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mayo
Aguja de marear (54)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

 

54

 

            Eduardo miraba atentamente.

            – ¿Alguna huella?

            – Muchas -murmuró el compañero, calvo, cuello musculoso y aspecto de San Antonio-. Ten en cuenta que es un servicio público. Aunque no creo que nos puedan ayudar.

            El cadáver estaba con los pantalones bajados hasta los tobillos, los calzoncillos no, la camiseta en un rincón mostrando el torso desnudo.

            – ¿Tiene rastros de semen? -preguntó al forense.

            – Posiblemente los tenga. Te lo diré cuando lo llevemos al Instituto para la autopsia. Pero teniendo en cuenta a lo que se dedicaba adivina de quién será.

            – ¿Signos de violación?

            – Ninguno. Tampoco hay violencia física, no se dedicaba al sadomasoquismo y respecto a que se haya defendido no hay nada. El asesino fue muy rápido, como siempre.

            Eduardo leyó la documentación del chico. Veintiún años. Mecánico. Soltero. Se preguntó si sus padres sabían algo. Seguro que no. Además, ¿era chapero o simplemente iba de ligue? Un documento militar; aquello explicaba su cabello corto en contra de la moda, era un recluta, aún no había jurado bandera. Forastero. De Jaén capital. Era tener mala suerte. Sábado. Le debían haber dado permiso de fin de semana y debido a la distancia prefirió quedarse en la Ciudad Condal. Quizá necesitaba dinero y creyó que aquel era un sistema rápido. Quizá era homosexual y estaba quemado de ver tíos buenos en el campamento y tener que reprimirse. Acudió a los urinarios como sus compañeros a las prostitutas. La verdad no la sabría nunca y tampoco tenía importancia. El joven era uno más de la lista, y como siempre, ninguna relación con el resto, porque deducir que el asesino era marica era arriesgar mucho y casi seguro que se equivocaría. Aquel chico estaba muerto por el simple hecho de que el homicida lo encontró a él y no a otro.

            – ¿Cuánto calcula que murió?

            – Unas dos horas aproximadamente.

            Dos horas. Mac había telefoneado hacía una.

            Frunció el ceño.

            ¿Qué habría estado haciendo en aquella hora perdida? ¿Asustarse? No parecía el tipo de chico que se amedrentara con aquello.

            – Otro.

            Eduardo miró a Tomás.

            – Pronto te has enterado. ¿Qué haces aquí?

            – Sabes que me interesa el caso.

            – Adelante -dejó paso con ademán de invitación-. A ver si se te ocurre algo.

            – ¿Insistes que Germán no es?

            – No lo es. Y esta vez hay un testigo de confianza.

            – ¿Quién?

            – No es tu caso. Dedícate a narcóticos.

            – Quiero saberlo.

            – A su tiempo. Sólo puedo adelantarte que Germán es inocente.

            No se preocupó en sostener la mirada de Tomás, salió a los túneles.

            Eduardo abultó la mejilla izquierda con la lengua mientras se la rascaba contemplando pensativo la extensión del túnel.

            Mac tenía que haber estado en aquel pasillo para ver al asesino entrar con la víctima, lo que quería decir que el homicida también lo vio. ¿Huyó perseguido por éste? Podría ser. No interesaban testigos, y no pudo telefonearle hasta que no lo despistó y se sintió a salvo.

            El muchacho era avispado, posiblemente podría confeccionarse un retrato robot. Al fin algo sólido.

            Regresó al retrete. Volvió a estudiar al recluta. Estaba doblado sobre su cintura en una posición peculiar. Posiblemente lo mató de pie y lo empujó al váter muerto ya, de ahí cayó al suelo. Llevaba unas bambas nuevas, tal vez compradas aquel día, un foco en medio de la suciedad imperante. Los ojos azules abiertos, sorprendidos.

            – ¿Algo nuevo, Pepe? -preguntó.

            – Nada. El mismo estilo, la misma navaja. Pero la huella que encontramos en casa de D. Vicente Berenguer no está. Esta vez ha sido más cuidadoso.

            – Aquella huella no se corresponde con la del criminal.

            – ¿Cómo lo sabes? -preguntó el subordinado.

            – Porque la comprobé.

            – ¿Lo has expuesto en el informe? -preguntó Tomás. Lo tenía detrás.

            – Ya lo haré -sonrió cínico.

            – Estás jugando con fuego. Creo que te equivocas en tus deducciones.

            – ¿Qué has encontrado? -fue la respuesta que obtuvo de Eduardo, quien le dio la espalda para hablar con Pepe.

            – Una dirección. Una pensión parece. Estaba en el bolsillo pequeño.

            Debía alojarse en ella para cambiarse de ropa. Ir a los urinarios con sus intenciones y vestido de romano…

            – Bien -comentó-, encárgate tú mismo de localizar a su familia para identificar el cadáver.

            Ahora a ver lo que contaba Mac. Tomás interrumpía el paso en la puerta. Se miraron a los ojos.

            – Quita de ahí o te aparto de un puntapié -murmuró.

            Tomás se hizo a un lado.

            – Es desesperante, ¿verdad? -concluyó Pepe cuando Eduardo hubo desaparecido.

            Tomás no contestó.

 

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