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16
agosto
Aguja de marear (60)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

 

60

 

            Germán frunció el ceño intrigado. Estaba solo en casa. Sergio había acudido a la clínica a visitar a su abuela. La habitación estaba en penumbra por la escasa iluminación que entraba por la ventana en aquel estrecho callejón, oscureciendo más las facciones del muchacho.

            – Si todo está solucionado, ¿para qué quieres la pipa? -preguntó.

            Había sido una grata sorpresa saber que su inocencia estaba demostrada, pero había algo que Mac no le había contado. No era el hecho del arma, aún sin ésta lo habría sabido. Conocía a Mac, cada una de sus expresiones y ademanes, y lo que veía en su rostro y ojos no le gustaba, principalmente porque no se había preocupado su amigo en disimularlo.

            – El asesino es otro pez gordo.

            Tenía un aspecto de resignación que alarmó a Germán, tanto como las ojeras que oscurecían sus ojos contrastando con la palidez de Mac. Siempre le había llamado la atención el contraste de la piel morena natural de su amigo con el cabello rojizo, hasta el punto que en pleno verano daba la sensación que se tiñera el pelo. Ahora, la piel cetrina con la palidez le daba una coloración extraña, tan rara como los ojos pitañosos que le observaban, de legañas secas, como si no hubiera lavado la cara, dándoles aspecto de cansados, de sumisión, de estar hartos de luchar hasta el punto que parecía tener los párpados semicerrados o semiinflamados, no lo sabía bien, y arrugas avejentándolos.

            – ¿Y?

            – Que tiene una estupenda coartada.

            ¿Se le antojaba a él o Mac tenía la nariz afilada de un fiambre prematuro?

            – ¿Qué tiene que ver eso con el revólver?

            – Voy a hacer de cebo.

            Los labios de Germán palidecieron.

            – Tú estás loco.

            Mac torció los labios en una mueca desencajadamente cómica que no hizo la menor gracia a su amigo.

            – Es cosa de usted, ¿verdad? -escupió a Eduardo.

            Tampoco la pinta del policía parecía muy buena, la del comandante que envía a sus hombres a una misión suicida.

            – No hay otro camino.

            – ¡Que le jodan! Mac, no le hagas caso.

            – Tiene que hacerlo, le pago por ello.

            Germán contempló a Mac como un mamarracho.

            – ¿Haces esto por dinero?

            – No querrás que lo haga gratis.

            – ¡Has perdido el juicio! -exclamó indignado-. Mac, escúchame… -añadió tenue- ¡Maldita sea, no vuelvas la vista! ¿Por qué?

            Los ojos de Mac chispearon borrosamente en una especie de embriaguez turbada. Lo malo es que no estaba ebrio. Germán se sintió conmocionado, embravecido por la situación, pero al mismo tiempo desorientado y confuso.

            – Porque no hay pruebas -le oyó murmurar-. Porque es su palabra contra la mía. Porque tiene la coartada de un robo y mi descripción como el ladrón. Porque es un potentado y yo una piltrafa. Porque nadie me creería.

            Le costó un rato digerir la respuesta de su amigo. Nada en la vida les había salido bien, parecía que el dicho de que existen los nacidos con estrella y los estrellados encajaba con ellos como un guante. Algo que siempre había sabido, a lo que se había resignado sumisamente desde lo más temprano que recordaba de su infancia. Pero Mac era distinto. Con sus altibajos, con sus violencias y depresiones, con todo, no era así, era un luchador, llevando siempre las de perder porque invariablemente caía más y más bajo en aquel abismo en que vivían.

            Se rebeló.

            Alguien tenía que hacerlo.

            No podía permitir que Mac entregara su vida estúpidamente. Los intentos de suicido anteriores los comprendía, eran producto de la desesperación, de su propio espíritu de lucha que no se resignaba a aquella vida. Una equivocación, de acuerdo, pero entraba en el carácter de su amigo. Esto no. Era un disparate, una rendición sin concesiones camuflada en unas respuestas lógicas. El único beneficiado era el policía.

            – ¿Y qué? -estalló. Señaló a Eduardo con la cabeza-. Que se las apañe éste. Es su oficio.

            – ¿Cómo? -Mac se sentía agobiado. Sabía que Germán no podría comprenderle; ni él mismo lo conseguía-. Tomás está investigando su relación a nivel de tráfico con Vicente, quizá lo consiga, pero, ¿cómo se demuestra a nivel de los asesinatos? No hay la más mínima prueba. Sólo un testigo, yo, pero con su coartada me ha condenado al silencio atándome de pies y manos al convertirme en un delincuente. Sólo hay un sendero, Germán. Si quiero demostrar mi inocencia tengo que provocar que dé un paso en falso.

            El Negro blasfemó contra todos los santos del cielo.

            – ¿Conocías a este hombre? -intervino Eduardo.

            Germán negó.

