos, de unos cuantos bolsistas de sube y baja y de otros cuantos «pescadores» de a río revuelto, nadie desea ni aventuras, ni provocaciones, ni ocupaciones innecesarias, ni expediciones fuera de tiempo y de lugar. Si España hubiese hecho algo en Fernando Poo y en el Muni; si el país comprendiese que con Marruecos íbamos a resolver algún problema, toleraría una política imperialista; pero como sabe que a Marruecos vamos a ir sin saber ni a qué ni para qué, no lo soporta.

Supongamos que nuestras tropas salen de Melilla y ocupan 10, 20, 30, 100 kilómetros. Ya están ocupados. ¿Y para qué? Pues para nada. Absolutamente para nada, como no sea para gastar una centena de millones, que aquí hacen mucha falta y que allí no servirán para nada. Morirán unos cuantos soldados, ascenderán otros cuantos, enseñaremos una vez más nuestro desbarajuste, nos pondremos por centésima vez en ridículo llamando al tiroteo, escaramuza; al encuentro de avanzada, combate; al combate, batalla campal; enviaremos más generales que coroneles, más jefes que oficiales, más oficiales que soldados, más promesas que realidades, más proyectos que hechos, y por todo sacar, sacaremos solo una cosa: sangre al pueblo y dinero al contribuyente.

¿A qué mentir, si esa es la verdad? ¿Para qué hacernos ilusiones ridículas, si las cosas son lo que son y no lo que se quiere que sean?… No; no lo olviden los Gobiernos que gobiernan y los Reyes que reinan. Mil veces más peligroso que no ir a Marruecos será el ir. Maura dijo un día que el Proyecto de Asociaciones era la Guerra Civil; yo le digo que el ir a Marruecos es la Revolución, y al decírselo, sirvo a la Patria y al Rey mucho mejor que haciendo creer al Rey y a la Patria que ir a Marruecos conviene a la Nación y a la Monarquía…

-Esto no quiere decir que España esté preparada para la revolución –dijo Jesús interrumpiendo la lectura.

-Eres testarudo, ¿eh? –Mauro apenas podía contenerse.

-No resultará –porfió Jesús -. Cuando no podamos resistir, cuando nos quedemos sin armas, sin municiones, sin alimentos… cuando tengamos que rendirnos, Maura aprovechará la ocasión para liquidar a los sindicatos y a todos los dirigentes obreros. Ya lo estoy viendo. Encarcelamientos, fusilamientos y procesos a los principales militantes obreros. ¿Y qué habremos conseguido? Decídmelo. ¡Maldita sea! ¡Abrid los ojos y dejad de soñar!

No logró nada. Regresó a casa con un humor de perros. Estaban ofuscados y no veían más allá de su fanatismo.

En el Paralelo, Lerroux estaba dando un mitin. Jesús no se detuvo aunque le llegaban fácilmente sus palabras.

-¡Jóvenes bárbaros de hoy! Entrad a saco en la civilización decadente de este país sin ventura: destruid sus templos; acabad con sus dioses miserables; subid el velo de las novicias y elevadlas a la categoría de madres para civilizar la especie; penetrad en los registros de propiedad, haced hogueras con sus papeles, para que el fuego purifique la infame organización social; entrad en las casas humildes y levantad legiones de propietarios para que el mundo tiemble ante sus jueces despiertos…

La voz se fue debilitando a medida que Jesús se alejaba. Recordó que en abril, en el pueblo orensano de Osera, se habían enfrentado hombres y mujeres contra unos obreros que desmontaban el altar, una reliquia única de ricos mosaicos que, según rumores, el obispo de Orense había vendido a buen precio a un rico americano. Fuera cierto o no, la guardia civil abrió fuego contra el gentío. Diez hombres muertos.

-¡País! –murmuró Jesús. No le extrañaba que sus compañeros se empecinasen y quisieran purificar España a sangre y fuego. También él detestaba a los políticos y odiaba aquel Estado parasitario español que expoliaba a los pobres. También él quería una revolución, pero no era tiempo. La gente estaba todavía verde y no había madurado como para que tuvieran éxito sus esfuerzos.

Y no lo comprendía.

Barcelona tenía en 1909, 587.411 habitantes. Su centro urbano, un antiguo campamento romano, se desparramaba en abanico desde el mar. La mayoría de las dependencias del Gobierno, cuarteles del ejército y la guardia civil, estaban en este distrito, igual que los centros comerciales y las entidades bancarias.

La burguesía se había ido trasladando, desde mediados del siglo anterior, alentados por el Ayuntamiento, a un nuevo barrio, el Ensanche, L’Eixampla, donde las nuevas y grandes edificaciones contaban con una excelente red de alcantarillas y calles pavimentadas.

Los barrios pobres, en cambio, bordeaban el mar. En las Atarazanas se encontraban las rameras y delincuentes típicos de las grandes ciudades portuarias. Luego, el Paralelo, un barrio de fábricas y talleres, con las viviendas de los obreros más miserables que se hacinaban en las casas de vecindad y  en chabolas. Por último y rodeando la ciudad, los suburbios que, hasta 1897, habían sido poblaciones independientes incorporados por el Concejo barcelonés. Algunos,  como Las Corts y San Gervasio, se convirtieron  en áreas residenciales de ricos propietarios, donde también se instalaron muchas comunidades de órdenes religiosas. Otros suburbios, Gracia, San Andrés, eran centros industriales. Y otros eran aún más míseros, como el Clot y Pueblo Nuevo, atiborrados de inmigrantes, casi todos analfabetos. Aquí los callejones no estaban pavimentados, aquí el Ayuntamiento no se gastaba una perra en alcantarillas; no tenía presupuestos.

La gente próspera levantaba la voz y no se cansaba de repetir que los obreros debían vivir apartados para que las elegantes calles de Barcelona no tuvieran que soportar la presencia de aquellos zarrapastrosos.

No se construían escuelas, no eran necesarias, los chavales estaban trabajando en fábricas y talleres por una migaja de pan, creciendo con hambre en los ojos, esqueléticos, seres humanos que ni siquiera merecían tal nombre. Sus cuerpos apestaban a inmundicia, obligando a la gente honesta a cubrirse las narices con el pañuelo si por aquellas casualidades algún desecho de estos osaba invadir, a pringar con su presencia, las nítidas y empedradas calles de la ciudad.

No eran humanos sino animales que disfrutaban viviendo hacinados, en casas puercas, en callejas estrechas y fétidas con roña en las pieles y las paredes, con basura en las callejuelas y moscas en las bocas. Un ser humano nunca viviría en aquellas condiciones. Ellos, los burgueses, las gentes honradas y productivas de la sociedad, no vivían así. Únicamente los animales, aquella ralea parasitaria que vivía a costa de sus fábricas y que solamente quería privilegios y no trabajar, y que aún les criticaban cuando ellos, los burgueses, eran los pilares de la sociedad. Siempre había habido siervos y señores.

Jesús rio amargamente al recordar las palabras del cura.

-Hijo quinto sorteado, hijo muerto y no enterrado –cantaba un niño jugando a las tabas.

-Quinta, enganche y escorpión… ¡muerte sin extremaunción! –coreó su amiguete.

Jesús suspiró pensando que al menos los niños todavía conservaban el buen humor.

La guerra…

Aquel día 17 radicales y nacionalistas estaban haciendo mítines contra la guerra. En el barrio de San Andrés un delegado del Gobierno había prohibido dos horas antes hablar a un conferenciante iniciando de esta manera las medidas dirigidas a ahogar las protestas plebeyas contra el envío de sus hijos a la muerte.

Jesús recordó a Miguel y pensó en Tomás, en sí mismo, en sus propios hijos si un día los tenía y el futuro que les esperaba en un país como aquel.

Cuando llegó a casa estaba medio convencido de la necesidad de la revuelta.

-¿Sabes la hora que es? –espetó el padre tan pronto abrió la puerta.

Se le había hecho bien entrada la noche vagabundeando y pensando.

-Se me ha pasado.

-¡Se te ha pasado! Nosotros preocupados y el señorito se olvida de que tiene que volver a casa.

-No hago más que pensar en Miguel –dijo lastimeramente.

Se resguardó en el hijo muerto y, como esperaba, todos pensaron en Tomás dejándole en paz.

-Exigen 1.500 pesetas para que Tomás no vaya a la guerra –continuó para desviar más la cuestión de que había llegado tarde -. No sé de dónde sacarlas. Como no las robe.

-No digas eso ni en broma.

Padre era demasiado honrado.

-Mil quinientas pesetas… -murmuró alicaído Jesús fingiendo no oírle-. Una fortuna… -se mordió el labio -… Mañana se van –la voz, estrangulada.

Madre empezó a llorar.

-No le des más vueltas –dijo el padre. Era el cabeza de familia, tenía que mostrar serenidad -. Es la voluntad de Dios.

-Amén –dijo farisaicamente Jesús y rompió a llorar consiguiendo que todos acabaran llorando.

¡Amén!

¡La voluntad de Dios!

¿No se cansarían nunca de recibir por detrás?

No cenó. Sus padres lo atribuyeron a que estaba muy compungido por el destino de Tomás. En realidad era por la ira.

¡Amén!

¡La voluntad de Dios!

Mentalmente maldijo a todos los seres celestiales.

En el dormitorio sacó el revólver del escondrijo. Nunca lo había utilizado. Lo desmontó y engrasó en una suave caricia como si fuera un ser amado. Lo cargó. Lo contempló un rato. De pronto le pareció la cosa más hermosa del mundo. Volvió a guardarlo. Se acostó sin desvestirse.

Le resultaba raro tener todo el lecho para él solo. Siempre habían compartido la misma cama todos los hermanos varones. Tuvo sensación de soledad.

Maura podía sentirse orgulloso. Y también el rey.

Proteger a los trabajadores españoles. Una mierda. Lo que querían proteger eran las minas del Rif. Enviaban a su hermano y a otros como él a morir por intereses económicos con que engordar los bolsillos de los políticos.

La sangre le hervía.

Era verdad. No iban a conseguir nada con aquella revuelta, pero el participaría. Se vengaría de la muerte de Miguel, quizá de la de Tomás si tenía un mal encuentro. Los políticos creían que estaban a salvo porque eran los pobres los que iban a la guerra. Él les demostraría lo que era la guerra. La iban a sufrir en sus propias carnes.

No los enviaban a luchar por cuatro piedras secas, como creía la gente, no. Habría sido de imbéciles, y los políticos eran granujas, no estúpidos.

No hacía muchos años que el embajador español había recibido instrucciones para solicitar al sultán de Marruecos título legal para continuar explotando las minas del Rif; a cambio de tales concesiones se le había dado la promesa formal de facilitarle tropas y armamento para ayudarle a restablecer el orden en su imperio, que bordeaba la guerra civil.

Y mañana…

Mañana se iban los soldados.

Ahora sí tuvo sinceras ganas de llorar; no de dolor, de impotencia.

Todos los esfuerzos para evitar la guerra habían sido inútiles. Hasta en el mismo Congreso no estaban de acuerdo con el envío de los reservistas y muchas voces solicitaban la dimisión de Maura, pero éste, obcecado, estaba convencido al parecer de que la guerra de Marruecos beneficiaba a España. Lo que no decía era que a 25 kilómetros de Melilla existían yacimientos de minerales y que la Sociedad Española de las Minas del Rif y la Compañía Norteafricana, no estaban dispuestas a renunciar a ellas. No decía que la primera de estas compañías estaba financiada por un norteamericano y la segunda por capital francés. No decía que era el dinero que representaban dichos yacimientos y no el bien de España, lo que interesaba defender. Un dinero que ni siquiera se quedaría en el país, puesto que los principales accionistas eran extranjeros. La sangre del pueblo era barata, las minas no. La vida de un hombre se valoraba en 1.500 pesetas, ¿cuánto las minas?

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