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18
febrero
Del Regallo al Ebro (38)

CAPÍTULO 46

            El dolor de la herida fue lo primero que percibió, después el brazo derecho inmovilizado. Antes de abrir los ojos sintió molestias en la garganta por donde había sido intubado días atrás en la UVI., pero no fue ésta la que vio sino la habitación a donde le trasladaron cuando salió del coma.

             Tenía la boca seca, la garganta le escocía al tragar saliva y un dolor agudo le atravesaba el pecho al respirar obligándole a realizar inspiraciones cortas.

            Sus ojos recorrieron la habitación. Estaba en penumbra, la puerta, a la izquierda cerrada, las persianas bajadas casi en su totalidad dejando pasar una luz desfalleciente. Le dolía la espalda por la inmovilidad. Intentó cambiar de posición. No pudo. Lo intentó de nuevo ayudándose con los brazos. Sólo pudo mover el izquierdo, el derecho lo tenía atado. Únicamente consiguió deslizar unos pocos milímetros de su cuerpo hacia el cabezal. Se rindió. El esfuerzo había consumido todas sus energías. Ahora estaba en peor posición debido a que el brazo sujeto no se había movido. El pecho le dolía más. Debía tornar a la posición primitiva pero ya no tenía fuerzas para ello. Desistió.

            Así que estaba vivo después de todo, pensó lúgubremente cerrando los ojos. No había conseguido nada por culpa de un policía con mala puntería.

            Se sumió en una semiinconsciencia. Su mente era un torbellino. Acudían ideas y pensamientos inconexos que no se detenían y huían dejando paso a otros que seguían el mismo camino. Sólo era consciente del dolor de su garganta, de su cuerpo torcido, del pecho atormentado a cuchilladas y que le cortaban la respiración, del hombre que había matado y que le obsesionaba. Sin embargo el vacío que sintió cuando… ¿cuándo fue? ¿En qué día estarían? Parecía haber transcurrido un minuto desde que se sumergió en aquella paz, Germán estaba encima de él cubriéndole la herida con sus manos, y empero tenía la sensación de que había transcurrido un siglo. No, no sentía el vacío que sintió entonces. Aquello era raro. No lo entendía.

            Lo intentó de nuevo.

            Su cuerpo se deslizó desandando el camino.

            El dolor del pecho mitigó algo. Respiraba mejor.

            No se sentía una alimaña, pero tampoco estaba mejor. Había matado a un hombre. No a Gabriel, no al asesino que le perseguía para matarle. A un hombre. A un ser humano. A otro como él. A uno que respiraba y tenía sentimientos igual que él. A un hombre. Él lo había matado. Como si tuviera potestad sobre la vida y la muerte, como si fuera Dios. Él…

            Intentó cortar los pensamientos.

            No podía. Su mente parecía la de otro ser que lo hubiera poseído para atormentarle.

            Oyó como alguien abría la puerta torpemente. No se movió. No tenía ánimos para mirar a nadie a los ojos. Era un criminal. Alguien que no tenía derecho a vivir.

            Efrén entró con cuidado en la habitación. Nunca se había sentido tan inútil en su vida como cuando lo sentaron en la silla de ruedas hacía media hora. Era la primera vez que podía abandonar la habitación por sí mismo y su primera idea había sido visitar a Mac.

            Se detuvo un instante en la puerta indeciso. Eulalia no estaba, debía haber salido un instante. Su amigo yacía pálido con unas ojeras que le revolvieron los intestinos. Su primera reacción fue irse, pero se obligó a quedarse acongojado por aquella habitación oscura como una tumba y tan silenciosa como ésta, excepto por la respiración corta, ronca, de Mac. Ahora lloraba, algo que no había conseguido anteriormente. Se las secó con el dorso de la mano.

            Avanzó torpemente. Calculó mal y la silla chocó contra la cama. Maldiciendo por lo bajo a duras penas consiguió controlarla y ponerla en posición. El ruido hizo que Mac levantara los párpados. Miró a su amigo con ojos apagados antes de cerrarlos nuevamente. La escena le resultaba conocida, como si la hubiera vivido antes. Luego recordó. Había sido ¿semanas? ¿años? atrás. Sólo que entonces era él quien visitaba a Efrén recién llegado a Zaragoza.

            Respiraba ruidosamente con el oxígeno puesto en la nariz; la boca ligeramente abierta como si la mandíbula fuera demasiado pesada para sus músculos maseteros. Un tubo salía del pulmón derecho hacia un recipiente medio lleno de agua. Los ojos cerrados.

