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26
julio
Aguja de marear (58)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

 

58

 

            Mac echó una ojeada nerviosa a la comisaría. Tenía las manos sudorosas.

            – ¿Vamos? -oyó decir a Eduardo.

            Detrás de aquella puerta quizá le aguardaba la prisión. Se mordió el labio. Descendió latiéndole el corazón aunque aparentara serenidad. Siguió al inspector con las manos en los bolsillos, la puerta le recordó la del la mansión de la película “Psicosis”, lo que no ayudó mucho a calmarle los ánimos.

            Se cruzó con uno de los que le habían detenido, percibió el nerviosismo de éste. Morbosamente se detuvo y lo miró a los ojos preguntándose si sería el que había dado su dirección a D. Vicente. Pero desde luego, sí era el que le había golpeado. Percibió algo. No supo muy bien el qué. Podría ser temor, puesto que el policía no hizo ningún comentario, ningún ademán.

            Mac pensó en hacer algún gesto, algo como sacar un cigarrillo y pedirle fuego, pero era una necedad. Lo rechazó. Permaneció atento, estudiándole con altanería sin darse cuenta que aquello también era un gesto. Era calvo, con el cabello lateral peinado hacia atrás, cejas espesas sobre unos ojos pequeños, ligeramente saltones y prominentes párpados, nariz recta; cabeza redonda, grande para su estatura; labios finos y alargados. Sintió que el nerviosismo del policía aumentaba así como su irritación. Disfrutó con ello.

            – Mac -llamó Eduardo.

            Una última mirada antes de seguirle hacia su despacho. Cerró la puerta.

            Eduardo puso un folio en la máquina, escribió la declaración que efectuaba Mac, quien, después de leerla añadió dos datos más que recordó. Firmó. Luego se efectuó un retrato robot con la descripción que realizó del asesino. El inspector contempló atentamente el dibujo.

            – ¿Estás seguro que es éste?

            Mac asintió.

            – Piénsatelo bien.

            – Es él. ¿Por qué duda?

            – Tráeme el diario de ayer -ordenó a su hombre.

            Francesc regresó a los pocos minutos, entregó el periódico. Eduardo buscó una página. La enseñó a Mac. El chico se sentó, le fallaban las piernas. El rostro exangüe.

            – Repito. ¿Estás seguro que es él?

            Asintió con la cabeza.

            – ¿Lo viste bien?

            – La primera vez apenas me fijé, e incluso cuando salió de los urinarios. Pero cuando fui a buscarlo lo reconocí entre todos los que estaban en el andén. Sí, lo vi bien.

            Francesc se rascó la cabeza.

            – Bueno -comentó Eduardo-, no será difícil comprobarlo. Le heriste en el antebrazo. ¿En cuál? No lo has especificado.

            – El… -cerró los ojos visualizando la pelea-, el izquierdo.

            – Seccionándole una arteria.

            – De eso ya no estoy tan seguro. Sólo es una sospecha.

            – Bien. Pero si es así es fácil que esté hospitalizado, y si no estará en casa. De una forma u otra podremos comprobar el tipo de lesión interrogando al médico que le atendió.

            – Es una bomba, inspector -dijo Francesc-, ¿quién iba a decirlo? -leía el artículo-. Habla de la junta de accionistas de las empresas de D. Vicente Berenguer i Casetas. Parece ser que tenía las máximas posibilidades de ser nombrado presidente.

            Mac parpadeó contemplando al policía. Luego desvió los ojos a Eduardo.

            – ¡Joder! -murmuró.

            – Sí, joder -repuso Eduardo.

            – No es un asesino en serie.

            – No.

            – ¿Piensa lo mismo que yo?

            – No hay otra explicación. Juan Moisés quería su puesto, posiblemente no tanto el de las empresas como el dominio de las drogas. Pero si Vicente formaba parte de una mafia su asesinato podía crear represalias. Solución: ocultar el móvil y el crimen dentro de otros.

            – Como un libro. La mejor forma de esconderlo es en una biblioteca.

            – Ajá. Aparecen así una serie de asesinatos, en principio sin ninguna relación entre sí, excepto en la forma, degollados. ¿Quién diría que la muerte de Vicente no es obra de un psicópata? El último asesinato, y quizá uno o dos más que tuviera previstos, era para terminar de ocultarlo.

            – Eso explica -dijo Francesc- que no saliera nadie reivindicando la autoría cuando se acusó a ese otro chico. Le vino como anillo al dedo para desviar las sospechas totalmente.

            Eduardo dio un palmetazo en la mesa visiblemente animado.

            – Bien, es hora de hablar con Tomás, ¿no crees?

            Mac asintió sin ganas.

            Tomás se puso en pie al verlos entrar.

            – Te presento al testigo de quien te hablé -dijo Eduardo sin dar tiempo a nada.

            – ¿Este?

            – Ya te dije que era de fiar.

            – ¡Si esto es una broma…!

            – No lo es -le dio el retrato robot-. Aquí tienes al asesino de tu familia.

            – ¿Juan Moisés? ¿Crees que me lo voy a creer? ¡Está jugando contigo! Admito que un prohombre sea un criminal, pero ¿dos seguidos?

            – Siéntate, Mac. Tú también, Tomás. Tengo una bonita historia que contarte.

            – No me lo trago -repuso cuando Eduardo le puso al corriente.

            – Es fácil comprobarlo. Mac dice que le hirió en el brazo izquierdo.

            – El brazo izquierdo, la pierna derecha y dos dedos. Tuvo un altercado esta madrugada. Mira el periódico de hoy.

            Había una fotografía. Habían confirmado la presidencia aquella tarde y sufrido un percance con un ladrón al anochecer al negarse a entregar el dinero que llevaba encima.

            – La descripción del ladrón coincide con la de Mac -repuso triunfante Tomás.

            El muchacho agachó la cabeza clavando la vista en el suelo con desaliento.

            – No se puede negar que es listo -comentó Eduardo.

            – ¿Aún das crédito a este embaucador?

            – ¿Cuántos más conocen esta descripción?

            – En esta comisaría soy el único. Acaba de llegar y no hacía más que terminar de leerla cuando habéis entrado.

            – No la des a conocer, creo que está mintiendo. Ayer cometió un error y seguramente después del enfrentamiento con Mac se preguntó por qué lo siguió en vez de avisar a la policía. Debió sospechar algo que no cuadraba con el comportamiento habitual de un testigo. Solución: autolesionarse. Es un personaje conocido. Quizá crea que Mac buscaba chantajearle. Acusándole como ladrón le corta las alas, porque el muchacho no podría presentarse a ninguna comisaría a acusarle de asesinato sin ser detenido. Sería la palabra del chico contra la suya. Nadie daría crédito a Mac.

            Tenía lógica.

            – Admitamos que estés en lo cierto -dijo Tomás-. No puedes probar nada.

            – Hay que buscar otro camino. Conocemos su conexión en las drogas y tienes dos agentes que trabajaban para Vicente. Atacaremos por ahí, a menos que quieras que el asesino de tu familia quede libre.

            Tomás lo miró fríamente.

            – Coge a tus hombres -proseguía Eduardo-. Diles que lo sabes todo, que tienes pruebas que los implican, pero que no les harás nada y olvidarás el asunto a cambio de un favor: detener a Juan Moisés. Explícales el motivo, los asesinatos, seguro que te creen y que buscas venganza. Diles que te traigan pruebas que demuestren su conexión con Vicente y de que es él quien lo ha sustituido como jefe en el tráfico. El resto puedes imaginártelo. A cambio te pido por mi parte que exculpes a Mac y a Germán de las acusaciones que tienes y que retrases el dar a conocer esa descripción.

            Tomás estuvo unos minutos en silencio meditando. No terminaba de convencerse, pero la exposición de Eduardo tenía lógica. No perdía nada con probar.

            – De acuerdo -repuso-. Quiero a ese hijo de puta.

            – Bien. Vamos, Mac, tenemos trabajo.

            Mac apretó los dientes. Luego lentamente se levantó.

            – Estaremos en contacto -dijo Eduardo a Tomás. Señaló el diario-. ¿Pone en qué clínica se le atendió?

            – En Santa María Victoriana. Creo que es accionista. Sigue ingresado.

