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31
diciembre
Del Regallo al Ebro (31)

CAPÍTULO 23

            Desde luego era una pensión barata, pensó Juan apagando el cigarrillo. Empezaba a sentirse mareado. Nunca había fumado y ni siquiera sabía por qué había comenzado. ¿Nerviosismo? Ahora lo estaba más que antes. Había consumido casi tres seguidos y sentía una sudoración y un malestar que le revolvía el cuerpo.

            Fue al servicio. Cuando regresó después de vomitar se encontraba mejor. Al pasar delante de la casera ésta le olió el aliento con su nariz ganchuda y una mueca. No olía a alcohol, sólo a tabaco.

            – Le recuerdo que está prohibido beber -advirtió.

            – Lo sé, señora -respondió amablemente haciendo un esfuerzo para no apartar la cabeza huyendo del hedor a ajo de la mujeruca de ojos amarillos, tez cobriza, pómulos hundidos y dientes de caballo, sobresalientes, negros, que le impedían cerrar la boca halitósica. Cabello ralo y toda ella un puro hueso recubierto de ropas vetustas, aunque incomprensiblemente limpias, igual que el resto de la casa y dormitorios. Doña Plácida se llamaba la fulana y Robusta la pensión, aunque Juan ignoraba el motivo, sita en la calle Predicadores según se bajaba a la izquierda.

            Ya podía ser barata: cuatro paredes y la cama, una de hierro, enorme, que le recordaba aquellas de principios de siglo en las que dormían al mismo tiempo el hermano, otro hermano, el primo, un sobrino tercero y el abuelo. Juan tenía la seguridad de que cuando se acostara sería engullido por las procelosas profundidades de aquel colchón de pedazos de espuma que era tan grande o más que el lecho. Para comer debía ir a un bar y lo mismo con el desayuno, sentenció doña Plácida dando la espalda a un amarillento retrato de su difunto esposo fallecido quince años antes. En el marco un crespón negro ocultaba parte del rostro que debió ser rollizo, ojos pequeños y sonrisa infantil bajo una simpática calva. El dinero por adelantado, sólo entonces le daría la llave, era una regla que había establecido su Benito, que en gloria esté, y extendió una mano larga y huesuda. Juan puso el dinero en ella. A las diez se cerraba la puerta. Si no estaba a esa hora dormiría en la calle. Prohibido subir chicas y otras visitas, prohibido armar bulla, beber y otros vicios. Fumar sí, porque le recordaba a su Benito, que en gloria esté. Le gustaba tanto fumar…

            Juan cambió el peso de una pierna a otra.

            Debería haber conocido a su Benito. Que hombre. Había nacido en el año uno.

             Juan vio el gesto de pésame, que le dedicaba un estudiante universitario, desde la otra punta del pasillo. Llevaba en la mano un periódico en el que buscaba como loco otro alojamiento para mudarse.

            – Después de la guerra nos casamos…

            – ¿Tuvieron familia? -interesóse por educación.

            – Cuatro chicas -el rostro se transformó por el orgullo-. Mi Benito decía que tenían mi misma cara.

            Pobres, pensó Juan repartiendo el peso entre las dos piernas.

            Lo salvó hora y media después una vecina que llamó a la puerta preguntando si tenía un par de huevos. ¿Huevos? ¿Se creía que su casa era el mercado? Juan se escondió en su habitación cerrando la puerta. Ahora lo había vuelto a capturar al salir del servicio, pero doña Plácida no dijo nada. Sonrió beatíficamente al percibir el tufo a tabaco. Su Benito fumaba caldo, se limitó a murmurar enrojeciéndose los ictéricos ojos por la emoción.

            Juan salió a la calle con el convencimiento de que necesitaba una copa. Pero si entró en un bar fue para telefonear limitándose a tomar una cerveza de puro compromiso.

            Pensó en Mac, se preguntó qué estaría haciendo. ¿Durmiendo en un banco? Desde luego no se habría refugiado en ninguna pensión Robusta.

            Mientras decía el teléfono de casa a la operadora se dio cuenta que estaba totalmente arrepentido de haber dejado marchar a su hermano. Antonio, ¿Antonio se llamaba el policía? Sí. Había tenido razón. Había sido un imbécil dejándole ir.

            – ¿Mamá? ¡Ah, hola Quique! ¿Está mamá?

            – ¡¡MAMA!! -aulló el pequeño. Juan apartó el auricular de su oreja con un visaje. Durante un segundo creyó oír un pitido en el oído derecho. Respondió a las preguntas de Quique y sonrió feliz al oír a su madre.

