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14
enero
Del Regallo al Ebro (33)

CAPÍTULO 28

            Germán lanzó una patada dormido justo antes de despertarse. Sus ojos parecieron perdidos antes de reconocer el cobertizo. Dejó caer la cabeza hacia atrás y volvió a cerrar los ojos perezosamente. Estuvo medio adormilado unos minutos antes de decidirse a incorporarse.

            Mac dormía al otro lado del hogar en un ovillo, solo vestido con el calzoncillo igual que él.

            Germán se rascó la cabeza.

            Le había sorprendido que Mac tuviera tanta pericia en encender la leña.

            Lo he hecho muchas veces, casi siempre cuando matamos el cerdo.

            Luego se despojaron totalmente de sus ropas mojadas extendiéndolas para que el calor las fuera secando. Se habían sentado ante el fuego conversando de las cosas importantes que dos críos de trece años suelen hablar. Mac, con un palo, jugueteaba con las brasas pensando en lo apetitosa que era la carne asada y lo vacío que estaba su estómago. El calor de las llamas atacaba la piel de los muchachos suavemente a una temperatura constante, invitando a aquellos cuatro ojos que la contemplaban hipnóticamente a que se cerraran en un sueño acogedor. Pero ellos se resistían, estaban a gusto así después de la noche tan movida que acababan de tener, gozaban de su conversación, de sus silencios cuando únicamente seguían el movimiento del fuego, de la compañía mutua después de tanto tiempo de sentirse solos y al tiempo pensaban en aquel escrito que Mac había hallado en la calle después que salieran del local gay.

            – ¿Qué es? -había preguntado Germán.

            Mac ladeó ligeramente el papel para que lo iluminara la luz del farol, aún así tuvo que forzar la vista.

            – Es una fotocopia. Es de este año, un artículo del uno de mayo.

            Paseó la vista por el escrito leyendo a saltos.

            – ¡Hostia, tú, escucha! Los problemas de Aragón sólo se resolverán cuando los aragoneses podamos decidir de nuestros asuntos…

            – A ver.

            Miró curioso por encima del hombro. En la cabecera se leía “Ofensiva”.

            – Lo han escrito los comunistas. Tíralo.

            – ¿Cómo sabes que han sido ellos?

            – “Ofensiva” es el órgano clandestino de los comunistas.

            – Oye sí -A Mac sólo entonces se le ocurrió leer el título-. Manifiesto para Aragón. A todos los aragoneses: El proyecto de Trasvase del Ebro al Júcar (trasvase que ya ha comenzado) coloca a Aragón, a todo el pueblo aragonés, ante una situación de extrema gravedad…

            – Tíralo -interrumpió.

            – ¿Por qué?

            – ¿Sabes lo que te harán los grises si te pillan con eso encima?

            La curiosidad pudo más que el miedo.

            – Ni hablar -se lo guardó-, yo no lo tiro sin antes leerlo.

            Lo leyó. A la luz del fuego.

            Los comunistas llamaban a los aragoneses a decir no al trasvase, a movilizarse incluso. Hablaba de la descapitalización y empobrecimiento de Aragón respecto al conjunto del país. Hablaba de la burguesía regional, pusilánime y retrógrada que se había entregado al capital de afuera al tiempo que ella misma invertía en otras regiones. Hablaba del campo aragonés, que padecía la política anticampesina del régimen y se despoblaba.

            – El Gobierno da por natural el hundimiento de Aragón… -la voz de Mac se entusiasmaba ganando en énfasis- … En España, Aragón está decididamente dentro de lo que se puede llamar, sin ninguna exageración, una situación de colonización interna, que conduce inexorablemente a la degradación económica, social y política, al hundimiento de nuestra región, si los aragoneses no logramos impedirlo con nuestra lucha unida…

            El manifiesto acababa con un llamamiento a todos los aragoneses para movilizar y sacar a Aragón del hundimiento, a crear en todas partes Consejos de Defensa de Aragón que organizaran la lucha en la ciudad y en el campo realizando asambleas, actos, manifestaciones, bloqueo de carreteras y todo tipo de acción de masas.

            – En defensa de los intereses y reivindicaciones del pueblo aragonés.

