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18
octubre
Aguja de Marear (63)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

 

63

 

            Fue un viaje largo por el silencio reinante. Mac, sentado en la parte posterior del automóvil, no tenía ganas de hablar notando molesto que le temblaban las manos, pero sin intentar nada para evitarlo. Germán, al lado del conductor, estaba con un ánimo parecido, como si ambos presintieran que aquello iba a acabar mal y que uno de ellos, de los dos, no Eduardo, no vería aquel atardecer. Era una sensación turbadora y que nunca habían tenido, más aún cuando percibían a través de sus terminaciones nerviosas el temor mutuo.

            De poder, Mac habría renunciado. Eduardo le había ofrecido hacer algo útil, utilidad que le tenía sin cuidado, pero no hallaba otro camino. Ya no se trataba de demostrar la inocencia de Germán. Era por él. Para poder salir a la calle sin el temor de ser perseguido. Para poder regresar al pueblo; poder, ¿poder?, mejor tener valor, si es que lo tenía, para ver a su hermano pequeño cara a cara; para llevar una vida como cualquier otro, tranquila, sin más complicaciones que las del trabajo, el matrimonio o el colegio de los chicos. Estaba cansado, moralmente agotado de huir de Gabriel aún después de muerto, de él mismo en aquellos cuatro años, de Tomás, de huir de todo.

            Miraba distraídamente por la ventanilla.

            Oprimió un labio contra otro con fuerza.

            Estaba buscando excusas. Huía nuevamente. No sabía cómo pero así era. Enfrentarse a Juan Moisés era una huída hacia delante, pero huída al fin y al cabo.

            ¡Y qué si así era!

            ¡Estaba harto!

            ¡Estaba…!

            Gimió.

            Ocultó el rostro en sus manos.

            Estaba volviéndose loco.

            Germán volvió el rostro al oír el quejido. Lo miró en una preocupación grave. En aquel instante Mac parecía indefenso y desvalido, como el día que se conocieron. Cuatro años. Parecían cuatro siglos y sin embargo nada había cambiado.

            Todo seguiría igual, se dijo Mac. Aunque encarcelaran a Juan Moisés, aunque todo acabara bien, seguiría igual. El mal no estaba fuera, no en los líos, estaba en él.  No. Nada cambiaría. Seguiría escondiendo la cabeza. ¿Cómo sería esta vez? ¿Dejándose matar por Juan Moisés? ¿Reiniciando el camino de la violencia, ya que ésta parecía sentarle bien? Y para no tener los remordimientos de antes, ¿sublimaría dicha violencia haciéndose policía, empleando ésta al servicio de la sociedad?

            Pero no podía huir de sí mismo.

            No. Nada había cambiado. Germán estaba seguro ahora. Los ojos de Mac eran los mismos que aquella noche en que la lluvia azotaba su minúsculo cuerpo encogido. Recordó que Mac reaccionó con una buena pelea, pero no estaba seguro que ahora diera resultado. Elisabet le había hablado en una vez del Destino. Ignoraba todo sobre Literatura, apenas había ido al colegio y sólo se había preocupado en acrecentar sus conocimientos en aquello que podía serle útil. La poca cultura que tenía se la debía a la muchacha.

            El Destino.

            ¿Cómo lo había definido? No lo recordaba muy bien, cómo… sí, algo así como una fuerza superior que dirigía a las personas, un camino y un fin que éstas no podían evitar, que era superior a ellas.

            Mac se lo recordó.

            Hiciera lo que hiciera no podía librarse de aquello que tenía encima, siempre obligándole, cortándole las salidas. Lo llamó gafado cuando se vio metido en aquel asunto de drogas siendo inocente. No. El Destino. Ahora lo comprendía. Mac parecía no tener otra función en la vida que no fuera la de retorcerse como la salamandra en el fuego, le gustara o no. Se enfrentaría a Juan Moisés por mucho que no lo deseara y después sería otro y otro, hasta el día que alguien lo matara. Quizá el mismo Mac sabía aquello, acaso no se oponía porque sabía que era inútil luchar contra el Destino.

            El suspiro, ¿o fue inspiración profunda? de Mac resonó en aquel silencio de funeral.

            Era peligroso.

            Eduardo lo reconocía.

            Mac no estaba preparado para algo así.

            Era un muchacho inteligente, pero actuaba por instinto, improvisando sobre la marcha, sin llevar un plan preconcebido, actuando más como una presa acorralada que como estratega.