            Sí, él estaba bien. No, de Mac no sabía nada aún. ¿Cómo? ¿Que don Ángel decía que había sido visto en el Pilar? ¿De infantico? Qué tontería. ¿Que le había telefoneado quién? Ah, don Carmelo. ¿También el Cabildo? ¿A casa? Ah, no, a don Ángel. Pero mamá, tenía que ser todo una confusión, ¿cómo iba a colarse Mac…? ¿eh? ¿Que le habían visto a él también? Entonces sí que no. El no había estado en el Pilar. Que no, mamá, que no había estado. ¿En qué cabeza cabía que él hubiera estado allí y también Mac y lo dejara marchar? Pues claro que se habían confundido. ¿Que don Ángel estaba que mordía? ¿Por qué? ¿Que Mac había hecho qué?

            Capeó como pudo el acoso al que le sometía su madre quien terminó diciendo que iba a preparar las maletas.

            – Mamá, no hace falta que estemos toda la familia aquí.

            – Entonces dime la verdad, porque estás mintiendo como un bellaco. Lo que cuenta don Ángel es cierto, ¿a que sí? Y tú has visto a tu hermano y lo has vuelto a perder. Dímelo, dime que lo has visto y vuelto a perder.

            Juan suspiró.

            – Sí.

            Eso era otra cosa. A ella no se la pegaban, que conocía a sus hijos como si los hubiera parido y Juan no sabía mentir. Ahora ya le estaba diciendo toda la verdad con pelos y señales o se plantaba en Zaragoza.

***

            El forense no había dicho nada que no supieran. Antonio estaba hasta la coronilla. Era un callejón sin salida, dos fantasmas que aparecían y desaparecían a voluntad. La mitad de la policía de Zaragoza estaba en alerta y tanto Gabriel como el chico iban y venían como Pedro por su casa. Y no es que no los cogieran, es que ni siquiera los veían. Se enteraban que habían estado en un sitio después que había pasado todo.

            El chaval… El comisario, que Dios confundiera, lo había estropeado todo. Mac ya no confiaba en ellos y no podía culparle.

***

            Efrén contestó al teléfono que le trajo la enfermera, reconoció la voz de Mac. Después de la escena de su madre el día anterior sonrió de puro placer ante aquel sonido. Mac también sonrió. La voz de Efrén sonaba animada hablándole de planes futuros. ¿Sabía que algunos paralíticos conducían coches? No triciclos, no. Auténticos coches. ¿Y que otros jugaban al baloncesto y hacían deporte? El médico se lo había dicho. Mac se alegraba por él.

            Efrén calló un instante.

            – Mac… -dijo-. He estado pensando mucho. Aquí no haces otra cosa.

            – ¿Qué has pensado?

            – En lo nuestro, ya sabes, lo del juicio y todo eso. Tenías razón en todo.

            – No, Efrén. No tenía razón en nada. Ahora ya no tiene remedio, pero te juro que si volviera a ocurrir no hablaría.

            – Estás bromeando, ¿no?

            – No, tío. Lo digo muy en serio. Nunca he hablado tan en serio. Debería haber hecho lo que tú decías, pero fui tan imbécil como para creer que la vida de otro hombre vale más que la mía. Pues por mí ya pueden matar a otro delante mío y acusar a un inocente que no hablaré. ¡Que se joda y espabile!

            El silencio fue lo que siguió a sus palabras.

            – Efrén, ¿estás ahí?

            – Yo sí -la voz de su amigo temblaba-. Pero tú no.

            – ¿Qué quieres decir? -preguntó extrañado.

            – Que tú no eres Mac -el rostro de Efrén estaba verdoso-. Tendrás su misma cara, hablarás como él y emplearás su voz, pero no eres mi amigo.

            – ¿Qué estupideces estás diciendo?

            – Mi amigo nunca habría hablado así.

            – No vengas jodiendo. ¿Qué te ocurre ahora?

            – Adiós, Mac -murmuró colgando. Tenía lágrimas en los ojos.

            Mac se quedó mirando el auricular, como un deficiente, al oír el chasquido. De imprevisto lo soltó y golpeó con el codo el cristal de la cabina con todas sus fuerzas. Saltó hecho añicos. Cuando salió de ella, con unos pequeños cortes en la piel del brazo, vio que Germán había retrocedido dos pasos y le miraba casi con miedo.

***

            Gabriel entró en un bar poco antes de la medianoche. El ambiente estaba enrarecido y unas luces mortecinas oscurecían más que alumbraban el local, creando zonas opacas en rincones escondidos en los cuales se refugiaban las parejas. Se detuvo un instante para acostumbrar a sus ojos, porque incluso a aquella hora había más luz en la calle que en el bar. A la izquierda una barra se extendía de punta a punta formando un ángulo al fondo. Sus ojos descubrieron una mesa libre enfrente de aquella esquina. Se sentó pesadamente y pidió una consumición.