            Contra el Trasvase del Ebro y en exigencia de que se termine completamente el plan de riegos del Alto Aragón.

            Por las libertades regionales y el Estatuto de Autonomía para Aragón…

            – ¿Qué es ese Estatuto?

            – Y yo que sé.

            – ¿Hay más?

            – Tan sólo: por la libertad para toda España.

            Germán asintió con la boca abierta.

            – Coño, qué escrito.

            Ahora el papel descansaba en un rincón. Germán se vistió y lo estuvo contemplando unos minutos con los brazos en jarras.

           En 1970, dos años antes, el 85 por 100 de los municipios aragoneses se encontraban en una situación que permitía calificarlos de económicamente muertos. La estructura dimensional de las explotaciones agrarias, la política oficial, el abandono de cultivos tradicionales, la paralización de los regadíos… todo ello hizo que aquel año más del 90 por cien de la superficie cultivada y del 80 de la de regadío fuese considerada como no rentable. Cínicamente aquel mismo año en que se paralizaron los regadíos con todas sus consecuencias, se empezó a tener noticias de los propósitos gubernamentales de trasvasar las aguas del Ebro hacia Cataluña, País Valenciano y Sudeste. Incomprensiblemente la prensa aragonesa no se preocupó del tema hasta un año después, en 1971. El detonante fue la declaración del ministro de Obras Públicas, don Gonzalo Fernández de la Mora, al «Noticiero Universal» de Barcelona de que se habían iniciado ya los estudios para trasvasar agua del Ebro a esa ciudad.

           El papel que Germán tenía delante poseía una importancia histórica que ignoraban ambos muchachos, porque aquel 1972 iba a contemplar el renacimiento del regionalismo aragonés. Dos meses después aparecería la revista «Andalán», que contribuiría preciosamente en el despertar aragonesista. Estaba dirigida por un profesor de Historia andorrano: Eloy Fernández Clemente.

CAPÍTULO 29

            La boca parecía mascar parsimoniosamente el tabaco llevando el cigarro de un lado al otro, al tiempo que expelía un humo negro.

            – ¿No sabe usted que los caliqueños son ilegales?

            – ¿Sí? Pues son los mismos que fuma mi cuñado, el que está en el Cuerpo Superior de Policía.

            Hablaba sin quitárselo de los dientes. La ceniza cayó sobre la alfombra persa.

            – ¡Vaya! -murmuró con desaliento Saturio. Pasó el pie para recogerla y dejó la alfombra peor que estaba. D. Urbano trinaba-. ¿Será posible? -volvió a murmurar. Se arrodilló para intentar recoger la ceniza con la mano. Cayó un poco más del caliqueño.

            – Déjelo. Ya lo recogerán los criados.

            Saturio, a cuatro patas, alzó la vista.

            – No quisiera molestar.

            – No es molestia.

            – Bien, como quiera.

            Dejó caer la poca que tenía en la mano y se limpió en la chaqueta.

            – ¡Hala!, ya no me acordaba.

            Sacó el pañuelo, lo restregó por la americana.

            – ¿Quiere decirme, por favor, por qué ha venido a mi casa?

            – ¿No tendrá cenicero?

            – No…

            – Lástima.

            – Le agradecería que no fumara.

            – No, si ya se ha apagado. Con tanto ajetreo. ¿Sabe usted lo que se me apagan los caliqueños? El que sale bueno, aún, pero el que no…

            – ¿Por qué ha venido?

            – Usted me mandó venir.

            – Yo no le he dicho nada.

            – Sí, recuerde. Usted me dijo: Detenga a ese chico, venga. Y he venido.

            D. Urbano no supo qué pensar.

            ¿Qué buscaba aquel policía?

            No podía ser tan obtuso como aparentaba, en tal caso no sería inspector.

            – Usted dirá para qué me ha hecho venir.

            – Era una forma de hablar.

            – ¡Ah! -Saturio puso los labios como si fuera a dar un beso. Expresión alelada-. Bueno, ya que estoy aquí, me gustaría saber por qué pidió a Guillermo que buscara y destruyera unas fotografías comprometedoras.

            D. Urbano palideció.

            – No sé de qué me habla.

