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06
septiembre
Aguja de marear (62)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

 

62

 

            Dani estiraba el cuello, turbado, buscando a sus padres. No había forma de hallarlos en aquella aglomeración, una multitud que se había aglutinado alrededor del cordón policial, expectante y silenciosa, salvo comentarios sueltos sobre lo acaecido en el hospital. Sólo veía piernas, braguetas, culos y si se empinaba alguna pechera.

            No sabía muy bien qué era lo que había pasado. Él simplemente encendió los petardos para crear una distracción y poder tener el camino libre hasta la habitación de su primo cuando, en eso, todo fueron chillidos, y uno que visitaba a una señora mayor apareció pálido (por cierto oliendo muy mal y con una extraña mancha en la entrepierna pero por detrás) aullando ¡una bomba, una bomba!, empujando a Dani, quien así fue atropellado por un enfermero, y, como por arte de magia, se vio rodeado por la Guardia Civil del cuartel de enfrente, diciendo calma o palma, no lo entendió bien, mientras aconsejaban que fueran saliendo ordenadamente.

            Había sido todo tan rápido que estaba aturdido.

            ¡Encima no había visto a su primo Quique!

            Sí al tío del olor, que regresaba no supo de dónde, caminando raro, las piernas esparrancadas, seguido de unos mozalbetes que lo señalaban y hacían burla. El rostro rojo, rojo.

            Dani frunció el ceño. Arrugó la nariz cuando, con cara de pena, el hombre pasó a su lado.

            Con todo fue una visión fugaz, porque bruscamente todo se llenó de gente.

            Ahora intentaba localizar a sus padres en medio de una concentración de sardinas en lata que le impedía todo movimiento. Consiguió que le fueran abriendo paso a base de clavar los codos y empujar con la mano. Le asustó el grito de una mujer, oyó el ruido de una bofetada. Alzó la vista, en la mejilla del hombre que tenía a su derecha, aparecía la enrojecida señal de unos dedos. El fulano farfullaba mirando a la mujer de la izquierda de Dani sin comprender la agresión. Ella también farfullaba. El niño entendió algo sobre ¡marrano! y ¡meterle mano a su madre!

            Parpadeó.

            La gente estaba loca.

            Volvió a empujar con manos y codos.

            Consiguió salir al final de la multitud por detrás, entre ésta y el cuartel. Se giró. Sólo vio espaldas y nucas. Caminó bordeando sin éxito. Se subió a un automóvil, el capó, el techo. Se puso de puntillas estirándose cuanto pudo. Nada.

            – ¡Niño, baja de ahí!

            Un guardia.

            Le llamó la atención a Dani. Le recordó el personaje de un viejo tebeo que encontró una vez en casa de sus tíos. Fideo se llamaba o algo así, de las aventuras del “Jabato”. Tenía un cráneo estrecho, en quilla, chupado, con dientes colosales que le obligaban a tener la boca abierta, napias prolongadas, extensas, alargadas, ojos en cambio escondidos, cuello de meñique y nuez de melocotón (la fruta, no el hueso), tórax de sardina y costillares de raspa, piernas encogidas, un imperdible abierto que se unía en el pubis, al final de las cuales aparecían unos zapatones de payaso, los brazos… Dani creyó que debía tenerlos, no era posible que las manos, escuálidas y llenas de huesos, estuvieran cosidas a las mangas. Culminando su bizarría, una escoba, perdón, un bigote deshilachado abarcando la envergadura inmensa de separación entre la nariz y el labio con restos de sémola, ¿o era caspa? Dani no lo vio bien.

            – Es que he perdido a mis padres -se excusó-. Estaban en el hospital.

            En el hospital. El guardia civil se compadeció, seguro que estaban entre las víctimas. Siempre ocurría igual.

            – Bueno, no te preocupes. Baja que los buscaremos, estarán bien.

            – ¿Por qué han de estar mal? -preguntó extrañado.

            Santa inocencia.

            – Han puesto una bomba, ¿sabes?