            Deslizó la vista. Le gustó el sitio. Desde aquel ángulo dominaba todo el local y eso era bueno porque empezaba a sentirse acorralado. Desde que vio su foto en los periódicos y a la patrona telefonear a la policía supo que todo había acabado. La quitó de en medio y también a aquel chico que entró en la casa. Se vio forzado a huir aunque todo lo dio por bien empleado cuando se tropezó con Mac. Pero el maldito era escurridizo.

            – ¿Me invitas?

            Gabriel levantó la vista. Una mujer de mediana edad, de cabello rubio teñido, mejillas empolvadas y labios de rojo coral.

            El hombre sonrió señalando la silla libre.

            Dos horas después yacía en su lecho con el cuello roto mientras Gabriel hurgaba en el frigorífico. Estaba lleno. Podría resistir en aquel piso unos cuantos días, lo suficiente para que se calmaran los ánimos.

            Su vista paseó por la cocina. Debería evitar la propagación del olor cuando comenzara a descomponerse. Del frigorífico podría prescindir de algunas cosas y hacer sitio, pensó mientras cogía el cuchillo de trinchar.

            Las noticias nocturnas de la radio hablaban de él.

            Recordó cuando su coche voló por los aires. Volvió a estremecerse. El crío quería asesinarle.

            Se juró que su venganza sería inolvidable.

***

            Mónica plegaba la ropa de Mac sin poder evitar pensar en él. En ocasiones lanzaba de soslayo iracundas miradas a su marido preguntándose si la policía servía para algo. Pobre chaval, solo por la calle, sin un lugar a donde ir, perseguido por todos y encima se ponía a llover.

            – ¿No piensas ir a buscarle?

            Antonio levantó la vista del diario. Llevaba media hora mirando la misma página esperando el chaparrón. Ya estaba aquí.

            – ¿A dónde?

            – Tú sabrás, eres el policía.

            – El chico sabe cuidarse.

            – Afortunadamente, porque vosotros… Más os valdría dedicaros a las chapuzas, os salen de cine.

            – No empecemos, Mónica. Se hace lo que se puede.

            – ¿Vas a buscarle o no? -insistió sin escucharle.

            – ¡Cagüen el… ¿dónde? -se desesperó levantándose del sofá.

            – No grites, la niña duerme.

            – ¿Dónde miro? -susurró irritado- ¿Calle por calle?

            – Pues mira, no sería mala idea.

            – A veces pareces tonta.

            – Anda, el espabilado.

            – Y tremendamente injusta.

            – Ya estamos otra vez. Vosotros habéis sido unos benditos con ese chico, ¿no?

            – El comisario le hizo una putada, de acuerdo, pero no fue culpa mía. Y estoy haciendo todo lo que puedo por Mac, incluso podría ir a prisión por él al acusar a un inocente del asunto de los coches.

            – Lo que faltaba, el asesino inocente.

            – En esto sí. Me he convertido en un encubridor de Mac. El comisario actual está de acuerdo, pero si se tuerce la cosa no querrá saber nada y yo pagaré el pato. Así que lo menos que puedes hacer es no echarme en cara que no hago nada por él -había enrojecido- He hecho más de lo que quizá haga por nuestra propia hija. ¿Qué más quieres?

            Había elevado la voz y se interrumpió al oír llorar a la niña. Se calló mientras Mónica la cogía en brazos y la tranquilizaba. La pequeña lloraba asustada.

            Antonio se sentó nuevamente consciente de la mirada de su esposa. ¿Por dónde saldría hora? Pero Mónica no dijo nada, parecía ver a su marido por primera vez. La barba que le había crecido durante el día le daba un aspecto descuidado; las ojeras, cansancio, el pantalón y la camisa arrugados. Habíase quitado la corbata y desabrochado los primeros botones dejando al descubierto una pequeña medalla que Mónica le había regalado en su último cumpleaños.

            – Perdona mis palabras -dijo Mónica meciendo a Marta que guardaba ya silencio-. Es que me  parece tan injusto y cruel todo lo que le está sucediendo a ese chico que…

            – Ya -suspiró Antonio comprensivo- ¿Sabes? Empiezo a creer que ese chaval es algo fuera de lo corriente, algo especial. Nunca creí que nos iba a marcar de la forma como nos está marcando. Al principio creí que sólo era un caso más, pero se ha torcido todo de una manera que no sé cómo acabará; indudablemente mal para él. Lo de los coches…

            – Vamos, Toni, ¿en serio crees que lo ha hecho él y además al caso?

            – Un testigo le ha visto y aunque esto no existiera sabría que lo ha hecho él, aunque lo niegue a mis compañeros. No creo que quisiera desencadenar una reacción en cadena, pero sí destruir el coche del asesino. Lo hizo fríamente, con premeditación y eso es signo de que empiezan a aflorar en él instintos criminales.