            – Efrén…

            Aquella voz que no era la suya asustó a su amigo.

            La garganta le dolió terriblemente. Arrugó el rostro.

            – … én…

            La cara de Mac envejeció por los esfuerzos para hablar.

            La respiración penosa.

            Efrén se dio cuenta que no sabía qué decir. Había bajado con la intención de conversar y darle ánimos, pero nunca creyó que Mac estuviera tan grave. Hasta aquel momento, aún sabiéndolo, la muerte había sido algo irreal y de lo que se podía hablar e incluso filosofar. Ahora la veía cara a cara. No sabía qué decir. No podía pensar en nada excepto que Mac estaba muriéndose. Guardó silencio sintiendo que las lágrimas volvían a luchar para inundar sus ojos.

            – … n…

            Efrén extendió la mano, temerosa, cogiendo la de Mac. La estrechó con la sensación de que su amigo absorbía sus miedos.

            – Estoy aquí -la voz salió atragantada.

            No era aquella estupidez lo que quería decir. Demasiado sabía Mac que estaba. Pero es que no podía decir nada. Nada. Lloraba silenciosamente aliviado de que Mac mantuviera los ojos cerrados y no pudiera verle.

            El rostro de Mac se había suavizado. Después, una mueca que Efrén no supo identificar agrietó su palidez.

            – Lo… te.

            Hablaba más cansado.

            Efrén no entendió.

            – Lo… m… te -insistió.

            – ¿Lo mataste?

            Efrén frunció el ceño.

            Mac dejó huir un suspiro.

            – … í.

            Tosió. En el pecho sintió una punzada terrible.

            – No deberías estar aquí.

            Efrén dio un respingo al oír la voz de la enfermera.

            – Vamos a tu habitación.

            Cogió la silla de ruedas.

            Mac apretó la mano de Efrén al sentir que la retiraba. Volvía a tener los ojos abiertos. A Efrén le pareció que quería decir algo, pero no dijo nada, únicamente le miraba con aquellos ojos muertos, sin esencia, antes de cerrarlos lentamente.

            – ¿Curará?

            – Sí, curará -respondió impaciente la enfermera.

            Efrén no la creyó.

CAPÍTULO 47

            Le había costado mucho decidirse regresar a casa. Cada vez que se aproximaba a ella no podía evitar sentir desasosiego y recordar las palizas que le daba su padre, aunque en esto no se había diferenciado de sus hermanos; su padre al respecto había sido especialmente ecuánime.

            No podía evitar un sentimiento de rencor cuando su madre lo llevaba al médico. Se había caído, se tropezaba con alguna puerta, murmuraba contrita sacándose de la manga toda clase de accidentes domésticos. El médico lo curaba y el niño leía en sus ojos que se daba perfecta cuenta de los malos tratos, pero que callaba. Denunciar el caso representaba hostilizarse con la familia castigándola por no cuidar de su hijo y por otra parte tampoco estaba seguro de que un organismo oficial se hiciera cargo realmente del asunto. Así que, ¿para qué dar parte si el crío seguiría estando en peligro?

            Al morir su padre vino la paz y la indiferencia, hasta el punto que casi lo añoraba. Al menos su padre, al pegarle, sabía que su hijo existía. Conocía muy bien los sentimientos de soledad y abandono que había sufrido Mac, no eran diferentes a los suyos. Conocía a chicos a quienes el maltrato había vuelto agresivos. No era su caso, a no ser que su huída de casa se considerara como tal. En realidad casi había sido una llamada de auxilio. Al no sentir apoyo familiar y con la sensación de impotencia para cambiar la situación optó por escapar, como una forma de expresar su incapacidad para soportar la situación por más tiempo. La familia apenas reaccionó y nunca quedó muy claro el motivo por el cual denunciaron su desaparición. Lo encontró Antonio, entonces fue cuando lo conoció, y al devolverlo descubrió la sorda hostilidad entre la madre y los hermanos y Germán. Las siguientes veces que escapó ya ni se molestaron en denunciarlo.