            – No, ¿eh? Veremos lo que opina el juez que las está viendo. ¿No pensaría que están destruidas realmente, verdad? ¿En serio no tiene cenicero? -estaba encendiendo nuevamente el caliqueño con chuparradas de chimenea-. No me responda -D. Urbano no tenía ganas de responder-, pero le agradecería que pasara esta tarde por mi despacho y aclaráramos ciertas cosillas -se encaminó hacia la salida del despacho-. Saludaré de su parte al secreta que le vigila la casa.

            – ¿Me ha puesto usted un espía?

            – Oh, simple rutina.

            Tan pronto se fue, el alcalde atisbó por la ventana. ¿Quién podía ser? ¡Aquel del periódico! El inspector le había saludado con la mano, y mira, mira, respondía.

            En la calle, el del diario, vio extrañado cómo el otro se alejaba. Se preguntó quién sería, no lo conocía de nada, o por lo menos no se acordaba. Respondió al saludo por educación.

            Saturio siguió caminando hasta llegar al coche. No había tenido paciencia de esperar a Antonio y se había presentado por las buenas en el domicilio del alcalde a tantear el terreno. Bien, ahora D. Urbano estaría con la mosca en la oreja preguntándose qué era lo que sabía él realmente.

            En casa el alcalde colgaba el teléfono sin llegar a marcar el número del juez. Lo tendría intervenido, seguro, aquel hombre no se andaba por las ramas. Qué diferencia con García, ¿por qué habría dimitido?

            Paseó nerviosamente por su despacho. ¿Qué podía hacer? ¿Dimitir también? Quizá se contentaran con eso, pero ¿y si no?

***

            Juan salió de misa como quien sale de la cárcel. Toda la mañana con aquella horrible mujer colgada del brazo y encima lo llevaba a la única iglesia del mundo donde aún se realizaba el acto en latín. Más de una hora de misa oyendo a aquel sacerdote que había hecho el servicio militar con Abderramán III.

            Elevó la vista al cielo. Había amanecido despejado, pero volvía a nublarse. No era de extrañar con doña Plácida entonando el canto de la lluvia con voz de becerra.

            Encima le había sacado diez duros con el platillo, la muy…

            Iba a buscarse otra pensión ahora mismo. Su hermano que esperase.

***

            – Guarda eso.

            Germán no podía con los nervios. Mac parecía obsesionado con aquel Manifiesto y no hacía más que leerlo y releerlo en plena calle. Con el aspecto patibulario que tenían, las caras llenas de cardenales y las ropas descuidadas era fácil que les parara algún gris. ¿Qué explicación darían del papel?

            – Guárdalo de una vez.

            – Miedica.

            – Tu padre.

            Mac sonrió, sus pupilas brillaron alegres. Se sentía bien con aquel chaval, los negros pensamientos que le dominaban habían desaparecido desde que lo conocía.

            Dobló el papel. Lo guardó en el bolsillo.

            Alguien lo cogió del brazo.

            Dio un respingo antes de tranquilizarse.

            Germán había retrocedido unos pasos.

            – Ya veo que has hecho amigos. ¿Qué tal lo llevas, Germán?

            – Acatarrado.

            Antonio sonrió.

            – ¿Y tú, qué has hecho con tu pelo?

            – Me daba calor.

            – Te daba calor -repitió-. Ya veo, Mac, que te has vuelto descarado en pocos días.

            Mac torció los labios antes de responder.

            – Será la edad.

            – No quieras pasarte conmigo. Comprendo que estés dolido, pero los únicos que podemos ayudarte somos la policía.

            – Gracias por avisarme.

            – No seas impertinente.

            – Bien, vale. Me lo pensaré, ¿de acuerdo? Ya te diré lo que sea.

            Intentó desasirse, pero Antonio lo tenía bien cogido clavándole los dedos en el bíceps.

            – Escucha, Mac, esto no es ningún juego.

            – ¡Hosti, tío, no jodas! -el rostro de Mac reflejaba una sorpresa pasmosa-. No me había dado cuenta, oye, en serio, qué putada, no es un juego.

            Los ojos del muchacho hirieron punzantes los de Antonio.