            – Está harto de que le persiga ese hombre. Simplemente se defiende. ¿No has oído hablar de defensa propia?

            – No seas sarcástica.

            – No lo soy. ¿Tú qué harías si estuvieras acorralado?

            – Yo soy un hombre y él…

            – ¿Él, qué? ¿Un niño? ¿En serio crees que puede seguir siendo un niño con todo lo que le está pasando? ¿Qué quieres que haga? Se le han cerrado todas las puertas. El comisario ese vuestro se las cerró. No confía en vosotros, porque cree que aún le perseguís por orden de García. Únicamente confía en él.

            – Sé todo eso Mónica, pero explícaselo a los heridos y sus familiares. Vamos a culpar a Gabriel de todo esto. De cara a la Ley Mac será inocente, pero realmente es culpable desde el momento que quiso e incendió el auto del asesino sin que éste previamente le atacara. No existe defensa propia.

            – ¡Sin que previamente…! ¿Y qué había estado haciendo hasta entonces?

            – Digo en aquel momento. En aquel preciso instante Gabriel no le estaba atacando, fue él quien quiso cargárselo.

            – No estaba dentro del coche. Mac no quiso matarlo, sólo asustarlo o darle un aviso.

            – Podría ser, sí, admitámoslo. Pero ha dado el primer paso. La próxima vez querrá matarlo. Y si lo consigue tendremos un asesino de doce años.

            – ¡No, si aún será peor el chico que el otro!

            – Se está convirtiendo en un chico agresivo -continuó sin hacer caso del comentario-. No es culpa suya, de acuerdo, pero el hecho es ese. Aunque la culpa sea de Gabriel, del comisario, de toda la persecución a la que le hemos sometido, la realidad es ésta. Se vuelve agresivo, está empezando a adquirir mentalidad de delincuente y si se convierte en uno habrá que detenerle. Nos guste o no, es así. Si se vuelve antisocial, si ataca a la sociedad, la sociedad tendrá que defenderse de él.

            Antonio se miró un instante las uñas de los pulgares que luchaban entre sí.

            – Esto va a acabar mal -repitió-. Se nos ha ido de las manos.

CAPÍTULO 24

            ¿Así que aquello era la droga?

            La lluvia caía fina y persistente calándose la humedad hasta los huesos.

            Mac arrugó el entrecejo y no pudo reprimir una mueca de asco al pensar que debería meterse aquel polvo marrón (no sabía por qué había esperado que la heroína fuera blanca)…

            – Está cortada -arguyó Germán.

… por la vena.

            El Negro se cagó en el camello.

            – Miserable -gruñó.

            Mac permaneció en silencio, se le habían ido las ganas de chutarse. ¿Qué iba a conseguir con ello? Había uno… ¿Cómo lo había llamado Germán? ¿Yonqui? Nunca había oído aquella palabra e ignoraba su significado, pero el tono de su nuevo amigo fue despectivo. Estaba con el tipo aquel cuando ellos llegaron, suplicándole porque no llevaba bastante dinero, puro huesos, con estremecimientos y voz quejumbrosa.

            – Joder, tío, hostia, como eres…

            Se movía sin cesar en una especie de torpe baile sobre sus pies.

            Tendría veinte o veintipico años, Mac no pudo precisarlo, sin afeitar, cabello largo, en ocasiones el flaco rostro se crispaba y los ojos brillaban en incipientes lágrimas. Imploraba. Mac sintió lástima.

            – Tío, va…

            Prometía pagarle. Mañana conseguiría dinero, había pedido un adelanto en un curro que había encontrado, pero se lo darían mañana, mañana sin falta…

            La ropa descuidada, dos tallas mayores que él, aunque Mac dedujo que quizá fuera debido a la pérdida de peso. Vaqueros sebosos, negros en algunos puntos, bambas mugrientas…

            Y el camello, no mucho mejor en apariencia, se negaba. Daba a entender que conocía el paño, que los trucos del otro ya los conocía él por haberlos empleado. Mac comprendió que era otro yonqui (sí, eso debía significar la palabreja), y que consumía parte de la mercancía que vendía, que el resto la adulteraba, aún más de lo que estaba, para poder reunir el dinero suficiente con que pagar aquella materia prima a su proveedor, el cual también la debía adulterar para obtener su ganancia, manteniéndose así la droga a un precio relativamente bajo. Era totalmente lógico, se dijo. Un kilo de heroína pura a un precio equis, si se vendía igualmente pura había que encarecerla para que el comerciante obtuviera beneficio (veía el tráfico de drogas como un negocio de compra-venta cualquiera), pero si se cortaba y de ese kilo surgían dos, abaratando su precio se obtenía el mismo beneficio. Así que era comprensible que cada uno que la comprara al revenderla la adulteraba a su vez. El yonqui que se la metía en la vena se introducía más porcentaje de porquería que de heroína. Todos sacaban beneficio menos los toxicómanos; sólo que aquel camello que tenía delante no obtenía ganancia económica porque la gastaba toda en su propio consumo.