            – ¿Una bomba?

            – ¿No has oído la explosión?

            ¡Los petardos!

            – Sí -murmuró cauteloso. ¿Sospecharía de él?

            Pobre niño. Ahora se daba cuenta de lo ocurrido. Aquel compungido…

            – Estarán bien, ya verás -tranquilizó-. No llores.

            – No lloro.

            Aquello era cierto. Claro. A la edad que tenía qué sabía un niño de perder a sus padres. No sospechaba que pudieran morir y dejarle solo. Criatura.

            – Usted sí llora -comentó Dani.

            El hombre suspiró. Se había emocionado por la desgracia del chiquillo. No podía evitarlo. Siempre le ocurría, se enternecía como un tonto, llorando como una magdalena tanto en los dramas reales como en los cinematográficos.

            – No, es que me ha entrado algo en el ojo.

            – ¿En los dos?

            Nuevo suspiro.

            Dani estaba intrigado.

            – Vamos, busquemos a tus papás. ¿Sabes dónde estaban?

            – En el hospital.

            – Ya. ¿En qué planta?

            Dani receló. Si todo aquel jaleo era por culpa de los petardos lo prudente era callar.

            – No lo sé.

            – ¿No lo sabes?

            – No me dejaron subir. No dejan a los niños, ¿sabe?

            Claro. Las normas del hospital.

            – ¿Y te dejaron solo?

            – Sí.

            Padres desnaturalizados.

            Claro, que con aquel gesto a lo mejor habían salvado la vida del chiquillo.

            Hipido.

            – ¿Está usted bien?

            Doblaba la cabeza de medio lado para ver mejor el rostro del hombre.

            – Sí, hijo, sí.

            Acarició con ternura el cabello revuelto del sorprendido Dani.

            – ¿Le traigo un vaso de agua?

            El detalle terminó por tocar su fibra sensible. El hombre tuvo que hacer un sobreesfuerzo para mostrar serenidad ante la desdicha del chavalín.

            Que inocencia la del niño.

            Que buenos sentimientos.

            Seguro que la bomba le había dejado huérfano. La fatalidad siempre se ensañaba con los mejores.

            Dani estaba hecho un lío.

            – ¿Ocurre algo, Agapito?

            – Este niño -murmuró el guardia-, ha perdido a sus padres.

            El compañero observó a Dani. Era un hombre joven, veintidós años, cabello trigueño cortado a cepillo, nariz ganchuda, labios carnosos y complexión atlética con una ligera tendencia a la obesidad.

            – Bueno -repuso-, llevémosle al cuartel. Seguro que acuden a buscarlo.

            – No, si es que… -bajó la voz.

            – ¿Qué has dicho?

            – …

            – No te oigo.

            – Anda, niño, ve al cuartel -señaló la puerta. No tenía valor de decir la cruda verdad en su presencia.

            – ¿Por qué?

            – Ve, ve.

            – Pero, ¿por qué?

            – Es que… -suspiro- se han ido.

            – ¿Adónde?

            – Muy lejos.

            Sollozo.

            Lo más lejos que conocía Dani era Barcelona.

            – ¿A casa?

            Criatura.

            – No…

            – ¿Pues dónde?

            – Han… -compungido- muerto, niño, muerto.

            Dani palideció.

            – ¡No!

            Tenía el rostro crispado.

            – Sí, mi niño, la bomba…

            – ¿Qué bomba?

            – ¡Joder, Eladio! ¿Cuál va a ser? La del hospital.

            Eladio movió la cabeza negando.

            – He oído al artificiero comentar al teniente que era un simple petardo. Una gamberrada. No hay víctimas.

            – ¿No hay muertos? -Agapito abría y cerraba la boca como un pez-. El periodista…

            – Una patraña. Los padres del chavalín viven.

            – ¿Están bien? -preguntó en un murmullo de alivio Dani.

            – Sí, hijo. Los tendrás entre toda esta gente buscándote, seguro. Alegra esa cara.

            – Un petardo -murmuraba Agapito.