            – Un juego -ya no había burla en su voz-. Que te follen, Toni, a ti, al comisario y a todos. ¿En serio crees que esto es un juego para mí? -se encaró al policía, casi el pecho de éste contra el mentón del chico cuyos ojos eran el resplandor de la eléctrica dañando las pupilas del hombre- ¿Crees eso? Que te den por el culo, iros todos a la mierda.

            – Escucha, Mac…

            – No quiero escuchar. No habéis hecho más que joderme.

            – El comisario ha dimitido.

            – Ya lo sé, ¿y qué?

            – ¿Lo sabes? ¿Cómo lo sabes?

            – Lo sé y basta.

            Antonio estaba sorprendido. No reconocía a Mac. Su descaro le recordaba un poco el de Germán, pero era de otra índole, éste era combativo. Mac se le estaba enfrentando y él no sabía cómo replicarle, porque por un lado comprendía al muchacho y por otro opinaba como él. Recordó que era policía, que no podía anteponer sus sentimientos al deber; Mac empezaba a tener comportamientos que rayaban la delincuencia. Por otra parte donde más seguro estaría sería en casa, con su familia.

            – Este no es como el anterior -intentó razonar; era difícil no dejarse llevar por la simpatía que le tenía.

            – Todos sois iguales -acuchilló.

            – Basta, Mac, te estás pasando.

            – ¿Y qué harás? ¿Pegarme? Vamos, hazlo, pega, no serás el primero, venga, hombre, lo estás deseando.

            En vez de eso el policía le soltó el brazo. Germán pensó que era el momento para huir, pero no se movió al ver que Mac permanecía junto al policía a punto de llorar de rabia.

            – ¡Yo confiaba en ti! -echó en cara, como si Antonio hubiera sido el responsable. Al policía le dolieron aquellas palabras.

            – Vuelve a confiar, el comisario este no es como García.

            Por un instante el chaval pareció dudar, debatiéndose entre el resentimiento y el afecto que sentía por el policía, incluso por Mónica. Le habían ayudado, le habían tratado bien. Pero habían pasado muchas cosas desde la última vez que hablaron. Estaba todo el asunto de los coches. Confiar en él. Era policía.

            – No.

            Le costó decir la palabra.

            – Mac, estoy intentando ser razonable. Se trata de tu bien. No me obligues a emplear la fuerza.

            Ahora se destapaba. Los ojos del chico se oscurecieron.

            No volvería a la cárcel.

            – No voy a ir -pensó en voz alta.

            Decir la frase lo distrajo. Antonio había vuelto a cogerle del brazo. Se debatió desesperadamente. Antonio lo soltó con un grito. La manga de su chaqueta empezó a teñirse de sangre. Se tapó la herida contemplando a Mac con expresión sorprendida. El muchacho aún tenía la navaja en la mano, los ojos agrandados, aterrados, la camiseta empezó a humedecerse de sudor, la boca abierta, la respiración superficial, la navaja empezó a temblequear. Pareció que iba a decir algo, pero sólo huyó, sin saber si Antonio le llamaba o le maldecía, huyó y si alguien hubiera intentado detenerle quizá lo habría apuñalado también.

            Antonio no intentó ir tras él. Tampoco dijo nada.

            Aquello acabaría mal.

CAPÍTULO 30

            – ¿Qué le ha pasado en el brazo?

            – Me he cortado cortando jamón.

            Saturio elevó ambas cejas con expresión chungona. Se rascó la oreja derecha con el caliqueño.

            – Ha sido ese chico -dedujo-. No, no lo niegue, se lee en su cara. ¿Cómo ha sido, ha intentado detenerle y no se ha dejado?

            – Exactamente.

            – ¿Va a presentar cargos?

            – No.

            – Debió usted hacerse cura.

            No había malicia en el comentario.

            – Tengo ganas de conocer a ese crío -continuó Saturio-. Tiene que ser un fenómeno para conseguir que García dimita, el alcalde esté medio loco, usted los sesos comidos y el tal Gabriel consiga cargarse a todo el que pilla por delante menos a él -movió la cabeza casi con satisfacción, Mac le caía bien-. Bueno -soltó de pronto-. Dejemos esto. Cuénteme ahora qué relación existe entre ese muchacho y el alcalde.

