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22
octubre
Del Regallo al Ebro (21)

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO 6

            – No tiene ninguna fractura. Las radiografías han salido bien…

            Los ojos de Antonio sonrieron en triunfo.

            – … No obstante -proseguía el médico-, lo dejaremos en observación cuarenta y ocho horas.

            – ¿Cómo en observación? -farfulló incrédulo el policía.

            El médico se ajustó las lentes en su diminuta nariz, ridícula en su rostro alargado, agrietado por los años con profundos valles que le daban expresión bondadosa. Dos bolsas colgantes en los párpados superiores añadían un toque ligeramente triste a los ojos. En las manos la piel estaba unida al hueso, marcando gruesas venas de color azul que surcaban un dorso pálido, naciendo en unos dedos largos y nudosos. Una corbata negra resaltaba en la camisa y bata, ambas de blanco intenso, cambiándoselas cada día por otras limpias. La tez exangüe; el cuello, delgado y débil, el de un niño a no ser por las arrugas y la nuez, prominente, bolona. El pantalón, también negro, bien planchado con una primura de raya; los zapatos relucientes. En el bolsillo superior de la bata asomaba un bolígrafo Cross chapado en oro, el oftalmoscopio y dos paletas; el inferior izquierdo veíase abultado por el otoscopio y el martillo de reflejos; del derecho asomaban la goma del fonendoscopio. Las gafas eran de montura metálica con los cristales partidos para facilitar la visión lejana y cercana. Los labios finos sobre un mentón dividido.

            – Es lo indicado en casos de concusión cerebral -anunció pacientemente. Estaba acostumbrado a las prisas de las fuerzas de seguridad y él era concienzudo y lento. Le gustaba asegurar sus diagnósticos antes de actuar y aquel crío no sería diferente, a pesar de que el síntoma doloroso no se correspondía con la clínica observada.

            – ¿En casos de qué?

            – Golpes en la cabeza.

            – Él no se ha dado ningún golpe.

            Era algo de lo que ya se había percatado el médico, al menos ninguno aquel día, pero no iba a cambiar su forma de trabajar por un policía corre prisas.

            – No podemos asegurarlo -terció Jiménez-. Podría ser que al caer al suelo… Además no es el primero, piensa en el hematoma que tiene en la frente.

            – Es un truco.

            – Piense usted lo que quiera -era un médico que nunca se alteraba por nada ni se dejaba dominar por los nervios-, pero de momento se queda ingresado.

            Antonio porfió. No consiguió nada. Además, insistió Jiménez, eran sólo dos días y de allí no iba a escapar.

            – No estés tan seguro -refunfuñó Antonio caminando hacia el coche con las manos en los bolsillos.

            Jiménez, a quien el cabello revuelto le daba un aspecto más juvenil que Antonio siendo algo más viejo, sonrió condescendiente.

            – Lo tratas como si fuera el peligro número uno y no es más que un niño.

            Su compañero se detuvo airado.

            – Ese niño nos está llevando de cabeza desde hace dos días, a nosotros, al asesino y vete a saber a quién más -dijo pensando en el alcalde-. Es un peligro para él mismo, porque no se da cuenta que donde más seguro estará será con nosotros. Se escapará.

            – Ah, vamos, es…

            – ¡Un niño, sí! -bufó. Suspiró con resignación añadiendo-: Empiezo a dudarlo.

***

            Estaba solo aunque la habitación poseía dos camas. Aquello era una suerte porque podría moverse con libertad. Las camas eran altas pudiéndose doblar por la mitad superior para elevarla a través de una manivela. Un radiador blanco sucio en la pared junto a la puerta se encargaba de calentar la estancia en invierno. La ventana, estrecha, daba a los aparcamientos. En la pared del cabezal, incrustadas, las llaves para el oxígeno. Un armario empotrado y las paredes pintadas de blanco agobiante.

            Los ojos de Mac se detuvieron después de esta pequeña inspección.

            Dos días.

            Tenía dos días de tiempo para huir, o quizá menos. En la sala de pacientes existía un televisor y las noticias del telediario habían comentado su hallazgo y que estaba en el hospital Miguel Servet. Igual que lo había oído él podía haberlo oído Gabriel y éste podía entrar y liquidarlo tranquilamente. Lo había visto en las películas.

            ¿Cómo podía escapar del hospital?

            Si pudiera salir de la habitación, tenía la ropa en el armario, si pudiera salir… tal vez pensaran que era una visita, se animó. Era absurdo. Las enfermeras lo reconocerían. Además, aunque la pierna no la tenía tan mal como había fingido, le dolía y no podía evitar cojear.

            ¿Una maniobra de distracción?

            ¿Pero qué maniobra podía afectar a todo el hospital?

            Anduvo hasta la ventana, la abrió, apoyó los brazos y miró al exterior perezosamente.

            Todo el hospital.

            Todo.

            Tod…

            El rostro se le iluminó travieso.

            Sí.

            ¿Por qué no?

            No era la primera vez que lo hacía.

            Sonrió ahogando con ello la cristalina risa que acudió a su garganta.

            Efrén y él habían dejado en una ocasión los Salesianos con todos los plomos fundidos.

            Nunca se supo quién fue el gamberro.

            Y estaba solo en la habitación.

            Efrén tendría algo, pensó exaltado, siempre llevaba los bolsillos llenos de cosas.

