Sin Comentarios
17
diciembre
Del Regallo al Ebro (29)

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO 19

            Se incorporó bruscamente abriendo los ojos con un grito.

            Una pesadilla.

            Se había dormido y estaba soñando que había encontrado a su hermano solo para verlo morir, delante de sus ojos, a manos de Gabriel.

            Se dejó caer en el banco con un suspiro de alivio. Cerró los ojos, el sueño volvía a albergarle. Encogió las rodillas, las noches eran frías. Volvió a soñar con su hermano.

            Lo despertó un golpe. Abrió los ojos para descubrir que le ponían unas esposas.

            – Oiga, ¿qué hace?

            – Vagabundeo -respondió lacónicamente el guardia.

            – Yo no soy un vagabundo.

            El otro ni se molestó en contestar.

***

            – ¿Nombre?

            Estaban fichándole. No podía ser real. Estaba soñando de nuevo.

            Bofetada.

            – ¡Nombre!

            El carrillo le ardía.

            – Juan Tello.

            – Tello qué más, ¡vamos, cojones!

            Fichado.

            Dijo el segundo apellido.

            El policía lo escribió.

            Fichado.

            Oyó pasos. Un policía de paisano se detuvo junto a él mirándole con curiosidad. Deseó estar bajo tierra.

            Tenían poco parecido, pero no podía ser coincidencia de apellidos.

            – Dame esa ficha -pidió Jiménez. La rompió. Su compañero protestó-. Es un error, ya te lo explicaré más tarde.

            – Más te vale -amenazó.

            – Tú ven conmigo.

            Juan siguió a Jiménez.

            – ¿Buscas a tu hermano, no?

            Asintió.

            Jiménez le miró a los ojos.

            – Escucha, estamos haciendo todo lo posible para encontrarlo. A él y a Gabriel. Comprendo que estéis preocupados en casa, pero es mejor que regreses al pueblo, aquí no consigues nada.

            Habló con una sequedad inhabitual en él.

            – Es muy fácil decirlo -respondió Juan al cabo de un rato-. Escuche -se sinceró-, mi hermano y yo…

            – Ah, Toni -interrumpió Jiménez-, ¿conoces al hermano de Macario?

            Se estrecharon las manos.

            – ¿Saben algo de mi hermano?

            – No sabemos nada -respondió Antonio-, y eso es señal de que se está quieto.

            Juan arrugó la nariz, en un gesto típico de Mac.

            – No le entiendo, ¿qué insinúa?

            – Muchacho -aclaró Jiménez-, tu hermano es más peligroso que una caja de bombas.

            Juan aún lo comprendió menos.

            – Pero, ¿está bien o no?

            Estaba perdiendo la paciencia.

            – Sí, bien sí… -respondió Antonio. Se interrumpió. Saturio le hacía señas.

            Juan siguió al policía con la mirada ceñuda.

            ¡Más peligroso que una…!

            – Hazme caso -prosiguió Jiménez-. Vuelve a casa. Aquí no vas a ser de ninguna ayuda.

            – Usted no lo comprende, mi hermano y yo…

            – Escucha, hijo…

            – Yo no soy su hijo.

            – No te vas de la familia, ¿eh? -sonrió Jiménez-. Perdonadme vuecencia el desliz -se disculpó en un tono que hizo enrojecer a Juan, principalmente cuando el policía le dedicó una reverencia-. Ahora escúchame -esta vez la voz evidenció que no iba a tolerar más impertinencias-. Hay un asesino que busca a tu hermano por venganza y podría ser que decidiera vengarse en ti si te encuentra. No sé si os lleváis bien o no, pero si no es así, es fácil que Macario se esconda todavía más si te ve. Y por último -la voz ahora era puro acero-, no quiero a otro de vuestra familia por Zaragoza, sobre todo si sois tal para cual.

             Juan no se amilanó. Era más parecido a su hermano de lo que quería reconocer, al menos en el genio.

            – ¿Qué quiere decir?

            – Han acribillado a un chico -anunció Antonio aproximándose.

            Los labios de Juan palidecieron.

            – Ha telefoneado una mujer, tengo la dirección.

            – ¿Puedo ir?

            – No.

            Antonio encogió los hombros.

            – ¿Por qué no? -preguntó.

            Jiménez abrió la boca.

            – Toni, esto no es ningún juego.

            – Os he oído discutir, le acusas de ser como Mac. ¿Qué prefieres, tenerlo a la vista o que vaya a su aire como el otro?

            – Que venga -se dirigió a Juan-. Hala, delante mío.

            – Oiga, yo no soy ningún perro.

            – Pero te das cuenta qué lengua, ¿lo ves?

            – Sólo veo que cada día te pareces más a Guillermo -sentenció Antonio dirigiéndose a la salida.

            – Eso es un golpe bajo -replicó Jiménez olvidándose de Juan, que ya no sabía qué pensar-. Me han llamado muchas cosas feas en la vida, pero esa… hay gente que mata por menos.