            Escuchó atentamente pasándose el caliqueño de extremo a extremo de la boca parsimoniosamente.

            – De acuerdo -comentó-. Eso no estaba en su informe. ¿Por qué se lo calló? Ya, para no perjudicar a ese diablillo -se respondió a sí mismo-. Bien, pobre alcalde, nadie es perfecto.

            Antonio abrió los ojos, los puso en blanco.

            – ¡Que nadie es…! ¡Es un corruptor de menores!

            – Vamos, hombre, no exagere. El que sea pederasta no quiere decir que sea corruptor. El pobre hombre creyó que el chico era un chapero y no se puede corromper a un chapero, porque ya lo está. Tampoco los acuso a ellos, créame, después de todo los chaperos también tienen sus gastos y han de comer. Si no consiguen dinero de otra manera, ¿qué se le va a hacer?

            Durante un rato Antonio no pudo hablar. Abrió y cerró la boca intentándolo, pero las palabras se negaban a salir.

            Saturio ojeaba unos papeles.

            – Este García era un desastre -refunfuñó-. Lo tiene todo manga por hombro.

            – ¿Le está dando la razón a ese pervertido?

            – Hombre, no digo eso. García era un desastre, pero tanto como un pervertido…

            – ¡Digo el alcalde!

            – Ah, ése -el caliqueño subía y bajaba a medida que hablaba-. No. Sólo estoy diciendo que lo que hizo no fue tan grave como usted lo ve. El hombre pensó que Macario era un chapero. Bueno, simplemente se equivocó. No hay nada malo en ello. ¿Usted no se ha equivocado nunca?

            Antonio no respondió; se sentía incapaz.

            – Los chaperos se ganan el jornal así, lo mismo que las prostitutas -continuaba Saturio-. Tan fea es la prostitución masculina como la femenina. Pero es un hecho que está ahí, con lo que no hay que condenar al alcalde por lo que es, porque en ese caso habría que condenar a los que van con rameras también. ¿Usted nunca ha buscado a una mujer de la vida?

            – Me basta con mi esposa -dijo entre dientes furioso ante aquel alegato.

            – La mía me sobra. ¿Me creerá si le digo que no entiendo cómo los moros aguantan a tantas si a mí con una…? No le interesa, ¿verdad?

            – No, señor. No me interesa.

            – Se ha puesto colorado, ¿se encuentra mal?

            El caliqueño subía y bajaba.

            – Me encuentro perfectamente.

            – Pues está rojo, rojo.

            – ¡Está defendiendo al alcalde! -estalló- ¡Está diciéndome que toda la culpa es de Mac!

            – Tampoco es eeso -Saturio hizo un gesto de genio incomprendido-. Sólo digo que todo fue un equívoco. Tampoco acuso a Macario de nada. Su reacción de amenazar al alcalde e incluso de robarle el dinero fue totalmente lógica, y más si tenemos en cuenta su estado de nervios. Creo que lo mejor será olvidar todo este asunto, ¿eh? Pelillos a la mar.

            No podía ser cierto lo que Antonio oía.

            Y el caliqueño subía y bajaba.

            – Lo que ya no es lógico -continuaba Saturio con actitud de un maestro de escuela-, es el ensañamiento del alcalde con ese chiquillo. Parece que le tenga manía al pobre chaval, ¿no cree usted?

***

            Doña Plácida gritó al ver a aquel arrapiezo empujar a otro y robarle las monedas esparcidas por el suelo. La emprendió a bolsazos sin darle tiempo a incorporarse. Como pudo Germán huyó perseguido por las maldiciones de la mujer.

            ¡Con cuidado!

            Ahora tendría que volver a confesarse, porque aquel crío la había condenado.

            Se volvió al otro. Estaba aún en el suelo sin darse cuenta de nada. Le ayudó a sentar. Jadeó. Nunca pensó que un niño tan flacucho pesara tanto.

            La gente pasaba sin hacer caso.

            De no haber sido porque, de soltar al chico, éste se habría caído de nuevo al suelo habría soltado otra ráfaga de bolsazos a aquella gente tan poco caritativa.

            Al final.

            Ya estaba sentado.

            Lloró enternecida.