            – Sí. ¡Como el teniente coja al gamberro…! Chico, aún estás pálido. Tus padres viven. ¿No lo has oído?

            – Sí, sí -musitó Dani.

            ¡El teniente!

            ¡Si lo cogía!

            El color no le volvía.

            ¡Huy, si lo pillaba!

            – Está asustado -reconoció Eladio-. Agapito, ¿cómo se te ocurre decirle que han muerto sus padres?

            – Hombre, yo…

            – ¡… poca cabeza tienes!

            – Creí…

            – Llévatelo, a ver si se repone.

            Agapito estaba consternado. ¡Maldita fuera su lengua! Pobre niño. Tan tierno. Tan sensible. Que susto llevaba encima por su culpa. Míralo, míralo como busca a sus padres, que desesperación lleva, aún está aterrado, como mueve los ojos. Pobre.

            Dani tenía el rostro exangüe. No se veía a nadie con aspecto de teniente. Movía la cabeza, acechando, como una marioneta, olvidada la presencia de los dos guardias civiles ante la perspectiva del malhumorado teniente. ¡Madre, como lo coja!

            – Ven, niño, ven -terció Agapito.

            – ¿Dónde? -a la defensiva.

            – A buscar a tus padres. Dame la mano, ¿Te gustan las chucherías?

            – No.

            ¡Vaya!

            – ¿Los caramelos?

            – Tampoco.

            ¡Carape!

            – ¿Qué te gusta?

            – Quiero a mis papás.

            Y que no le cogiera el teniente. No sabía por qué se le antojaba una especie de ogro a lo bestia.

            – Ven, vamos.

            Dani caminó a su lado cogido de la mano y los pelos de punta. Volvió la cabeza. No se veía a ningún teniente.

            – ¿Cómo son? -preguntó el guardia.

            – ¿Quién?

            No, no se vislumbraba a nadie.

            – Tus papás.

            – Dos -contestó distraídamente.

            ¿Si sería aquel del bigote?

            – Sí, bueno, dos, claro, pero, ¿cómo?

            El del bigote se lo retorcía.

            – ¿Cómo? -insistió Agapito.

            – No, gracias -murmuró pendiente de aquel hombrón del bigote. Lo que menos le apetecía, comer.

            – ¿Qué has dicho?

            – Que no.

            – Oye, ¿qué miras?

            – Nada.

            Clavó sus ojos en Agapito.

            – ¿Has visto a tus papás?

            Miraba en la dirección que antes Dani.

            – No.

            – ¿Qué mirabas?

            – Nada -disimuló-, bueno, ¿quién es aquel señor tan grande del bigote? -lo señaló con el dedo extendiendo el brazo.

            – ¿Quién? Ah, el teniente.

            – El teniente.

            ¡Huy, huy, huy!

            Más enorme a como se lo imaginaba. Visualizó su cabeza desapareciendo en aquellas manazas que tenía.

            – Parece enfadado -musitó.

            – Tiene sus motivos.

            – ¿Por el petardo?

            – Sí.

            – Ah, ¿hay gente mala, verdad?

            – Sí, hijito, sí.

            – ¿Y cómo se sabe?

            – ¿El qué?

            – Cuando uno es malo.

            – Pues cuando hace cosas malas.

            – Ah.

            Dani asintió con la cabeza aunque la respuesta no le convencía.

            – Mis papás dicen que tengo un primo muy malo.

            – Si lo dicen es que lo es.

            – ¿Y si están equivocados?

            – Los padres no se equivocan.

            – ¿Nunca?

            – Nunca.

            – Pero, ¿nunca, nunca?

            – Jamás.

            – ¿Ni una sola vez?

            – No.

            – ¿Ni así, pequeña, pequeña?

            – No, nunca.

            – Ah.

            No le salían las cuentas. No coincidían las palabras del guardia con sus observaciones.

            – Los del petardo son malos, ¿verdad? -analizó.

            – Malísimos. Mira lo que han organizado.

            – ¿Y yo?

