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12
noviembre
Del Regallo al Ebro (24)

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO 10

            – ¿Qué hace ese chico en su casa?

            – Me pareció el mejor sitio para llevarlo.

            – El mejor sitio.

            El retintín de la voz hubiera molestado a cualquier otro excepto a Antonio. Incluso a él le hubiera molestado días atrás. Pero la captura de Mac, incluso el carácter de éste le había modificado su visión de las cosas.

            El comisario echó hacia atrás su voluminoso corpachón, incomodado por la poca impresión que su tono había provocado en el joven policía. El ceño, eternamente fruncido; sus ojos saltones, enloquecidos; la cara roja de perenne ira; casi dos metros de músculos en su juventud y peso informe en la actualidad, conseguían atemorizar a todos los principiantes; su tono burlón, jorobarlos haciéndolos sentir estúpidos y, por ende, hacerlos ir más derechos que un palo. Con Antonio había fracasado en parte. Aquel joven quizá se había acojonado, quizá se hubiera sentido idiota, pero había hecho lo que le había venido en gana.

            Si no fuera porque se dañaría el prestigio del departamento habría permitido que el Comisario Político lo empapelara.

            Contempló a Antonio que se mantenía en silencio. Una estatura mediana en un cuerpo delgado, un rostro de rasgos finos, casi imberbe, dándole un aspecto cuatro o cinco años menor de lo real. Estructura grácil, afeminada, llegó a la conclusión, ¡y aún se atrevía a llamar marica al ilustrísimo señor alcalde D. Urbano Güémez!

            El comisario se echó hacia delante. El asiento crujió peligrosamente.

            – Tráigamelo.

            El tono no hizo gracia a Antonio.

            – Se precipita usted, si me permite decirlo.

            – ¡Me precipito!

            El comisario se puso en pie bruscamente. Antonio estuvo tentado de retroceder un paso prudencialmente, pero se contuvo.

            – ¿De parte de quién está usted, López?

            Era una pregunta que no requería respuesta.

            – Dígame, ¿qué le dijo al señor alcalde? ¿No sabe que le retiré del caso? ¿Por qué ha seguido buscando a ese pequeño bastardo? ¿Por qué lo tiene en su casa? ¿Por qué lo protege? ¿Por qué es usted tan inútil?

            Antonio tenía los labios secos.

            El corazón le palpitaba.

            – Si quiere seguir perteneciendo –continuó el García- al cuerpo general de policía, tráigame a ese chico y no vuelva a tener iniciativas propias. ¡¿Me entiende bien?!

            – Sí, señor comisario -se giró hacia la puerta.

            – ¿A dónde va? -preguntó atónito García.

            – Pues a buscar al chico -respondió con voz obvia.

            El comisario enrojeció.

            – ¿Quién le ha dicho que se vaya?

            – Usted.

            – ¡No me hable en ese tono!, ¿quién se cree que es usted? ¿Qué diablos le pasa? ¿Ese chico le ha embrujado el seso?

            Antonio suspiró pacientemente.

            – ¿A qué vienen esos suspiros? ¿Acaso le molesto?

            – Está usted muy nervioso.

            – ¡Siéntese! –ordenó entre dientes.

            Antonio obedeció viéndose obligado a mirar de abajo arriba. El comisario permanecía de pie.

            – Escuche hijo -concilió-, sé que tiene buen fondo, pero poca experiencia. Es normal que sienta una inclinación favorable hacia la tierna edad de ese chiquillo, pero no se deje engañar, críos de catorce, de doce e incluso de diez años pueden ser perfectos asesinos con una sangre fría pasmosa. La delincuencia juvenil va en aumento y le aseguro a usted que dentro de veinte o veinticinco años llegará a ser un problema preocupante. No hace mucho un niño de catorce años mató a su padre a hachazos, porque estaba harto de sus palizas y borracheras.

            – Macario no es un delincuente.

            – Lo es desde el instante que cometió un robo.

            – Usted me habla de un caso aislado.

            – No lo será dentro de veinte años, se lo aseguro, porque el credo de la juventud es la violencia, sólo hay que recordar lo que hicieron hace cuatro años en Francia. Y va a ir a más, puedo asegurárselo. Nuestro deber es cortarlo de raíz. No podemos permitir que chicos como ese roben y asalten e incluso violen y no se les haga nada. Hay que darles un escarmiento. Les gusta ir de héroes y más se lo creen cuanto mayor es el acto delictivo que han cometido, les encanta salir en la prensa y en la televisión porque les hace sentir importantes.

            Antonio escuchaba impertérrito ante el negro futuro juvenil. Podría ser que el comisario llevara razón, pero la culpa no sería totalmente de los muchachos sino porque el sistema social estaba demostrando ser un fracaso o por malos tratos en las familias o porque muchos padres cubrían la falta de comunicación o afecto con dinero, o porque eran excesivamente duros o demasiado permisivos. Quizá alguno naciera delincuente, pero la inmensa mayoría se hacían. No veía por tanto que tomarla con aquel chaval fuera la solución de los temores del comisario. Se preguntó cómo habrían reaccionado cada uno de ellos de tener la edad de Mac y hallarse en su mismo caso.

            García tardó unos minutos en darse cuenta que predicaba en el desierto.

            – Envíe a Jiménez a buscarlo -gruñó-. Usted y yo tenemos que hablar largo y tendido. Tiene que decirme cómo consiguió que un hombre honrado como D. Urbano Güémez retirara la denuncia.