            El crío tenía la cabeza torcida, la boca abierta como consecuencia de una lengua excesivamente grande, babeaba por una comisura, la mirada perdida, brazos inertes, expresión estuporada.

            ¡Padres desnaturalizados!

            Algunas cosas no merecían perdón.

            Miró a los lados. Nadie miraba. Sacó un par de miles, los escondió entre las ropas del chaval. Se fue.

            ¡Hombre! Su realquilado. Que idea le daba. Lo llamó.

            Juan sintió que el alma le caía a los pies.

            ¿Un chiquillo que necesitaba ayuda?

            Sí, un pobre niño abandonado, sus padres no querían saber nada de él, golpeado por la vida y por un mocoso ¡que si lo llega a coger ella!

            Lo llevaría a su casa, lo cuidaría, su Benito no lo habría abandonado.

            – Pero no puede andar, ¿me ayudará, verdad?

            – La ayudaré -suspiró Juan.

            Fue detrás de la casera.

            – Allí está; criatura -volvía a llorar.

            Estaban encima.

            Juan frunció el ceño.

            – Mac -no pudo evitar pronunciar.

            El rostro de la criatura se transformó.

            – ¡Mierda! -oyó doña Plácida que murmuraba.

            Juan saltó sobre él para que no escapara, pero Mac ya no estaba.

            Lo persiguió y posiblemente le habría dado alcance si otro chicuelo no le pone la zancadilla. Se dio de morros contra el suelo. Alzó la cabeza. Su hermano y el otro tunante habían desaparecido.

            Doña Plácida lanzaba todas las maldiciones del infierno contra los dos críos. Lo había visto todo, había reconocido al de la zancadilla. Un truco, un montaje, puro teatro el de aquellos dos.

            ¡Por la memoria de su Benito que se acordarían si los volvía a ver!

***

            – El señor alcalde desea verle -dijo un policía.

            – Ah, bien -Saturio se arregló el nudo de la corbata. Se alisó o limpió, Antonio no pudo averiguarlo, la camisa con las manos-. Hay que estar presentable con el consistorio -rezongó a su subordinado.

            – ¿Qué piensa hacer?

            – Simplemente le pediré educadamente que deje tranquilo al muchacho. Está muy feo que un hombre de su categoría quiera vengarse de un niño.

            Entró D. Urbano con toda dignidad. Vio a Antonio.

            – Quisiera hablar a solas.

            – Y a solas estamos los tres. No hay nadie más.

            – Usted y yo.

            – Ah, vaya. Bien salga, Antonio, y me conecte el magnetófono -sonrió al alcalde-. Es que soy tan desmemoriado que nunca me acuerdo de cómo se hace. Estos aparatos modernos…

            – Eso es ilegal.

            – ¿Qué tiene que ver la memoria con la Ley? -farfulló.

            – Me refiero a que grabe la conversación.

            – No joda. ¿Entonces por qué me dijo el atontado de mi cuñado si quieres llegar bien alto grábalo todo? Está en el Cuerpo Superior de Policía, ¿sabe usted?

            – Lo sé.

            – Ah, lo sabe, ¿quién se lo ha dicho?

            – Usted.

            – ¿Cuándo?

            – Esta mañana.

            – Qué cabeza.

            D. Urbano empezaba a enrojecer.

            – Quiero las fotos.

            – Huy que tonoo. ¿Está enfadado?

            – He hecho averiguaciones sobre usted.

            – Ya somos dos.

            – Puedo hundirle.

            – ¿Qué le ha hecho ese chico?

            ¿Es que aquel maldito policía estaba sordo?

            – Quiero las fotos.

            – Las quemó Guillermo.

            – Usted dijo que no.

            – Le mentí.

            – O miente ahora.

            – ¿Me llama embustero?

            – ¿Acaso no lo es?

            – Pero que se lo digan a uno, así, en su cara…

            – ¡Las fotos!

            – ¿Dónde estuvo anoche? -preguntó con una seguridad misteriosa.

            D. Urbano titubeó.

            – En casa -no pudo evitar un leve deje nervioso.

            – Ah, pillín, pillín…

            ¿Qué sabía aquel policía?

            – … ¿y antes?

