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21
junio
Aguja de marear (56)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

 

56

 

            – Bájate los pantalones.

            Mac miró a la enfermera pálido.

            – ¿Eeh?

            – Que te bajes los pantalones.

            ¡Y los calzoncillos secándose! ¡No, si cuando…!

            – ¿Para qué?

            – Te voy a poner una inyección.

            – ¿No puede ser en el brazo?

            – No.

            Le habían puesto unos puntos profundos de catgut, un hilo que le recordó los antiguos bordones de tripa para el tambor pero bastante más delgado, suturándole la capa muscular y otros de seda en la piel. Ahora veía a la enfermera preparar la gammaglobulina antitetánica; golpeaba para que ascendieran burbujitas de aire.

            – ¿No es mucha aguja?

            Cuatro centímetros.

            Medio machete.

            – No seas crío. Y bájate los pantalones de una vez.

            Lo que significaba abrir la cremallera y volver a pelear cuando fuera a subirla.

            Con un suspiro resignado dio la espalda a la sanitaria. Miró a los lados con un rápido movimiento de ojos. Bueno, al menos no había nadie delante que le viera.

            No sintió el pinchazo, tampoco entrar el líquido.

            La riña con su pene y la cremallera fue peor aún que en casa de Eduardo. Estaba demasiado nervioso por la presencia de la mujer y las prisas con que quería hacerlo sólo servían para entorpecer más sus dedos.

            – Demasiados pequeños, esos tejanos, para no llevar calzoncillos.

            Mac enrojeció.

            – Deja que te ayude.

            – No la necesito.

            – Como quieras, pero date prisa que es para hoy.

            Mac se cagó en todos los santos. No había manera. Cuanto más rápido, menos atinaba, más nerviosismo y más torpeza.

            – Muchacho, o te gusta exhibirte o la tienes muy grande.

            La cara de Mac ardió.

            – Trae, anda, o no acabarás nunca.

            – No la…

            – No seas niño. ¿Ves? Ya está.

            Mac no se atrevió a mirarla.

            – Ahora súbete la manga.

            – ¿Para qué? -balbuceó.

            – Te falta la vacuna.

            – ¿Otra inyección?

            La gammaglobulina había empezado a doler a medida que pasaban los segundos.

            – Otra. No me digas que tienes miedo, a tu edad.

            Subcutánea.

            – Dentro de un mes te pones la segunda dosis,

            – Espérame sentada -murmuró.

            – ¿Qué has dicho?

            – Que si la sutura está bien atada.

            – ¡Que pregunta!

            – ¿Cuándo me he de quitar los puntos?

            – Dentro de una semana.

            – ¿Y los de dentro?

            – Se disuelven.

            Salió fuera. Al dar el primer paso sintió un dolor lacerante en la nalga. Cojeó. ¡La madre que fundó a la enfermera!

            Eduardo estaba sentado en la sala de espera.

            – ¿Cómo ha ido?

            – No haga preguntas.

            Eduardo sonrió. La expresión de Mac era muy peculiar, mezcla de enfado y vergüenza. Se preguntó lo que habría pasado dentro.

            – ¿Puede saberse qué le hace gracia?

            – Nada. Vamos a lo importante. Aquí no ha venido ningún herido en el antebrazo.

            – Pues lo está.

            – Habrá ido a otro hospital. Lo encontraremos. Seccionar una arteria no es moco de pavo.

 

***

 

            Eduardo detuvo el automóvil, lo aparcó. Mac miró extrañado por la ventanilla; allí no había ningún hospital.

            – Espera aquí, voy a hacer una visita.

            Mac movió la cabeza con conformidad. Miró el reloj, las nueve de la mañana. Cerró los ojos, habían estado toda la noche de hospital en hospital buscando a aquel hombre, preguntando en Urgencias por todos los heridos en el brazo. Había amanecido y lo único que habían conseguido era cansarse y gastar gasolina.