            – No. Cada uno de los que trabajábamos con D. Vicente sólo conocíamos a dos o tres. Era como un salvoconducto para él en caso de que nos detuvieran.

            – Lástima -murmuró el inspector.

            Era cierto, comprendió Germán, no había otro camino. O aquello o huir escurriendo el bulto. Y Mac no era de los que elegían lo último. Era un luchador, volvió a pensar. Por mucho que le desagradara, por mucho que desease no hacerlo, no existía otra solución.

            El cuerpo hético de su amigo parecía más flaco que minutos antes.

            – Mac -se ofreció-, deja que sea yo.

            Las cejas de éste se unieron hurañas.

            – No seas imbécil.

            – Tú tienes mucho que perder.

            – ¡Y tú no, gilipollas! Me acabas de decir que ese tío, D. Eleuterio…

            – Eusebio.

            – … te ha aceptado como novio de su hija y que hasta te da un empleo, y ahora quieres mandarlo todo al carajo.

            – M…

            – No. Hace cuatro años dejaste pasar una oportunidad, no pierdas ésta; quizá no tengas otra.

            – A costa tuya -musitó amargamente.

            – Oye, igual crees que me voy a dejar matar.

            – Claro que no.

            Pero podía salir mal, podía…

            – Pues cierra el pico. Además, él me vio a mí. Tengo que ser yo.

            Nueva obviedad. Germán acató el fallo.

            – De acuerdo -suspiró-, da la cara, pero alguien te tiene que guardar las espaldas.

            – Lo haremos nosotros -aseguró Eduardo.

            – ¿La policía? -masculló Germán- ¡Bonita solución!

            – Tomo nota de tu entusiasmo.

            – ¡Sí, apúnteselo bien! -enfurecido por la impotencia-. Y apunte también que toda la culpa de lo que ha sufrido Mac es de ustedes, y no hablo de ahora.

            – Ya vale, tío -murmuró Mac.

            – ¿Por qué? ¿A quién persiguió el comisario ese de Zaragoza?

            – Es agua pasada. Además, yo había robado al alcalde.

            – Sí, porque te metió mano.

            – ¡Coño! -murmuró Eduardo.

            – Déjame ayudarte -repitió.

            Mac lo miró afectuoso. Lo haría. Pero, ¿por qué exponer otra vida?

            – No. Es arriesgado.

            – Tú me has ayudado a mí.

            – ¡Una leche! -no cedería-. Me vi en tus líos sin comerlo ni beberlo.

            – Pudiste haberme delatado.

            – No me diste tiempo.

            – No te creo.

            – Alucinas.

            Germán señaló a Eduardo con el pulgar.

            – ¿Te fías más de este hombre que de mí?

            – Si me fiase, no cogería el arma.

            – Se te ve la pipa -señaló Germán.

            Mac juró.

            – ¿No tienes alguna chaqueta?

            – Una chupa tejana.

            No dio un paso.

            – Bien -insistió Mac-, déjamela.

            – ¿Por qué? Es mía.

            – No estoy para bromas.

            – Yo tampoco.

            – No seas gilí y déjamela.

            – Si voy contigo.

            Los ojos de Mac se achicaron.

            – ¡Métetela donde te quepa!

            – ¿La chupa?

            – Tu ayuda.

            – No puedes ir por la calle con el revólver asomándote -objetó Eduardo con una sonrisita.

            – Está disfrutando, ¿eh? -gruñó Mac.

            – Estoy corriéndome.

            – ¡Capullo! -susurró el chico.

            Sacó la pistola y la entregó de mal talante a Germán, casi lo aplastó con ella.

            – Como me maten no te lo perdonaré en la vida.

            Se fueron poco antes de que llegara Isabel a preguntar a Germán si sabía algo de Mac. Su llamada telefónica le había alegrado y apaciguado, pero la había llenado de un temor que no sabía explicar. Presentía algo. En la radio habían comentado, hacía cuarenta y cinco minutos, algo sobre un tal Juan -no-sé-qué- Gil Bernardo, de las industrias de D. Vicente Berenguer, a quien habían atracado aquella noche. La policía buscaba al responsable, un muchacho pelirrojo y delgado de unos dieciocho años. La tipología de Mac.

  1. Vicente.

            Demasiada coincidencia.

            No sólo eso.

            Habían interrumpido la emisión para dar la noticia de que el hospital de Alcañiz había sufrido un atentado terrorista, aún no se conocía la autoría del grupo.

            Una bomba.

            Varios heridos y muertos.

            Y Quique y toda la familia de Mac allí.

            El A.L., seguro.

            Una represalia, no había otra explicación.

            Mac debía conocer ya el atentado.

            Debía haber perdido la cabeza nuevamente.

            Desistió de golpear la puerta insistentemente. Allí no había nadie. Seguro que Germán estaba en la clínica visitando a tía Jerónima.

            Se dirigió hacia allí todo lo deprisa que pudo.

 

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