            Salió al pasillo sujetándose el pantalón del pijama con una mano, le venía excesivamente grande y arrastraba las perneras aún después de haber hecho varios dobleces. Las mangas también las había subido y los faldones de la chaquetilla le caían hasta cerca de sus rodillas. Debería haber estado en Pediatría, pero ya no le correspondía, ésta aún aceptaba como edad límite los siete años.

            Cojeó hasta la enfermera y preguntó por su amigo. Sabía que estaba allí mismo, en Traumatología. En realidad debería haberlo visitado ya, pero no se había sentido con ánimos.

            La enfermera lo contempló recelosa. Sus ojos de gata estudiaron a aquel chiquillo, que parecía enfundado en la ropa de su abuelo, y que, según rumores, había traído la policía. Intercambiaron algunas palabras, se sorprendió agradablemente ante los buenos modales del muchacho. La sonrisa que exhibió terminó por ganársela.

            Buscó la ficha de Efrén. Indudablemente la policía se había equivocado, aquel crío no era un malhechor juvenil.

            Efrén tenía mejor aspecto físico. Le habían retirado los sueros y electrodos de Urgencias. La moral peor, se veía bien clara en su rostro ceniciento y ojos opacos. Estaba más delgado, no mucho, pero lo suficiente como para llamar la atención de Mac; en cambio, se le veía más fuerte. Miraba lánguidamente hacia el cielo azul que se vislumbraba desde la cama sin pensar en nada, ni siquiera en los gorriones que se habían posado en la ventana aquel amanecer.

            Volvió la vista al oír la puerta. Sonrió apáticamente al reconocer a Mac, luego su expresión evolucionó a preocupación al verlo cojear.

            – No es nada. Me lo hice al intentar escapar de la policía.

            Le explicó todo rápidamente y su plan para huir.

            Efrén extendió el brazo hacia el armario. Era una habitación gemela a la suya.

            – Allí tendré algo.

            Mac rebuscó por los bolsillos. Un cortaplumas, dos tornillos, un cigarrillo roto, una caja de cerillas, un cordel, las llaves, una arandela, un trozo de cable…

            – Esto servirá -casi rió de alegría-. No sé qué haría sin ti. Te daría un beso.

            – Ni lo intentes.

            – Te cojo las cerillas también, y la navaja, ¿eh?

            – Coge lo que quieras, para lo que me van a servir.

            – No hables así -dijo gravemente Mac.

            – Es la verdad.

            – Aunque lo sea. No hables así.

            Se sentó en la orilla de la cama. No podía disimular su aspecto angustiado.

            – ¿Por qué no? -musitó al cabo de un rato Efrén-. Hasta tú me compadeces.

            – Me siento como tú estarías en mi caso y yo ahí tumbado… no lo puedo evitar -desvió la vista sin saber por qué-. Pero si tú te hundes, yo me hundo también -no sabía cómo explicar lo que sentía. Las lágrimas acudieron a sus ojos-. Han intentado atropellarme, me han disparado, Gabriel asesinó a otro a dos metros de mí, han querido violarme, he robado, casi mato a uno, la policía me persigue y Gabriel también -sus hombros se sacudían. Inspiró hondo consiguiendo cortar el llanto. Se secó con el brazo-. No puedo más, y si tú te hundes…

            – Sí, pero tú andas.

            Una congoja atenazó el gaznate de Mac.

            Supo que debía irse.

            – Mac…

            Se volvió.

            – ¿Qué?

            – Perdona. No he querido decir eso. No te echo la culpa, ¿sabes?

            – Ya. No te preocupes. Yo también estaría cabreado.

            Alcanzó la puerta.

            – Mac…

            – ¿Qué? -la voz le salió cansada.

            – No te lo tomes a mal.

            – No.

            – Es que no sé lo que me pasa.

            – No le des más vueltas.

            – ¿Amigos?

            – Vete a la mierda.

            Y salió.

            En la cama Efrén sonrió complacido; conocía aquel tono.

            Había sido cruel con Mac, pero no había podido evitarlo. Tampoco lo había deseado. Es que verle andar, aunque fuese cojeando, verle hacer planes, verle… y él sin poder moverse. No había podido evitar la envidia, incluso estuvo a punto de gritar: ¡estoy así por tu culpa! Gracias a Dios que había podido contenerse. El no lo culpaba. Días atrás sí, pero había sido el miedo. Ahora, después de que sus temores se cumplieran, se daba cuenta que en su fuero interno nunca deseó culparle. En caso contrario, se decía, nunca habría empujado a Mac salvándole la vida, habría pensado en salvarse únicamente él.

            Si antes habían sido amigos ahora se necesitaban, cada uno precisaba de la entereza del otro para no desfallecer.

            Volvieron a dolerle sus palabras.

            Sus piernas.

            Tensó los músculos.

            Vamos, moveos.

            Tenía las sábanas cogidas por los puños apretando hasta clavarse las uñas en las palmas.

            ¡Moveos!

            Sudaba.

            Escondió la cara en la almohada relajándose, llorando entre gemidos.

            Las piernas muertas.

***

            De noche.

            Menguante.

            Mac regresó de la ventana y se vistió sigilosamente, atisbó por la puerta. Debía ser tarde. La cerró lentamente.

            Se arrodilló ante el enchufe sacando el cable del bolsillo. Introdujo un extremo por cada agujero.

            Hubo una pequeña explosión que lo arrojó al suelo.

            El hospital quedó a oscuras.

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