            Tenía sueño. Se sentía decepcionado. Eduardo había asegurado que lo encontrarían, pero lo cierto es que estaban como al principio. Aquel fulano no había acudido a ninguna clínica. Eduardo seguía convencido. Si había seccionado una arteria con el bisturí no tenía otro camino que el hospitalario, incluso una arteria pequeña, cortada, podía matar a una persona. Por lo pronto el homicida se habría puesto un torniquete y después acudido a algún servicio de Urgencias. Básico y elemental.

            Mac no estaba tan seguro.

            Vio a Eduardo introducirse en un portal. Cerró los ojos, le costaba mantenerlos abiertos. Se durmió con la cabeza y el cuerpo reclinados sobre la portezuela.

 

***

 

            Fermín observaba a su hija fregando con energía los platos que dejó pendientes el día anterior. La muchacha tenía el rostro crispado, los ojos brillantes y enrojecidos. No había podido hablar con ella aquella noche, se encerró en su cuarto y no hubo forma. El padre vio frustrado su intento de acercamiento, averiguar lo que le pasaba y dar la nueva de que había acudido a un centro de alcohólicos rehabilitados.

            Carraspeó para llamar su atención.

            – ¿Qué quieres?

            – ¿Qué te ocurre?

            – No me pasa nada.

            – Vamos, hija. Es Mac, ¿no? ¿Ha intentado algo?

            – ¿Siempre estás pensando en lo mismo?

            Fermín calló. No podía esperar que se solucionara mágicamente el distanciamiento y recelo de aquellos años. La dejó sola sin insistir.

            Isabel, perdida en sus meditaciones, ni se dio cuenta que su padre aún no había tomado una gota de alcohol aquella mañana.

 

***

 

            Eduardo llamó al timbre. Abrió un joven dos años mayor que Mac.

            – Hola, papá.

            Había cambiado en aquellos tres años, se dijo Eduardo. No había crecido, pero sí enreciado. Tenía un rostro cuadrado, como la mandíbula, y la musculatura típica de un buen nadador. Los ojos le recordaban el ámbar gris aún más que cuando era niño.

            – ¿Está tu madre?

            – Está trabajando.

            – ¿Tú no tenías que estar en el universidad?

            – Las clases son por la tarde.

            La puerta estaba semiabierta ocupando él el espacio en actitud defensiva. La mano izquierda en el picaporte.

            – Bueno -dijo Eduardo-, déjame pasar.

            – No hay nada de qué hablar, papá.

            – Eso no quiere decir que dejes a tu padre en el pasillo.

            El joven titubeó. Echó a un lado. Siguió a Eduardo hasta el comedor.

            – ¿Qué haces aquí? -espetó.

            – Venir a veros.

            – Con tres años de retraso y a las nueve de la mañana. ¿Ya estás bebido?

            Era más alto que su padre.

            – Os cuesta perdonar.

            – Son muchos años de putadas, papá, una detrás de otra. Hace la tira que no nos vemos, desde que tú y mamá os separasteis. No te has preocupado de nosotros ni un segundo. Y ahora de pronto te presentas a primera hora de la mañana deseando que te recibamos con los brazos abiertos.

            El tono era más dolido que rencoroso.

            – No es visita de cumplido. Hay un asesino suelto que mata indiscriminadamente, sólo quiero advertiros que no os fiéis de nadie.

            – Bien, vale, tomo nota.

            La voz ahora fue tensa. Lo de visita de cumplido no le había caído bien.

            – Abajo tengo un chico herido. Le he prestado una camiseta que te olvidaste en casa.

            – Te la puedes quedar.

            Ahora, agresivo. Eduardo se cargó de paciencia.

            – ¿Y tus hermanas?

            – La una en el colegio, la otra trabajando.

            Estaba todo dicho. Eduardo había esperado que el tiempo restañara las heridas, pero estaba visto que no era así. La verdad es que había sido Mac quien, sin proponérselo, le había empujado a dar aquel paso. La conversación que habían mantenido en el coche nunca la tuvo con sus hijos por mucho que la deseó. El alcohol siempre lo había impedido, siempre presente; aunque estuviera sobrio estaba delante imposibilitando toda aproximación.

            – Me alegro de verte -se despidió-. Siempre es agradable visitar a la familia.

 

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