            El comprador se encolerizó, prometió cometer una locura algún día. Hasta Mac se dio cuenta que la amenaza no tenía consistencia alguna. Al final se fue, cruzó gimiendo delante de los muchachos y pareció querer decirles algo, pero agachó la cabeza y terminó por sumirse en las sombras bajo la lluvia.

            – Qué puedo hacer, Dios mío, qué puedo hacer.

            Mac lo siguió con la mirada sintiendo un nudo en el vientre, un nudo que evolucionó hacia ardor. De pronto hubo un fuego en su estómago. Fue lo único de lo que se percató, porque anímicamente no habría sabido describir lo que le pasaba. No sentía nada, no pensaba nada. Los ojos fijos en aquel callejón oscuro por el que había desaparecido aquel joven.

            Un golpe en el hombro le volvió a la realidad. Germán. Había cerrado el trato, pero no era gratis, la cosa estaba chunga aseguró el camello.

            Sostuvieron la mirada. Los ojos del hombre en los de aquel chico que mostraba una extraña tranquilidad. También Germán estaba sorprendido. Tan rara era que empezó a dudar si realmente aquella agitación primera había sido debida a la abstinencia.

            – Quiero verla.

            No supo por qué lo dijo, excepto que sentía curiosidad y ninguna intención de comprar.

            – ¿Verla? -el camello sonrió divertido-, ¿pero tú quién te crees que eres?

            Los labios de Mac se movieron en un rictus de desdén antes de hablar.

            – El que se la va a meter y quiero saber lo que me meto.

            Las palabras surgieron como pequeñas cuchilladas.

            Los ojos del camello brillaron amenazantes. Germán se alarmó.

            – Es un currinchi, Chema -concilió. Mac debía tener cuidado, aquel pájaro no era como el que se había marchado.

            – ¡Una mierda! -Mac envió al garete los esfuerzos de Germán-. Si no lo veo no hay trato.

            – Es de buena calidad, chico -el tono fue peligroso.

            Demasiado peligroso.

            Mac evaluó sus posibilidades. Tenía la navaja automática en el bolsillo. Sus ojos escudriñaron al tipo, tan flaco como el anterior y tan hecho polvo si no obtuviera su suministro diario. Un inocente palomo comparado con Gabriel.

            Volvía a sentirse como cuando se encaró con Fernando, pero al mismo tiempo se sentía más frío. Deseaba enfrentarse a aquel tío, humillarlo como había hecho él con el otro yonqui.

            – De buena calidad, ¿eh? -no supo por qué sus labios exhibieron una sonrisa, pero así fue-. Tan buena como tu culo; pues te la metes por él y te la chupas.

            Germán palideció. Mac no tenía idea de con quien se metía.

            Chema estaba aturdido por la temeridad de aquel crío. Empezó a oler a trampa. Alguien había enviado a aquel chiquillo para que le provocara, alguien que estaba en la sombra, escondido, protegiéndole, esperando a que él hiciera un falso movimiento. Sí, eso era, sino no tenía explicación. ¿Quién sería el que estaba detrás de todo aquello? ¿El Buda? No le gustaba que actuara por su cuenta por aquel territorio y exigía una comisión. ¿O sería el Arenal? Le había amenazado si se pasaba de listo. ¿Quién era? Estuvo a punto de preguntárselo al chico, pero se mordió la lengua, quizá no fuera conveniente. No caería en la trampa. No le seguiría el juego de las provocaciones. Optó por mostrar la heroína ante la incredulidad y estupefacción de Germán, que había esperado como mínimo un hostión para cada uno.

            Mac arrugó el entrecejo. Allí estaba.

            – Está cortada -arguyó Germán y gruñó envalentonado ante el acobardamiento del camello-. Me cagon tu padre. Miserable.

            – Todos la venden cortada, joder, tú lo sabes.

            Movía los ojos sin cesar intentando descubrir dónde estaba el tercero, pero el maldito sabía esconderse bien.

            – Vámonos -dijo al fin Mac, que permanecía silencioso.

            – ¡Eh, tío! -protestó Chema- ¿No la quieres después de tanta comedia?

            – ¿Meterme eso? -los ojos de Mac brillaron en la oscuridad- ¿Ser al poco tiempo como ese yonqui de antes y suplicarte y lloriquearte? No, tío, no la quiero.