***

            No era él. Juan recobró la respiración. Era un chico de diecisiete años. Sintió una excesiva salivación dulce poco antes de las náuseas. Nunca había visto a un muerto, ni siquiera a su padre, pero aquello… Estaba boca abajo, los ojos abiertos como algo amorfo, unos de cristal hubieran tenido más vida. El rostro estaba girado, la boca abierta… Juan se dio cuenta que estaba sudando, pero aguantaría, se obligaría a resistir las ganas de vomitar, no flaquearía, no…

            Jiménez leía la documentación. Los curiosos se apiñaban morbosamente y policías uniformados acordonaban la zona. El juez aún no había llegado.

            Juan apretaba los puños dentro de los bolsillos del pantalón para no evidenciar sus esfuerzos. La vista fija en aquel amasijo de carne, obstinada. Era un año más viejo que él, casi de su misma talla. Sólo separó los ojos al oír los pasos de Antonio.

            – Según la mujer -anunció éste, que acababa de interrogarla-, el muchacho salió corriendo de la casa cuando sonaron los disparos.

            – Todos en la espalda.

            – El último en la nuca, según ha dicho. Parece ser que era sobrino de una vecina, la del segundo, que por cierto, o se la han cargado también o no ha salido.

            – Vamos al piso.

            Juan no supo qué era peor, si aquel muchacho muerto en un charco de sangre o la frialdad profesional con que habían hablado los policías.

CAPÍTULO 20

            Mac se introdujo por la primera puerta que vio abierta. ¡Qué mala pata tropezarse con Gabriel al doblar la esquina! Medio millón de habitantes ¡y darse de morros contra él! Gabriel venía corriendo y su cuerpo chocó contra el del muchacho al doblar el callejón. La misma sorpresa les impidió reaccionar, luego el chico salió como una bala antes de que el hombre pudiera agarrarle.

            Una iglesia, se había metido en una iglesia. ¡Hostia, no! El Pilar, se había metido en el Pilar.

            A aquellas horas la basílica estaba casi desierta. Sus ojos buscaron un sitio donde esconderse. El confesionario.

            Gabriel entró. Se detuvo dudando. Tenía que estar allí, de la forma como se había volatilizado no podía estar en otro sitio. Caminó despacio para no llamar la atención.

***

            Un carraspeo.

            Mac cerró los ojos con un gemido.

            Nuevo carraspeo.

            Mac se rascó la nuca con desesperación.

            – Padre, ¿está usted ahí?

            Una mujer.

            Y Gabriel fuera.

            – Sí, hija mía, estaba perdido en mis meditaciones -respondió con voz todo lo ronca que pudo-. Perdóname que no contestara, no me daba cuenta.

            – ¿Le pasa algo en la voz?

            – Dios, Nuestro Señor, que se ha dignado poner a prueba mi resignación con una afección de las cuerdas vocales.

            – Amén.

            – Amén, hija, amén.

            – No me ha molestado, padre, no se preocupe. Es tan bonito hablar con Nuestro Señor. ¿Lo hace usted a menudo?

            – ¿Hablar? Lo que no callo, hija.

            – Que cosa más preciosa. Si yo pudiera hacer igual.

            – Sí puede hacerlo. Vaya a su casa y verá qué fácil es.

            Una risita tímida antes de decir:

            – Pero primero me confesará usted, ¿verdad, padre?

            ¡Y Gabriel fuera, el muy…!

            – Mujer, unos pecadillos sin importancia…

            – ¿Sin importancia? Son muy gordos, padre, muy gordos.

            – ¿Tan gordos son, hija?

            – Sí, padre, sí -sollozó-, soy una pecadora muy grandeee.

            – ¿No quiere pensárselo mejor? Ya sabe, si tantos y tan gordos son quizá se olvide alguno. Casi mejor que se vaya a casa, los repase y cuando esté segura vuelve.

            – Los tengo muy anotados, padre -aseguró secándose con la esquina del pañuelo. Vaya, se le había vuelto a correr el rímel.

            – ¿Y cuántas hojas ocupan?

            – ¿El qué?

            – Los pecados, ¿no dice que se los apunta?

            – Vamos, padre -risita-, bromea usted, ya sabe que es una forma de hablar.

            Metedura de pata.

            – Es que la vi tan nerviosa… -rectificó.

            – Me ha sentado bien, gracias padre, va usted camino del altar.

            De un puntapié como entre el verdadero, pensó Mac.

            – ¿Empezamos la confesión, padre?

            – Naturalmente. Ave María Purísima.

            – Sin pecado concebida.

            – Cuéntame, hija.

            – Padre, me acuso…

***

            Los ojos de Gabriel recorrían la Capilla de la Pilarica prestando atención a los Infantes. Allí no estaba, se dijo, deslizando los ojos hacia las columnas corintias, una combinación de mármol, jaspe, dorados y bronces. Había dieciséis puertas de nogal, ¿se habría metido por alguna? No. Lo habrían visto e impedido.