            Había cometido una grave equivocación, se dijo el policía. Tenía tantas ganas de detener a aquel homicida que se había dejado llevar por la exaltación implicando a Mac; con la mente más fría Mac no estaría en aquel embrollo. Lo recordó tal y como estaba después de la declaración. Posiblemente habría ido en busca de Isabel y rehecho su vida. Ahora en cambio… no necesitaba volver la cabeza para ver la nueva derrota de Mac contra sí mismo.

            Lo correcto habría sido demostrar la vinculación entre Juan Moisés y Vicente a nivel de tráfico de drogas. El móvil. Detenerlo y que Mac declarase en el juicio.

            Pero se obcecó.

            Vio un hombre influyente creando una coartada que deshacía la declaración de un chico con antecedentes penales. ¿Qué valor tenía la palabra de alguien así contra la de un presunto inocente adinerado y bienhechor de la sociedad?

            Llevándolo por procedimientos normales Juan Moisés tenía muchas posibilidades de salir librado del homicidio, aunque acabara en prisión por el tráfico de drogas. Eduardo no quería una condena, quería las dos.

            La única prueba contra él en los asesinatos era la declaración de Mac. Ninguna más. Sus abogados se encargarían de que nadie diera crédito al muchacho. Era un drogadicto, tenía antecedentes penales, era un paria. ¿Cómo podían las gentes honradas darle crédito? Mac no sólo no conseguiría inculparle sino que él mismo daría con sus huesos en la cárcel acusado de robo.

            Sí, se obcecó.

            Obligó al muchacho.

            Pero era un riesgo.

            Juan Moisés no tenía escrúpulos. Mac era un testigo molesto, lo quitaría de en medio.

            Algo que Mac sabía.

            Que Germán sabía.

            Detuvo el coche.

            – Bajaros.

            Ambos lo contemplaron extrañados. Sintió una ligera irritación.

            – Salid el coche.

            – ¿Por qué?

            Había incomprensión en la pregunta. Fueran los que fueran los motivos que barajaban por su decisión no figuraba el real entre ellos.

            – Porque como habéis dicho muy bien, este es un asunto mío, no vuestro.

            Sintió la gratitud emanar de los ojos de Germán.

            Mac frunció el ceño.

            – ¿Está bebido o tiene el mono?

            – No tengo que darte explicaciones.

            – Lo que no tiene son pruebas contra él.

            – Hay un testigo.

            – Al que nadie creerá.

            – Tomás demostrará el móvil.

            – ¿A quién quiere engañar? -interrumpió Mac-. Le doy pena, ¿no?

            – ¿Pena? ¿Tú?

            – Le doy lástima. Cree que me va a matar y quiere protegerme deteniéndole por procedimientos legales -hablaba extrañamente pausado-. Eso lleva tiempo, meses, lo suficiente para que me localice y me silencie. Tendrá el móvil, pero seguirá sin pruebas y encima sin testigo.

            Eduardo no respondió.

            Germán bajó los ojos lúgubremente.

            – ¿Y? -algo le decía al policía que Mac no había terminado.

            – No quiero declarar. Usted no me ha visto. Acúsele como traficante. Irá a la cárcel igual.

            – No hay trato.

            – Entonces quiero defenderme. No pienso estar tranquilamente en casa en espera de un juicio para que me maten al salir por la puerta.

            – Lo puede hacer igual, Mac -murmuró Germán.

            – Sí, pero ya habré conseguido las pruebas para que se pudra en el trullo. De la otra manera, a criar malvas y él en la calle.

            Eduardo lo miraba a los ojos.

            – ¿Estás decidido?

            – ¿Acaso tengo otro camino?

            Los segundos parecieron horas.

            – Bájate. ¡Vamos, vete!

            – ¿En qué condiciones?

            – Vuelve a tu pueblo. No te he visto.

            Germán parpadeó. Mac no movió ni un músculo.

            – Tomás le hará polvo -murmuró.

            – Al menos lo intentará.

            – Teme por mí, le doy lástima.

            – ¡Qué tontería!

            – ¡Sí, lástima! Usted conoce mi vida. Pobre Mac, cuanto ha sufrido, ¡y encima esto! ¡Que le den por el culo! ¡No necesito su compasión!

            Germán cerró los ojos. Se temía algo así.

            La expresión de Eduardo era fría.

            – Quien te entienda, que te compre -murmuró.

 

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