            No estaba enganchado. Mac había dicho la verdad al decir que no se drogaba, Germán se convenció de ello mientras no podía evitar sentir admiración por él. Era temerario o loco, pero había llevado la situación de puta madre acojonando a Chema, a Chema a quien había visto en más de una ocasión dar soberanas palizas a los que le chuleaban.

            El camello rechinó los dientes, si no fuera porque les estaban protegiendo… ¿Cuántos serían los que estaban a la sombra?

            – Estás loco, tío -murmuró el Negro al cabo de un rato. Seguía pálido-. Hubo un momento en que creí que te iba a rajar.

            Mac encogió los hombros.

            – ¿Sí? Bueno, tampoco se habría perdido tanto -musitó casi para sí enigmáticamente. Germán cruzó los ojos sin comprender.

            – Hostia, tío, ¿es que quieres que te maten?

            – Sólo quiero descansar de una puta vez.

            – Eh.

            Giraron la vista hacia quien había hablado. Mac lo reconoció. Era el toxicómano de antes.

            – ¿Qué quieres, Nacho? -preguntó Germán.

            – He visto que ibais a comprar. Si pudierais prestarme algo…

            – Tampoco nos ha fiado a nosotros -interrumpió Mac.

            Nacho torció el gesto.

            – Cabrón -murmuró-. Chema es un capullo cabrón. Algún día…

            No terminó la frase, se alejó tan silencioso como había venido.

            Germán se apartó con la mano el cabello que tenía pegado en la frente por culpa de la lluvia.

            – ¿De dónde eres? -preguntó al reemprender el camino-. Nunca te había visto.

            – No soy de aquí.

            Germán asintió con la cabeza esperando una historia que no llegó.

            – Eres poco comunicativo, ¿no?

            – ¿Qué quieres, que te cuente mi vida?

            El tono fue brusco. Luego se arrepintió. Germán era el único amigo que había hallado en aquellos últimos días, él y el policía, pero a éste no podía recurrir, aunque quisiera ayudarle. Después de todo lo ocurrido a Antonio no le quedaba más remedio que encerrarle y Mac no quería volver a la cárcel. Sólo quedaba Germán. Dejar a éste de lado significaba sobrellevar nuevamente todo el peso él solo y no se sentía capaz.

            – Perdona, no quiero molestarte -aseguró-. Es que estoy tan harto de todo que a veces pierdo los nervios.

            – Tranqui, tío, me hago cargo -luego prosiguió más confiado-. Nunca has estado en la calle, ¿no? Quiero decir, bueno, que no te comportas como si hubieras crecido en ella.

            – Tampoco tú eres como aquellos con los que ibas -la respuesta no pareció gustarle al Negro y Mac sonrió amigablemente-. No, no me he criado en las calles, he sido callejero, que no es lo mismo. En mi pueblo.

            – Aquellos dos -aclaró Germán- no son amigos míos. Iba con ellos porque coincidimos y los conozco, pero no son amigos. En realidad tengo pocos; el tic este, ¿sabes? Muchos se burlan.

            Volvieron a guardar silencio mientras caminaban sin rumbo. La lluvia era ahora más fina golpeando sus rostros como gotas de rocío, mientras el olor a yeso húmedo alcanzaba sus narices en aquellas callejuelas estrechas.

            Los ojos de Germán se cerraron dos o tres veces espasmódicamente. Empezaba a tener verdadera curiosidad por aquel chico.

            – ¿Cómo es que estás aquí? ¿Te has escapado de casa?

            – Sí.

            – Pues no pareces de esos. Vamos, que no me das la sensación de ser el típico chico que se pira.

            Mac hizo un mohín de disgusto.

            – Es largo de contar.

            Unas dos semanas y sin embargo estaba todo tan lejano en el tiempo que Mac no conseguía recordar cómo era él antes. Trece años, le faltaban tres semanas para cumplirlos y parecía que habían transcurrido veinte desde que Gabriel intentó atropellarle en la Calzada.

            – Tuvo que ser muy grave, ¿no? -Germán no se rendía-, porque estás todo el rato a la defensiva. Además no haces más que mover los ojos escudriñando todos los rincones, como si esperases que te atacaran por alguno de ellos.

            Mac sonrió sin ganas guardando silencio y Germán no insistió demostrando ser menos terco que su compañero. Creía que empezaba a conocerle. Estaba en tensión, pero se la guardaba internamente dominándola, el Negro estaba seguro. En realidad estaba convencido de que Mac estaba inquieto y temeroso, que su misma agresividad era en realidad una defensa a aquel miedo. No obstante, el dominio que tenía Mac le pasmaba. No había conocido a nadie así. Era como una olla a presión que aguantaba y aguantaba hasta explotar. Entonces Mac se ponía violento. Empezó a tenerle verdadera simpatía y no compasión como antes.