            Se alejó de la Santa Capilla, caminando hacia el coro. Estaba cerrado. Tampoco estaba allí, imposible de saltar la verja. Seguro que estaría camuflado en alguna de las capillas.

            Se detuvo.

            Acababa de acordarse que el Pilar tenía dos puertas de entrada, una en cada extremo.

***

            Joder con la confesión. Le estaba poniendo cachondo.

            – ¿Le escandalizo, padre? ¿Quiere que deje los detalles?

            – No, no, siga, siga.

            – El padre Fortunato nunca los quiere escuchar.

            – Hay que conocer todas las artimañas del Maligno. Siga, usted. No entiendo esa postura que usted me dice. ¿Cómo ha dicho que pone la pierna?

            Ardía por una buena paja.

            – ¿Aún no lo coge, padre?

            – Hija, intento hacerme una imagen, pero sólo veo un nudo.

            – Es una posición complicada. Se obtiene un buen orgasmo, pero es muy incómoda.

            – Ya me lo imagino.

            – No la suelo utilizar mucho. Hay otra -sonrió soñadora-. ¡Ay, padre, si le contara!

            – Cuente, cuente, para eso ha venido.

            Lástima no tener papel y lápiz para apuntárselas.

***

            Gabriel miraba los confesionarios.

            No.

            En aquel estaban confesando, no valía la pena mirar.

***

            – ¿También con una mujer?

            – Sí, padre.

            – ¡Dios bendito!

            – Es que soy bisexual.

            Nunca había oído aquella palabra, pero dedujo su significado.

            – Esto no lo querrá oír.

            – ¿Por qué no, hija mía?

            Estaba disfrutando.

            – Es que me gusta más con ellas.

            – ¡Acabáramos!

            – Los hombres son tan brutos.

            – Mujer, todos no lo serán.

            – Los que me han tocado a mí, sí. Llegan, ¡y hala! Las mujeres vamos más lentas, somos más románticas.

            – Pues para ser tan brutos no les dice usted que no.

            – Es que la carne es tan débil.

            – A mí me lo va a decir -replicó. Luchaba contra el deseo de masturbarse por miedo a descubrirse.

            – ¿A usted, padre?

            – También somos humanos hija.

            – Es cierto. Hasta los santos tuvieron tentaciones.

            – Ya ve usted.

            – Pues como le digo, cuando veo a una mujer bella con los senos…

            La mente de Mac se perdió visualizando los senos. Cara de bobo.

***

            Allí no estaba aquel maldito chico. Había huido por la otra puerta mientras perdía el tiempo buscándole.

***

            – Diez padrenuestros, doce avemarías y tres salves a Santa Clotarda.

            – ¿Santa Clotarda?

            – Patrona de la pureza.

            – Nunca la había oído.

            – ¿Me va a discutir?

            – No, padre

            ¿Cómo decía el cura de su pueblo?

            – Ego te absolvo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

            – El padre Fortunato lo dice en latín.

            Otra metedura.

            – ¿Y qué más da, hija? -buscó solución- ¿No ha oído hablar del Vaticano II?

            – Sí, padre, perdone.

            – Es usted muy respondona. Humildad, hija, humildad. Un padrenuestro más, éste a San Modesto, a ver si pierde usted la soberbia.

            La mujer se fue. En toda su vida no había conocido a un sacerdote como aquel, comprensivo y colérico al mismo tiempo. Un reflejo del Hacedor. Misericordioso, ¡pero que cuando se enfadaba…! Que se lo dijeran a los del Diluvio. Seguro que aquel cura era un santo varón.

            ¡Bájate, leches, no es el momento!, murmuró Mac contemplando su entrepierna.

            Como le había puesto, la tía tocina.

            Se mantuvo en el confesionario hasta que el bulto de sus vaqueros remitió. Gabriel ya debería haberse ido, después de tanto rato. No obstante caminó con precaución.

            – ¡Macario!

            El corazón se detuvo.

            – Mosén Carmelo -tartamudeó.

            – Me dijeron que vendría un chico del pueblo para Infantico, pero nunca creí que fueras tú, eras tan rebelde.

            – Yo tampoco puedo creerlo.

            – Los caminos del Señor son inescrutables.

            – No lo sabe usted bien -murmuró.

            – ¿Decías?

            – Que hace mucho que no le veo.

            – Desde el sesenta y siete. Y no creas, estoy bien, pero hecho a faltar Andorra. Han sido veintiún años de párroco. Así que tan pronto supe que un andorranico venía hoy para ingresar como Infante, no he perdido tiempo. Ha sido una sorpresa.

            – Para mí también. Quiero decir -rectificó-, que no le esperaba.

            – Ven, te acompañaré. Aunque ya eres un poco mayor para esto, ¿no?

            – Es por una promesa.

            – Comprendo.

            Siguió al cura. Al pasar delante de la Pilarica se encogió de hombros abriendo las palmas contemplándola con expresión de disculpa.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *