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02
agosto
Aguja de marear (59)

       VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

59

            El cañón de la pistola se fue elevando paulatinamente hasta poder ver el negro agujero. Detrás, una imagen borrosa, indefinida, hacía más manifiesta el arma, que se desvió ligeramente antes de disparar.

            Quique abrió los ojos. Sudaba.

            Sintió una mano en su brazo.

            Juan.

            – ¿Estás bien?

            – Sí -murmuró.

            Mentía. Se encontraba fuerte, las heridas habían sido más aparatosas que graves, pero tenía pesadillas, casi siempre la misma, caído en el suelo, con un balazo en la pierna, y el arma aproximándose, creciendo y creciendo hasta abarcar la totalidad de sus ojos, luego elevándose hasta que el agujero del cañón semejaba una luna nueva; detrás algo informe, desdibujado.

            Cerró los ojos con un gemido. Pestañeó.

            – ¿Dónde está Mac? -preguntó por enésima vez.

            Lo echaba a faltar, como le habría pasado con Juan en caso de haber sido éste el ausente. Necesitaba a toda la familia a su lado, la falta de uno le hacía sentir desvalido pese a los esfuerzos del resto.

            – Preso, ya lo sabes.

            – No es verdad. Mamá ha dicho que el policía que ha llamado esta mañana, le dijo que estaba libre.

            – Pero también le ha dicho que no le permiten abandonar la ciudad.

            – ¿Por qué?

            – No lo sé. Un asunto de la policía, no sé más.

            – Podía llamar -protestó resentido.

            Sí, podía, pero la cosa no era tan fácil. Quizá fueran ciertos los rumores que corrían por el pueblo culpando a Mac del atentado a Quique, sí, seguro que eran ciertos, aunque ignoraba en qué se basaban. Se negaba a creerlos, pero en su fuero interno Juan reconocía la posibilidad. Era el único que, por la vida que llevaba, podía originar aquello como una especie de represalia. Y si ello era así, conociendo a su hermano, Mac estaría que no levantaba cabeza, con un sentimiento de culpabilidad que le impedía descolgar el teléfono para preguntar por el pequeño.

            – Quizá es que no puede -concilió.

            – ¿Qué se lo impide?

            – No lo sé -mintió-. El policía ha dicho asunto policial, quizá no le permiten ni telefonear.

            Quique no contestó, receloso. Se hundió en un silencio mustio.

            Juan desvió la vista hacia la ventana tratando de disimular su preocupación. Aún siendo ciertos los rumores no responsabilizaba a Mac de lo ocurrido. Podía culparle de drogarse, de su forma de vida, pero no de aquello. Su hermano era un inconsciente, pero no tenía mal fondo. Hubiera hecho lo que hubiera hecho nunca debió saber que perjudicaba a Quique; lo habría evitado.

            – ¿Dónde está mamá? -preguntó su hermano.

            – Con los tíos.

            – ¿Tío Anselmo?

            – No. Tía Pruden y su marido.

            – ¿Han venido?

            – Han llegado hace dos horas aprovechando que es domingo.

            – ¿Qué dicen de Mac?

            Era una obsesión.

            – No he hablado con ellos -volvió a mentir sabiendo que el pequeño no le creería.

            – ¿Dónde están?

            – Fuera. Como estabas dormido han ido a un cuartico al final del pasillo para poder conversar.

            – ¿Y Dani?

            – Abajo, creo. No le dejan subir porque es muy pequeño.

            – ¿Crees?

            – Ha habido algo de revuelo. Han pasado unos celadores buscando un crío que, parece ser, se les ha colado. Está todo el hospital en pie de guerra.

            Quique sonrió.

            – Me gustaría que fuera él. Querría verlo.

            – Sospecho que es él -repuso Juan-. Me recuerda mucho a Mac cuando tenía su edad. Este es más tranquilo en apariencia, pero quizá sea peor. Quiero decir, que Mac se mete en líos sin pensarlo y Dani, si lo hace, será porque quiere.

            Quique cambió de postura. Hizo una mueca de dolor.

***

            No dijo todo lo que pensaba cuando salió el tema, demasiado estaba pasando su hermana para que encima le contara toda la verdad sobre el granuja de su hijo. Pablo también guardó silencio, era algo que, de darlo a conocer, debía ser su esposa quien lo hiciera.

            Les extrañó que comentara Eulalia que el policía había dicho que lo habían dejado libre, cuando sabían muy bien que se había escapado, pero era mejor así, una preocupación menos para aquella desgraciada.

***

            Estaba escondido en un cuartucho de limpieza con un humor de perros ante la imposibilidad de llegar al tercer piso. ¡Uno que le faltaba!

            Había cometido una estupidez, se daba cuenta, pero es que tenía que ver a Quique. Sus padres le hablarían de Mac, de lo malo que era, de lo que había hecho. Tenía que verle, darle su versión de los hechos. Mac quería castigar a los que le habían disparado. Los mayores se lo impedían. Sólo permitían dos personas de visita. A sus padres los habían dejado subir, pese a que el cupo de Quique estaba completo, porque venían de fuera, 300 kilómetros, expresamente para visitarle. Pero a él no, era muy niño. Estaba prohibido.

            Tenía las manos en los bolsillos, jugando nerviosamente con los petardos que había comprado en un kiosco mientras esperaba. Era el siete de septiembre, el día que en Andorra se celebraba el chupinazo de inicio de las fiestas patronales. Las de Alcañiz se celebraban por las mismas fechas. Había aprovechado el rato para comprarlos.

            Petardos.

            Los extrajo del bolsillo con una sonrisa maligna. Del otro sacó una caja de cerillas. Lo balanceó todo, cada uno en distinta mano, como si lo sopesara.

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