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08
noviembre
Aguja de marear (65)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

 

64

 

            El autobús la dejaba más próxima del hospital que el Metro, lo malo que iba más lento, pero aún así llegaría antes que tener que ir andando desde la estación.

            Tenía los ojos clavados, afligidos, en una pareja acaramelada recordando como en una niebla a Mac alejándose en la oscuridad. La llamada telefónica había sido un consuelo, un balón de oxígeno, aunque por el tono de Mac se veía claro que el muchacho no estaba seguro de aquel nuevo paso que daba.

            La pareja se besaba indiferente a quienes los rodeaban en el autobús.

            ¡Payasos! ¡No tenían complicaciones, nada que les amargara la vida, nada que desbaratara su existencia a última hora!

            No podía contener la envidia.

            Volvería a perderlo. Quizá definitivamente si no actuaba. La bomba, el Juan… ¿Cadaqués? Mac había entrado en un nuevo episodio de violencia, era imposible no hacerlo, era la segunda vez que atentaban contra su hermano, porque la bomba la había puesto el A.L., ¿quién si no? Y el tío ese, el Juan ¿Ripollés?, implicado en la droga, y Tomás persiguiéndolo con todos sus hombres, huido de la justicia, de la cárcel… ¿Cómo no volverse loco o perder los estribos? ¡Si hasta los perdía ella con su padre! ¡Y que no se había puesto pesadico, el hombre! Años sin dirigirle la palabra salvo para discutir y ahora empeñado en hablarle de no sabía qué, no le prestaba atención, no tenía ganas de monsergas de borracho. Ahora la que gritaba era ella sin darse cuenta que Fermín no replicaba con gritos como hubiera hecho antaño, sino que callaba pacientemente y esperaba a más tarde, que se apaciguara. Volvía a intentarlo con idéntico resultado.

            El chico de la pareja miraba a su enamorada con ojos tiernos de besugo.

            Isabel desvió la vista. Los tortolitos la habían puesto de mal humor.

            No permitiría que Mac continuara aquel camino solo. No permitiría que nadie le hiciera más daño.

 

***

 

            Elisabet entró en la habitación de la tía Jerónima. Comprobó que dormía antes de dirigirse a Sergio que la contemplaba intrigado por su actitud.

            – ¿Has oído la radio?

            Sergio negó con la cabeza.

            – Buscan a un chico de unos dieciocho años, pelirrojo, delgado y con una ceja abierta, por robo y agresión a Juan Moisés. Temo que lo confundan con Mac.

            Sergio tardó en contestar.

            – Es Mac -musitó.

            – ¿Estás seguro?

            – Tiene una ceja abierta.

            – Me lo temía, por eso te lo he comentado.

            – Pero Mac no es un chorizo. 

            – No. Pero piensa: Juan Moisés. El sucesor de los negocios de Vicente Berenguer. ¿No te parece demasiada casualidad?

            – ¿También es diler?

            – ¿Qué?

            – Un traficante.

            – ¿Qué otra explicación hay? No comprendo los motivos de la agresión, pero desde luego, no el robo. He oído decir a mi padre que está ingresado aquí. ¿Por qué no avisas a Germán? Yo iré a hablar con este hombre.

            – Puede ser peligroso. Espera a que venga Germán.

            – ¿Y qué puede hacer él?

            – No lo sé, pero todo esto es muy extraño. Mac, bueno, a veces enloquece, pero por lo que he visto siempre tiene un motivo. No habría atacado a ese tío así por las buenas, y si vas y descubre que conoces a Mac, bueno, imagínatelo. Espera a Germán.

            – ¿Cómo podría averiguarlo?

            – Largando más de la cuenta.

            – ¿Crees que soy de las que habla más de lo debido?

            Sergio recordó todos los embustes y embrollos de la muchacha. Asintió con la cabeza.

            – ¡Serás bocazas!

            – Espera a Germán.

            – No voy a esperarlo. Esto es una carrera contrarreloj, recuerda que Mac ha huido de la cárcel y que la policía los está buscando a los dos. No podemos perder tiempo.

            – No le gustará.

            – Pues que no le guste.

            – Bueno, pues no le avisaré.

            Elisabet se puso en jarras.

            – ¿Se puede saber qué te pasa?

            – Sé que Germán preferiría que, en vez de avisarle, os vigilara a ti y a ese, por lo que pudiera pasar.

            – Vamos, hombre, sólo voy a hablar.

            – Por si acaso.

            Había fracasado en advertir a Germán de la trampa de D. Vicente y en sujetar a Mac para que no llevara a cabo su venganza. No fracasaría de nuevo. Allí había algo raro que no comprendía y Elisabet estaría en peligro si se entrevistaba con Juan Moisés. Lo presentía.

            Elisabet contempló al chaval sin reconocerlo, parecía haber cambiado en aquellos días desde la primera vez que lo vio. Más resuelto e incluso más maduro. Se preguntó si aquel cambio era debido a lo que estaban viviendo, al roce con Germán o a las horas que estuvo con Mac. Reconocía que éste tenía un carácter más fuerte que su novio, también más decidido, no, impetuoso.

            – Veo que no vas a obedecer.

            – No. Es una orden estúpida.

            – ¿Qué harías tú?

            – Vigilar. Ver quien entra en su habitación, con quien habla…

            – ¿Es lo que haría Mac?

            Sergio arrugó la frente, sorprendido por la pregunta.

            – No -conjeturó-. El hablaría con ese tío, pero él sabe defenderse.

            – ¿Crees que yo no?

            – Supongo que también. Pero Mac sabe de qué va el rollo, sabría lo que buscaba y evitaría errores. Lo de tenerlo en antena y averiguar sus intenciones es lo que haría Germán.

            – No es mala idea, pero te recuerdo que vamos contrarreloj.

            – ¿Y si lo embrollas más?

            – ¿Me llamas liante?

            – Yo no. Tu padre.

            – No compares. No es lo mismo.

            – No -reconoció-. Esto es más delicado. Además, ¿qué vas a decirle? ¿Te conoce él?

            – En absoluto.

            – ¿Y no crees que se olería la tostada? Una chica que no conoce se presenta de pronto a darle cuerda. No creo que sea ningún pardillo.

            No le faltaba razón. Elisabet no había reparado en aquel detalle.

 

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