CAPÍTULO 11

            Mac caminaba al lado de Jiménez sin poder evitar un ligero temor por la incertidumbre.

            – ¿Le gusta ser policía?

            Parecía un hombre agradable. No como Antonio, pero agradable.

            – Es un trabajo como cualquier otro -contestó encogiéndose de hombros-. Tienes ratos buenos, ratos malos, compañeros de todos genios, un jefe…

            – Es un broncas, ¿no?

            Jiménez se rió por la salida.

            – Tiene mal humor.

            – Es un broncas -aseguró Mac moviendo la cabeza afirmativamente.

            Trataba al policía con familiaridad. Después de conocer a Antonio ya no les tenía tanto miedo, pero le preocupaba el comisario. Aunque no lo hubieran dicho claro, por lo que dejaban vislumbrar Jiménez y su compañero, era un hombre de malas pulgas.

            Subieron al automóvil. Jiménez lo puso en marcha.

            – ¿Me encerrará?

            – Si le llamas broncas no me extrañaría.

            – No le llamaré -sonrió. Luego se puso serio-. Oiga, ¿le importaría pasar por el hospital? Me gustaría preguntar por Efrén.

            Jiménez lo miró suspicaz. ¿Alguna artimaña para escapar? Lo rechazó. Esta vez el muchacho se había dejado coger voluntariamente. No huiría. No obstante sus órdenes eran de llevarlo a comisaría sin pérdida de tiempo. El semblante de Mac era preocupado.

            – Bueno -respondió-, tampoco pasa nada si nos retrasamos diez minutos. ¿No pensarás largarte? -añadió a los pocos segundos.

            Mac rió antes de contestar que no.

***

            Ahí estaba.

            Gabriel preparó la automática.

            Sabía que si vigilaba el hospital lo hallaría. Estando Efrén herido el edificio era un imán que tarde o temprano atraía a aquel maldito chico.

            Desde donde tenía el coche había visto aparcar al hombre que lo acompañaba. Un policía sin duda, tenía aspecto. Ambos se encaminaban hacia los semáforos para cruzar la calle.

***

            Jiménez no estaba tranquilo. Le había entrado una especie de cosquilleo mientras aparcaba. Era el mismo que aparecía cada vez que presentía peligro. Tenía que ser a causa de Gabriel, porque la única forma segura que tenía el asesino para localizar a Mac era vigilando el hospital. Además, había un coche con aspecto sospechoso.

            – ¿Ocurre algo?

            La voz de Mac sonó temerosa.

            – Pudiera ser -musitó.

            Los ojos de Mac brillaron en alerta. Movió la cabeza en todas direcciones.

            – No veo nada.

            – Regresa al coche. Voy a comprobar una cosa.

***

            Gabriel masculló. Aquel policía había olido algo. Veía al chico caminando hacia el auto, su delgada figura se cimbreaba bajo el cierzo que se había levantado súbitamente.

            Desvió los ojos al policía. Andaba en dirección contraria. ¿Dónde iría?

            Murmuró un juramento.

            El coche del policía cubría al chaval.

***

            – Documentación.

            – ¿Qué ocurre?

            Aquel no podía ser Gabriel, pensó cuando le vio bien el rostro. Aún no estaba confeccionado el retrato robot, pero tenía que ser bastante más viejo que aquel joven que le observaba extrañado. No obstante insistió.

            – Policía. Déme la documentación.

            El joven rebuscó por la guantera. Extrajo una pequeña carpeta que tendió a Jiménez.

            – Carné de conducir.

            – Oiga, ¿qué pasa? Sólo estoy esperando a mi novia.

            Jiménez leyó rápidamente el nombre y observó la foto.

            – ¿Cuánto tiempo lleva aquí? -preguntó sin más explicaciones.

            – Un cuarto de hora.

            – ¿No ha visto nada sospechoso?

            – ¿Cómo qué?

            – Algo que le haya llamado la atención.

            – La verdad, no me he fijado.

***

            Mac estaba con los brazos cruzados apoyados en el techo del automóvil; la barbilla en el dorso de ambas manos superpuestas.

            El viento había cedido tan bruscamente como apareció.

            Hizo una mueca.

            ¡La leche!

            En cuanto se solucionara todo iba a ser uno de esos gilipollas obedientes y modositos. No iba a meterse en ningún lío más en su vida.

***

            Aquella cabeza como blanco era difícil a aquella distancia. Bajó el arma. Si fallaba el primer disparo el cabrón del crío se pondría a salvo.

            Guardó la pistola en la guantera.

            Arrancaría el coche y se aproximaría lentamente, sin levantar sospechas aparcando en doble lo fila lo suficientemente cerca como para asegurar el tiro.

            Un golpeteo en los cristales le hizo levantar la cabeza.

            Un guardia urbano.

            – ¿Sabe que lleva más de media hora en medio de un vado?

            – Ya me iba, agente -farfulló.

            – ¡Qué casualidad! -sonrió sarcástico-. Paso y ya estaba, regreso y continúa, y justo ahora se iba -sacó el cuaderno en actitud fiera-. Déme su carné de conducir.

            – Pero, ¿me va a multar?

            – No, le voy a dar el teléfono de mi suegra.

            Gabriel desvió la mirada. Mac y su acompañante entraban en el hospital.

            Arrebató la multa que le tendía el guardia.

            – Y ahora, circule.

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