            En la calle, sin un sitio donde cobijarse excepto el cobertizo que halló en la segunda de sus correrías, no tardó en emprender el camino de la delincuencia porque no podía hacer otra cosa. Aún así, Antonio no se había atrevido a catalogarlo todavía como delincuente juvenil y prefirió darle largas, considerando más bien sus acciones como alteraciones de comportamiento debidas al abandono al que estaba sometido, esperanzado de que terminaría reaccionando. Después de todo no era particularmente impulsivo ni sufría exabruptos temperamentales ni, mucho menos, agresivos. Era como si los tics que padecía fueran la válvula de escape por la que canalizaba toda su tensión interior, convirtiéndolo en inofensivo de cara a la Ley no obstante sus pequeños robos.

            No era un caso aislado. Conocía a varios en su situación y con el tiempo, igual que estaba convencido de la evolución de las drogas, habría más. Chicos y chicas abandonados por sus padres, no deseados y maltratados, otros forzados a huir de sus casas como él, otros huérfanos, pero todos amargados por la soledad y el egoísmo humano. Chicos que crecerían en las calles sustituyendo así el hogar que deseaban y no hallaban. Viviendo en casas abandonadas, entre basura en la que hallaban su subsistencia diaria, que robarían, que mendigarían, que se prostituirían para poder sobrevivir.

            Sabía que había países en los que ya ocurría, pero también sucedería en España, que sucedía ya en las grandes ciudades, aunque Germán sólo conocía casos sueltos, él era uno, pero que aumentaría, que se masificaría. Era algo imparable como la droga. Algo que el Gobierno negaría, lo negaba ya, pero que estaba ahí, los suburbios estaban ahí, la miseria estaba ahí, y el hambre y los robos y la delincuencia juvenil, por mil veces que lo negaran estaban ahí y empeoraría, Germán lo sabía, los chiquillos que malvivían en las calles lo sabían y el Gobierno lo sabía.

            Con la miseria la delincuencia aumentaba, la drogadicción ascendía creando más delincuencia y con ella violencia. El había sido anormalmente pacífico, pero ahora estaba creciendo, a sus problemas iniciales se sumaba la idiosincrasia de la adolescencia con sus actos contradictorios y su rebeldía juvenil. Su comportamiento antisocial se iba acrecentando y complicándose con el consumo de drogas. De momento la marihuana, el alcohol, aunque de lo que más abusaba era del tabaco, pero terminaría tomando drogas más duras, algo que el mismo Germán no ignoraba, ni deseaba, pero aceptaba como inevitable. La vida de ciertas personas tenía unos cánones rígidos de los que era imposible salir, ya fuera porque lo impedía la misma sociedad ya fueran culpables ellos mismos por dejadez o rendición. La suya era una de ellas. Hacía tiempo que sabía que terminaría como sus hermanos y moriría joven, algo que aceptaba como ley de vida. Después de todo no había conocido a nadie ni nada que le hiciera ver que estaba equivocado. Y lo ocurrido con Mac reafirmaba sus convicciones. Uno que no pertenecía a su mundo había caído en él y había acabado como cualquier otro.

            Si Germán no caía en la desesperación como Mac era porque aceptaba las cosas tal como eran y no se hacía ilusiones de ningún tipo, ni siquiera de su futuro, excepto la sobrevivencia diaria. Si alguna vez las tuvo habían desaparecido aquel último año en el cual sus actos delictivos fueron aumentando, cerrando cada uno las ya mermadas salidas de aquel pozo.

            No sabía por qué era, pero sin desearlo, sin haberlo sido nunca, sentía una furia interna que tenía que sacar violentamente. Los tics se habían incrementado, pero también su agresión, aunque quedara reducida momentáneamente al aumento de sus robos y no en el plano del ataque físico. Él mismo se sentía desconcertado. Su rechazo a su familia era mayor y paradójicamente la echaba de menos, con lo que su sensación de desamparo había aumentado al no sustituirla con ningún amigo, debido a las burlas de los tics. Por el único por el que había sentido verdadero afecto y que había sido correspondido había sido Mac, hasta el punto que casi lo idolatraba. Ambos encajaban y no se sentía diferente a él. Su amistad había sido el punto de apoyo que necesitaba, una nueva familia en la que existía una fidelidad total, la afectividad que nunca había conocido, creándose una vinculación profunda.

            Lo ocurrido a Mac había sido un duro golpe, pero también lo aceptaba; era ley de vida. En ocasiones bastaba una mirada sin mediar palabras y gestos para que estallara la violencia. Así, sin más, sin una razón concreta, sin provocación, porque les daba el punto. De no haber sido Antonio habría sido cualquier otro. La prueba estaba en su enfrentamiento con Nando, con Chema, en la práctica que tenía en el manejo de la sirla y en cómo había atracado al alcalde, al alcalde, se decía pronto. Habría terminado en alguna pandilla, era más abierto que él, aunque no le gustara hablar de sus fechorías ni fardar; habría caído en las drogas, le atraían, y con el tiempo habría vuelto a matar y le matarían a él.

            Era ley de vida.

            Mac se había dado cuenta de ello, ahora lo veía claro, y había decidido cortar de raíz.

            Era mejor así.

            Sí.

            Mejor.

            Al menos había conservado su dignidad y sus creencias.

            De acabar en el talego habría sido un bravo.

            Sí, mejor así.

            Era mejor morir que no vivir aquella vida que no lo era.

            Pero volvía a estar solo. Volvía a no tener nada. Aun suponiendo que su amigo se salvara ahora que había acabado todo regresaría a su pueblo con su familia, Mac no consentiría seguir en la calle y convertirse en lo que odiaba.

            Solo.

            ¿Era aquello lo que le hacía regresar? Realmente no lo sabía.

CAPÍTULO 48

            La casa estaba en medio de callejones retorcidos y debía ser ya vieja cuando los Sitios. El portón estaba carcomido y agrietado, tachonado de clavos mohosos; la fachada, húmida, impregnada de porquería, pringosa, dejaba ver los ladrillos macizos, planos y alargados allí donde faltaba el yeso. En el interior, un patio sombrío, tenebroso, lóbrego, que le había aterrorizado de niño, vacío excepto en hediondez de siglos, con unas escaleras al fondo, nublosas, renegridas y misteriosas que ascendían retorcidas, estrechas, de escalones irregulares que poseían, allí donde se conservaba, un listón de madera en los bordes. El ponía el pie, durante su infancia, en ellos y trepaba el camino de los Cárpatos como Jonathan Harker al castillo de Drácula. Y de haber estudiado habría dicho que en el primer piso estaban los lujuriosos, en el segundo los iracundos, los acidiosos, los violentos, en el tercero los fraudulentos y rufianes, y en el cuarto, Dante habría hallado a Lucifer suspendido en el vacío, su familia.

            Una puerta desencajada le cortaba el paso dominando la pared, depravada, ignominiosa, oliendo a ajo y cebolla, olores que impresionaban, mareaban y repugnaban, y que giró sobre sus goznes, sintiendo bajo su mano el frío hierro roñoso y negro del pomo, protestando con cada empujón que daba. El interior estaba oscuro, mal iluminado por la noche que se filtraba por las ventanas de cristales opacos por la suciedad. El cobertizo donde se refugiaba era un palacio lujoso comparado con su casa. Al menos estaba limpio y carecía de aquel miasma corrompido que anegaba la vivienda en donde había nacido.

            Un esperpento por pintura adornaba lo que su madre llamaba el recibidor y del comedor partía el pasadizo que conducía al cubil de sus padres, donde su madre, antes y después de morir el marido, habíase concubinado hasta el extremo que Germán no estaba seguro de quién era realmente su padre y el de sus hermanos. Un tablero por mesa y unas sillas, más jamugas que otra cosa, constituían el mobiliario de aquel comedero. El techo, elevado, dejaba ver los maderos que se habían utilizado como vigas, de donde pendía una especie de araña con la mayoría de las bombillas fundidas. El pasillo, angosto y cicatero, estaba jalonado de puertas. Deambuló, más que anduvo, hacia el fondo y empujó la puerta abriéndose camino a una estancia reducida y apretada, con una butaca corroída, algo que quería semejar un lienzo en la pared y una piltra descompuesta.

            No había nadie. Había esperado hallar el enteco rostro de su madre, con sus ojos libidinosos, congestivos, su aspecto desaliñado, con venillas en los pómulos, sus manos temblorosas y su lenguaje viperino. La última vez que la vio llevaba un vestido deslustrado y el cabello marchito, pajoso, una hojarasca de broza, dedicando una imprecación como despedida a su hijo.

            Existía un tufillo inconfundible en aquella boyeriza. Frunció el ceño. Aquello era nuevo. Así que su madre había empezado a fumar también. Se preguntó si se picaría.

            Salió y se introdujo en la otra habitación. Su hermano estaba rebuscando nerviosamente. Había ropa por los suelos, mezclada con cachivaches en un caos musical; los cajones del ropero sacados, el jergón del lecho caído; el rostro de su hermano arisco y sus movimientos alterados e improductivos.

            – ¿Dónde está? -fue el saludo que recibió Germán.