            – Oiga -gruñó Mac siguiendo al inspector por el pasillo hacia la calle-. ¿Qué está planeando?

            – ¿Qué crees tú?

            – Algo que no me gusta.

            – A ver.

            – El problema reside en demostrar que se autolesionó.

            – ¿Y?

            – Que si no se puede hay que esperar un falso movimiento.

            – No lo hará.

            – No, porque sabe que está descubierto, hay un testigo aunque haya conseguido hacer creer a la policía que es un ladrón. Por otra parte ya ha conseguido su objetivo, eliminar a Vicente.

            – ¿Conclusión?

            – Hay que obligarle.

            – Muy sensato.

            – Quiere ponerme de cebo.

            – ¡Premio!

            – ¡Métase el plan en el culo! -golpeó el pecho de Eduardo con el índice como si fuera un chico de su edad-. No soy policía. No me pagan para ello. Resuelva el caso usted y su gente, que para eso cobran. A mí me deja en paz.

            Eduardo se puso en jarras.

            – Muy bonito -obsequió con un rictus cínico-. Tú solucionas tu problema y a los demás que les den morcilla.

            – Sí, señor, como todos.

            – Escucha, hijo… -condescendiente.

            – ¡No me llame hijo! -enfurecido- ¡no soy su hijo!

            – Has querido suicidarte -hiriente- en más de una ocasión, ¿qué te puede importar entonces ponerte de cebo? ¿Qué puede pasar, que te maten?

            La barbilla de Mac tembló. Los ojos le brillaban. Sus dientes rechinaron.

            – ¿Cuánto me pagará? -preguntó en un sonido gutural contenido.

            – ¿Cómo que cuánto te pagaré?

            – ¿No querrá que exponga mi cuello por el morro?

            – Te he librado de la cárcel, ¿no es bastante?

            – No.

            – No te daré ni un duro.

            – Pues búsquese la vida.

            Chasqueó con los dedos.

            Lo dejó plantado.

            La puerta.

            Las escaleras.

            La calle.

            – Así que todo se reduce al dinero -oyó decir.

            Se detuvo. No había llegado a la esquina.

            – No es el dinero. Es que no quiero hacerlo.

            – Nunca he tenido un ayudante tan respondón. Te ofrezco hacer algo útil.

            – ¿A cambio de qué? Dígame, ¿de qué? ¿Qué gano yo? Si sale bien, unas palmaditas, gracias, Mac. Los honores para usted. Si sale mal, un buen entierro, pobre Mac, angelitos al cielo y espéranos muchos años. ¿Eso es el algo útil que me ofrece?

            – ¡Sí, eso!

            – ¡Pues no lo quiero! ¡Estoy harto de verme en líos que no me conciernen!

            – Es verdad, olvidaba que lo tuyo es la mierda esa que consumes.

            Mac le lanzó una mirada que no se supo si era de odio, de ira o derrotada. Se alejó sin responder.

            – Eres increíble, Mac. La hostia, como decís ahora.

            – ¡Olvídeme!

            – ¡Muy bien, maldita sea, te pagaré!

            Mac giró la cabeza.

            – ¿Cuánto?

            – ¿Cómo que cuánto?

            – Sí, ¿cuánto?

            – ¿Cuánto pides?

            – ¿Cuánto ofrece?

            Eduardo suspiró nervioso.

            – Mil duros.

            – ¿Cinco papeles? No me interesa.

            – ¿Te parece poco?

            – Quiero la mitad de lo que cobra.

            – ¿Crees que soy el banco de España?

            – La mitad o nada.

            – ¡De acuerdo!

            – Y una pistola.

            – No tienes licencia.

            – Pero sí una vida que proteger.

            – En casa de Germán hay dos revólveres, ¿te sirve uno?

            Mac asintió. Sonrió divertido.

            – Está usted con el agua al cuello, ¿eh? -cloqueó.

            – Espero que hagas bien tu trabajo -refunfuñó-. La verdad, no te entiendo. Con esos del A.L. estabas dispuesto a ponerte de cebo.

            – Con ellos tenía una cuenta personal, con éste no. Así que no intente enredarme, ¿quiere?

 

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