            La familia de Germán no era ningún jardín de rosas. Su padre había sido alcohólico antes de morir de cáncer, la madre había caído en lo mismo y sus dos hermanos mayores eran drogadictos. El no consumía, excepto algún que otro porro, y no quería tomar heroína, a pesar de que estaba convencido de que terminaría haciéndolo, aunque sus hermanos le habían prometido una paliza si lo hacía. Ellos habían sido unos imbéciles y ya no tenían remedio, le decían, pero él no. Era difícil no caer creciendo en las calles, no conociendo otro tipo de gentes, sin asistir al colegio, como si éste evitara algo, y sin expectativas de futuro.

            Uno de sus hermanos estaba en la cárcel por culpa del caballo y él mismo había tenido algún roce con los grises, cosas sin importancia, pero eran una señal de constante riesgo. La vida era así, unos estaban arriba y otros debajo y los últimos tenían vedado poder ascender y cada día habría más drogadictos, estaba convencido. La toxicomanía se extendería como una plaga imparable. Dentro de unos años el problema de la droga sería grave, pondría la mano en el fuego, estaba ocurriendo ya, sólo había que ver cómo se había extendido en los últimos años en Zaragoza. ¿Cuánto sería en Madrid o Barcelona? Sí, dentro de diez o quince años, quizá antes estaría por todas partes, incluso en el pueblo de Mac, seguro; nada escaparía a ella. Todo sería peor, porque tampoco se hallaba trabajo ahora tan fácilmente como antes, seguro que después aún sería más difícil. ¿Qué futuro podía esperar? ¿O qué vida? El sólo conocía aquella, su mundo se reducía a aquellos callejones angostos, de edificios sucios, cuyas paredes tenían los ladrillos macizos y estrechos, testigos de los sitios a los que sometieron a la ciudad los ejércitos napoleónicos, dañados por las bombas e incomprensiblemente en pie a pesar de las grietas; malolientes y hacinados cuyos habitantes se negaban a abandonar no obstante la amenaza de ruina, aunque tampoco ninguna entidad hacía nada por desalojarlos ni creaba viviendas nuevas para los posibles desahuciados. Ningún ministerio, si existía, ninguno del concejo, si es que había, se preocupaba de que las casas se derrumbaran o no aplastando a sus ocupantes.

            El mundo de Mac era diferente, sería pobre quizá, pero no había miseria, y nadie, en su sano juicio, a menos que fuera imbécil, y Mac no lo era, pensó, dejaría aquel para caer en este. Algo tenía que haber ocurrido.

            – ¿Mac?

            – ¿Mm?

            – ¿Tienes algún sitio dónde acudir? Es muy tarde.

            Mac negó con la cabeza.

            Germán estuvo a punto de invitarle a casa, pero rechazó la idea. Significaba dar explicaciones a su madre y enfrentarse con su hermano.

            – Conozco un cobertizo. A veces lo utilizo para pasar la noche. ¿Quieres venir?

            Mac asintió silenciosamente. Volvía a sentir que se derrumbaba y no quería estar solo. Odiaba la soledad, odiaba tener que pensar, odiaba estar acompañado, tener que departir. Las palabras de Hamlet acudieron nuevamente a su cabeza. Morir, dormir. ¿Por qué no había comprado la heroína? ¿Por qué se arrepintió en el último momento? ¿Para no ser un desecho como aquel Nacho? Súbitamente deseó comprarla, inyectarse una buena dosis, incluso ir en busca de Gabriel y que terminara con él de una puta vez.

            – Háblame -gimió.

            Germán pestañeó.

            – Háblame, dime cualquier cosa.

            No podía soportar el silencio, no resistía seguir pensando. Acabaría matándose, no soportaba más aquella tensión.

            – ¿Por qué no hablas tú? -inquirió suavemente el Negro-. Venga, tío, échalo todo fuera, te sentará bien.

            Escuchó atentamente a medida que Mac se desahogaba. Se habían detenido y sentado en el suelo. Parecía tan irreal aquella historia, pero sin saber el motivo estaba convencido de que no era inventada. Cruzó los hombros de aquel chico con el brazo cuando en un momento de debilidad Mac rompió a llorar. Luego, éste sorbió por la nariz y siguió hablando sin rechazar aquel brazo. Al terminar permanecieron en silencio. Mac con la mirada hipnótica hacia el suelo. Germán sin saber qué decir.

            – ¿Te busco una dosis? -preguntó fraternalmente-. Una no te hará nada y te sentará bien. Te relajará, ya verás. Mi hermano tendrá alguna escondida por casa. Me ganaré una hostia si me descubre, pero no me importa. ¿Voy a por ella?