            – Tú no, claro.

            Ahora le cuadraba menos.

            – Mis papás dicen que sí -tergiversó tanteando.

            – Bromean.

            – ¿Sí?

            – Naturalmente.

            – Naturalmente -secundó.

            Algo hubo en el tono que atrajo la atención de Agapito, pero la mirada inocente del pobre niño se lo hizo olvidar.

            – Tú no eres malo -repitió el guardia.

            – Entonces, si no lo soy, no puedo haber puesto el petardo.

            – No.

            ¡Que cosas!

            – ¿Y si lo fuese lo habría puesto?

            Agapito no supo contestar. Empezaba a ponerse nervioso con tantas preguntas. Encogió los hombros, ladeó la cabeza.

            – Ssí.

            Dani se dio cuenta que el ssí carecía de consistencia.

            – Pero -insistió-, ¿lo habría puesto por serlo o lo sería por ponerlo?

            – ¿No ves a tus padres aún? -preguntó intentando cambiar de tema.

            Dani pestañeó. El hombre parecía angustiado.

            – No. ¿Está usted bien?

            – Sí.

            – Está sudando…

            – Será el calor.

            – … y amarillo.

            – ¿Sí?

            – Cuanto tengo fiebre me pasa lo mismo.

            -¿Sí?

            – Eso dice mi mamá.

            Agapito se tocó la frente. Fría.

            ¿Qué hacía?

            Despertó.

            El estaba bien. ¡Era el mocoso quien le enfermaba con sus interminables preguntas! La inocente criatura había resultado ser un pequeño Torquemada.

            – ¿Dónde estarán tus padres? -gruñó. Había perdido la paciencia. Bruscamente deseó deshacerse de aquel enano monstruoso.

            – Entonces, ¿cómo se sabe si uno es malo o no?

            – ¡No lo sé! -aulló terminando de perder el dominio y zarandeándolo inconscientemente de la mano que tenía cogida. Dani sintió un agudo dolor en la muñeca y hombro izquierdos- ¡No sé cuando uno es malo! ¡Nadie puede saberlo!

            Dani gritó de dolor.

            – ¡Quiere dejar al chiquillo, animal!

            Siete u ocho los habían rodeado indignados.

            Agapito soltó a Dani. Parpadeó como saliendo de un trance.

            El niño lloriqueaba agarrándose el brazo magullado. Una joven lo acogió examinándolo.

            – ¡Casi se lo descoyunta! ¿Le gustaría que se lo hiciéramos a usted?

            Agapito estaba enrojecido, avergonzado por perder los estribos con una criatura.

            – ¿Qué ocurre aquí?

            El teniente.

            Dani escondió el rostro en el regazo de la mujer. ¡Que no le viera! Ella le acarició la cabeza.

            – ¡El bruto este de su hombre!

            – ¡Casi le arranca el brazo a este niño!

            – ¡Hombre, Agapito!

            – Yo… teniente…

            – Usted…

            – Ya ve.

            – ¡Que fuese otro…!

            – Yo…

            – ¡… pero, usted!

            – ¡Mucho abuso es lo que hay! -gritó una voz.

            – ¿Cómo ha sido? -preguntó D. Crescencio.

            – Perdí los nervios.

            – ¡Un guardia civil los ha de conservar de acero!

            – Sí, mi teniente.

            – ¿Dani?

            El niño alzó la cabeza al reconocer la voz.

            – ¿Juan? -llamó.

            Juan se abrió paso entrando en el círculo. Se arrodilló. Dani lo abrazó hundiendo el rostro en la unión del cuello con el hombro. Gimoteó de alivio. Juan le habló tranquilizándole. Llevaban, él, sus padres y tíos, más de una hora buscando al chiquillo. Se había aproximado al grupo por los rumores que corrían sobre un guardia civil maltratando sádicamente a un chavalín.

            Otra hora más tarde salía Pablo del cuartel de la Benemérita después de firmar una denuncia contra el guardia civil Agapito Quintilla.

 

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