            – ¿El qué?

            – Lo sabes perfectamente. ¿Qué has hecho con ella?

            Tenía las pupilas dilatadas, visiblemente ansioso. De no haber estado preocupado por la papela Germán estaba seguro que estaría temblando.

            Su madre, pensó. Sí. Ella también se colocaba. Borracha y polvera, una joya. Una familia de droguis, de enganchados, y su hermano estaba tan colgado que no se daba cuenta que la madre había iniciado el camino destructivo de sus hijos como si no hubiera tenido bastante con el propio.

            No la acusó. Algo dentro suyo le impidió mostrar a su hermano la verdad de los hechos. No era caridad ni respeto hacia ella, simplemente le repugnaba confesárselo a Teo.

            – Te la habrás tomado y no te acuerdas, o la habrás perdido. A mí qué me explicas.

            – ¡No la he perdido! -chilló.

            Germán estuvo a punto de retroceder ante la mirada de su hermano, pero se obligó a permanecer en su sitio. Nunca más huiría. Si algo había aprendido de Mac era que huyendo no resolvería sus problemas.

            Teo le recorría con los ojos. El hijo puta de su hermano se la había mangado y eso que le habían advertido que no se chutara. ¿Quién podía ser sino? No se veían señales en sus brazos, pero eso no significaba nada, podía inyectársela por otras venas o esnifarla o… ¡también! El cabrón podía haberla vendido para sacar dinero. Le habían dicho que Chema lo buscaba para ajustarle las cuentas, y éste sólo actuaba cuando alguien le hacía la pirula o se metían en su territorio. Y ahora estaba muerto. Eso era. Corría el rumor que dos chicos estaban con él cuando murió. Su hermano se había metido a camello y había ganado su primer dinero vendiendo sus dosis, las suyas. El jaco más puro que había conseguido en mucho tiempo, cinco gramos que guardaba como oro en paño. Seguro que los había cortado para obtener más ganancia. Una fortuna en el mercado. Y la prueba de todo la tenía delante. No había tenido la picardía de disimular, no, se había comprado ropa. Ropa cara. Ropa gilí, con aquella camisa como si fuera un patricio y aquellos tejanos nuevecitos, impolutos, de marca y zapatos de buen cuero. Ropa que Germán no podía costearse si no era manipulando droga.

            No podía negar que había sido más inteligente que él. Era mejor venderla que consumirla. Pero había utilizado su talco, así que la tela también era suya.

            – Dame el dinero -amenazó.

            Germán arrugó la frente sin comprender.

            – ¿Qué dinero?

            – El que has sacado con mi polvo. Era mío. Así que dámelo.

            – Tú estás tonto, ¿o qué?

            El puñetazo lo lanzó contra el mueble, el canto se le clavó en la espalda, cayó al suelo. Durante unas décimas no pudo moverse. Vio el pie de su hermano lanzándose contra él. No pudo esquivarlo, le alcanzó el abdomen. Se encogió con un gemido.

            …

            Alguien rebuscaba entre sus ropas. Abrió los ojos. No debía haber llegado al minuto su inconsciencia.

            – ¿Dónde lo tienes? ¿Dónde lo has dejado?

            ¿Qué quería? ¿Qué buscaba?

            Dinero.

            Algo le había dicho de un dinero.

            Otro puñetazo. Le abrió la ceja izquierda.

            – ¡Te voy a enseñar a robarme! ¡¿Dónde está?!

            Tenía que ganar tiempo.

            – Esc…

            – ¡¿Dónde?!

            – … ndido.

            Que no le peg…

            Otro puñetazo.

… más.

            – ¡¿Dónde?!

            Lo había agarrado por la camisa y lo zarandeaba arriba y abajo en el suelo. La cabeza de Germán golpeaba inerte contra el suelo.

            – … jo.

            – ¡¿Dónde?!

            De llevar la vieja camiseta se habría roto a la segunda sacudida, pero aquella camisa resistía. No se defendía, tenía el cerebro entumecido por los golpes oyendo lejanamente a su hermano, enloquecido por algo que ignoraba. Tenía que hacer algo o terminaría matándolo.

            Movió las piernas. No supo cómo fue, pero descubrió su pie apoyado en el cuerpo de Teo. Empujó con todas sus fuerzas. Su hermano se desestabilizó, cayó hacia atrás. Sólo consiguió enfurecerlo más y él estaba demasiado aturdido como para moverse con rapidez.

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