            Mac cerró los ojos indeciso.

            – Preferiría una puñalada -se lamentó-. Una bien dada, en medio del p…

            – No digas eso, hombre. Eso en la vida.

            – Menuda vida.

            -¿Crees que la mía es mejor?

            – Supongo que no.

            – Pues eso, no lo es, y sin embargo nunca me mataría, es de cobardes, tío.

            Germán se mordió el labio inferior.

            – Mira -prosiguió-, lo que ocurre es que estás muy cansado. Una dosis te relajaría, por una no pasa nada.

            – ¿Seguro? -preguntó pensando en Nacho.

            – Pues claro -aseguró con voz frágil pensando a su vez en sus hermanos.

            – No quisiera ser otro Nacho.

            – No, tío, te digo una, no una detrás de otra. Por una no pasa nada.

            – No sé -dudó. Volvía a estar receloso.

            – Si quieres la tomo yo también, la probamos juntos, ¿eh?

            Mac negó con la cabeza.

            – Sólo quiero dormir, dormir y no despertar en mucho tiempo -musitó. Tenía la boca seca.

            – Vale, olvídalo. No he dicho nada.

            – No es que te lo desprecie -se sinceró-. La verdad es que me gustaría probarla, pero es que tengo miedo de enredarme con ella y sumar un problema más a los que ya tengo.

            – Olvídalo.

            – Es que no me conformaría con una vez.

            – Déjalo, ¿vale? No quieres, pues no quieres, ¿vale? No me des explicaciones, no lo necesitas, tío.

            Había comprensión en sus ojos.

            – Ve a buscarla -pidió Mac al cabo de un rato.

            – No. Si no te crees capaz de tomar una sola dosis y basta, no te la traeré, porque entonces sí que la cagarás, tío.

            – ¿Tú no la cagarías?

            – No, yo controlo, tío. Si digo una es una.

            Existía demasiada confianza en aquellas palabras. Mac dudó que controlara realmente.

            – Bueno, ¿y qué si la cago? -gruñó- ¿A ti que te importa?

            – Debería darte un hostión, tío. Me preocupo por ti, ¿sabes? Quiero ayudarte, pero no que te conviertas en un chutero.

            – ¿Entonces por qué me ofreces?

            – Vete a la mierda. Joder, ¿qué te crees que soy?

            Mac no respondió, porque tenía ganas de meterse ahora con él y hacerle pagar a Germán su propio estado de ánimo y no quería. ¿Qué le ocurría? ¿Por qué se sentía bien mostrando agresividad? De acuerdo, con otros tanto daba, pero no con Germán, no estaba bien, habría sido como atacar a Efrén. Efrén que afirmaba no conocerle.

            Volvía a quemarle el estómago.

            – Mac, escucha… creo que tienes una empanada mental que no te aclaras. No, escúchame, escúchame, vamos al cobertizo y descansas, ¿eh? ¿Te parece? Tal como estás podrías hacer una tontería y lo lamentaría, me caes bien, ¿eh? ¿Qué dices?

            Mac se frotaba el vientre, justo debajo del esternón, con la mano derecha.

            – Quiero probarla -dijo resueltamente.

            – Venga, tío -protestó el Negro arrepentido de haber sacado el tema.

            – Si por una no pasa nada quiero probarla.

            – Bueno, pues quizá me equivoque y sí pase.

            – No vengas con chorradas ahora.

            Germán no respondió maldiciéndose. Sabía ya lo que iba a ocurrir. La heroína le enajenaría de la realidad, la haría superar mágicamente una situación que no había escogido y a la que no encontraba salida. Hallaría tanta paz que repetiría la dosis, porque mientras estuviese colocado los problemas no existirían. Antes de que quisiera percatarse estaría enganchado. Quizá entonces se diera cuenta que había iniciado un camino de autodestrucción lento y penoso. ¿Pero no era eso lo que en cierto modo parecía buscar? ¡Maldita fuese su lengua!

            Sostenían la mirada.

            – Tío, eres imbécil -la voz de Germán fue lánguidamente desesperada.

            Sus tics ahora eran pronunciados y seguidos.

            – Si tú controlas, también yo.

            – No-no-no, tú buscas suicidarte, tío, pues no seré tu cómplice, ¿vale? ¿Te enteras? No lo seré.

            – ¿A ti que te importa? Es mi vida, ¿no?

            – ¡Anda y que te jodan!

            Se alejó a pasos rápidos. Mac lo llamó.

            – ¡Si quieres morir pégate un tiro! -fue su respuesta.

            Mac no contestó.

            Si quieres morir pégate un tiro.

            ¿Por qué la idea no le desagradaba?

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