            – En la alcaldía.

            – Bueno, pues entre medio.

            – No hubo entre medio. Fui directamente a casa.

            – ¿Por qué me llamó tan de madrugada?

            – Ya se lo dije.

            – No, no, no, eso fue el para qué. Yo preguntó el por qué. ¿Qué le ha hecho ese crío?

            – Me robó.

            – Pero hace dos semanas. ¿Por qué ha esperado tanto?

            – Ya la puse antes.

            – Y la retiró. ¿Por qué la ha vuelto a poner? ¿Por qué la retiró?

            Los latidos de D. Urbano aumentaban. Aquello no iba bien.

            – Le repito que he hecho averiguaciones sobre usted.

            A medida que preguntaba Saturio se había ido acercando al alcalde teatralmente. Ahora la ceniza del caliqueño apagado casi contactaba con su nariz.

            – ¿Va a contestar o no?

            – No tengo por qué. Está usted interrogándome y no sabe usted con quién se la juega. ¿No me ha oído que tengo cosas suyas?

            Saturio se encogió de hombros tristemente. Llamó por el interfono a Antonio.

            – Detenga a D. Urbano -se limitó a decir cuando el policía entró-. Señor alcalde se le acusa del asesinato del menor Macario Tello…

            – ¿Qué-qué-q…? -tartamudeó el alcalde-. Yo no he matado a nadie.

            – Eso ya lo veremos. Fíchelo y enciérrelo.

            – ¡Quiero h…!

            – ¿Va a negar? -cortó amenazadoramente en un tono alto y grave-, que mató esta noche a ese crío, que lo hizo premeditadamente y que después -estaba encima del alcalde como si se lo fuera a comer. Antonio frunció el ceño. El inspector estaba sobreactuando; tenía suerte que D. Urbano estuviera tan aturdido que no se percataba de nada-, después me llamó con toda aquella película de las fotos con alevosas intenciones de despistar y entorpecer la investigación del crimen.

            – ¡Naturalmente que lo niego!

            – Enciérrelo. Y espero por su bien que diga la verdad, porque habrá juicio con los cargos de homicidio y corrupción de menores.

            D. Urbano estaba sudando. No dudaba que podría demostrar su inocencia de asesinato, pero la corrupción era otra cosa.

            – Espere, espere -pidió-, yo no lo  he matado. Es cierto que lo vi ayer, pero no lo he matado.

            Saturio lo miró suspicaz semicerrando los ojos. El caliqueño formando ángulo agudo en sus labios, apuntaba al techo.

            – ¿Piensa confesar por propia iniciativa?

            – Sí -le fallaba la voz.

            Saturio apuntó a Antonio con la barbilla.

            – Hágalo constar. El señor alcalde va a confesar sin ningún tipo de coacción.

            Antonio entendió muy bien lo que el comisario en funciones deseaba que escribiera en aquella confesión. No hubo en ella ningún tipo de referencia al hipotético crimen y sí todo lo relativo a su encuentro con Mac en el local gay (excepto lo que comprometía al muchacho) y lo referente a la pederastia de D. Urbano, porque tirando del hilo Saturio le arrancó otras relaciones con menores. Cuando Antonio le extendió la declaración para que la firmara el alcalde estaba tan nervioso que ni la leyó. No hubo forma de que se percatara que estaba amañada.

            El inspector se recostó en la silla hojeándola. Sonrió satisfecho; aquel joven policía aprendía deprisa.

            El alcalde estaba encogido mirando el suelo.

            – Bien -comentó Saturio con un leve tono siniestro-. Comprobaremos su declaración y espero por su bien que no nos haya mentido. Vaya a su casa, estaremos en contacto.

            Sonrió chungón tan pronto salió.

            – Guarde este papel -dijo a su subordinado-, y que no se pierda, porque ahora sí lo tenemos cogido por las pelotas.

            – Si se entera que le ha engañado podría buscar represalias. Recuerde que le ha advertido que ha investigado sobre usted.

            – ¿Con este papel? -jugueteaba con la lengua moviendo el caliqueño como si fuera un chupete-. Que lo intente. Yo sólo soy un policía, el batacazo sería pequeño. El suyo sería más gordo.

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