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10
mayo
Agujar de marear (51)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

 

 

51

 

            Mac parecía un niño apesadumbrado aquel atardecer sentado en el escalón de la calle de la casa de Isabel cuando lo vio ésta. Perdido, desconcertado… eran muchos los adjetivos que le cuadraban en aquel momento. Sonrió tiernamente aproximándose. Mac alzó los ojos al oír los pasos. Se puso en pie como un colegial que ve a la chica de sus sueños. Ahora parecía hasta confundido. No caminó hacia Isabel, dejó que fuera ella quien se acercara. Abrió la boca.

            – No digas nada -cortó dulcemente la muchacha.

            – Soy un gilipollas.

            – Sí, un poco.

            Había cariño en su sonrisa. Mac respondió con otra torpemente.

            – ¿Te apetece tomar algo?

            Fueron a un bar próximo, una especie de chiringuito con grandes cristaleras y mesas en el exterior. Se sentaron en una, pidieron la consumición y durante bastante rato estuvieron en silencio, bajo la agradable temperatura, mientras el cielo iba oscureciéndose. Isabel esperaba sin saber qué decir, observando al muchacho de rostro ausente y ojos graves. Intentó leer en ellos, pero sólo obtuvo una pantalla que ocultaba los pensamientos de Mac.

            – ¿Los han detenido? -murmuró mirando vergonzosamente el tablero.

            Ahora Isabel sólo le veía las cejas en una frente de diminuta transpiración; debajo, los párpados estaban recogidos y las pestañas temblaban.

            – Sí, a todos.

            Mac tragó saliva. Jugueteaba con dedos nerviosos en el vaso.

            – No le des más vueltas -rompió el fuego al final la chica.

            – Es que no sé lo que me pasa -su voz fue como un gañido-. Hay ratos que no, que razono, pero en cambio otras veces, no sé, sólo deseo destruir, hacer daño. Incluso… -su voz se ahogó- creo que no me importaría matar.

            – No pienses.

            – ¡Es que hay que pensar! -se quejó. Evitaba los ojos de Isabel huyendo con los suyos-. Yo no era así -gimió-, lo sabes. ¡Joder! Esta mañana… esta mañana, lo comprendo, bien, creía que habían matado a Quique, estaba furioso, bien, era mi derecho, ¿no?, lo era, ¿no crees?

            – Sí, lo era.

            – Pues eso, lo era. Lo perseguí; hasta ahí bien, pero… -ahora estaba llorando- esta tarde, lo lógico, ¿no? la policía, es cosa de ellos, ¿no? Yo… ¡Dios mío, no sé ni cómo decirlo!

            – Olvídalo.

            – Es que hay más…

            Le salían mucosidades por la nariz. Se las limpió con el dorso de la mano.

            – … más… No sabes lo de la cárcel. Dejé a uno ciego y a otro inválido, se metieron conmigo, Tomás los azuzó, y yo… ¡pero es que me alegré!, deseé hacerlo, disfruté, disfruté, Isabel -sus hombros se sacudieron más fuerte-, deseaba hacerlo, sentí placer, ¿puedes creerlo?, placer, y luego disparé contra Tomás, como lo oyes, le disparé, no quise matarlo, pero lo habría hecho de desearlo, no habría temblado.

            – Vamos, Mac.

            – Es la verdad, no te miento.

            Se cortaba las uñas de una mano con los de la otra.

            – He estado toda la tarde dando vueltas. Lo primero que pensé, cuando salí, fue cargarme al cabrón que faltaba. Tenía algo de dinero, y dónde había una armería, algunas venden pistolas ilegales, siempre hay alguna, y si no tenía bastante para pagar, la robaría o atracaría al dueño, me sentía capaz de hacerlo, lo haría, y entonces me vi, al pasar por un escaparate, era yo, pero mis ojos no, no eran míos, eran los de Gabriel, tenían su mismo brillo, los conozco, no se me han olvidado en la vida, mis ojos brillaban como los suyos, como… me estoy convirtiendo en él, en lo que era él, entonces reaccioné, no sé, volví a ser yo, es como, como si hubieran dos dentro de mí, no sé.

            – Tú nunca serás como él.

            – Entonces es que estoy volviéndome loco.

            – No, Mac.

            – ¿Qué explicación hay?

            Isabel volvía a sentirse perdida como horas antes. Había sabido cómo actuar días atrás, pero ahora aquello era diferente. No iban a beneficiar en absoluto a Mac los gritos o las discusiones. Aquel bajón (se negaba reconocerlo como depresión) no era producto de haber matado a Gabriel.

            – No sé qué hacer -murmuró Mac. Luego guardó un silencio horrendo. Isabel vio como aumentaba su sudoración, los labios tiritaban, y la barbilla, como si quisiera decir algo y una parte de sí mismo luchara contra ello-. Quiero que dejemos de vernos -consiguió articular.

            Durante unos segundos Isabel no se dio cuenta que no respiraba. Había esperado cualquier cosa menos aquellas palabras. No reaccionó, no pudo, no supo, no habló ni movió un músculo de su rostro. Miraba a Mac con incredulidad, con la sensación de que estaba dormida y aquello era un mal sueño. Mac estaba en silencio, la vista siempre en la mesa, y entonces lo vio levantarse con la lentitud de un enfermo.

            – Adiós -pareció murmurar.

            Adiós.

            No hasta luego.

            Lo vio alejarse sin moverse del asiento, sintiendo un dolor físico que no habría sabido definir. Consiguió reaccionar. No tuvo que correr para alcanzarlo, Mac caminaba como si tuviera plomo en los pies. Lo asió del brazo para detenerle, lo sintió fláccido, como el de un muñeco roto.

            – Mac, no puedes irte…

            – ¿Por qué?

            ¿Lo dijo o creyó que lo decía?

            Tenía la mente entumecida. Algo bloqueaba la conexión de su cerebro a la boca impidiéndole hablar. Miraba al muchacho con la esperanza de que éste leyera en sus ojos. Nunca se había sentido así. Sin saber qué hacer, sin saber qué decir o cómo actuar. Y tenía que decir algo, hacer algo o Mac se iría.

            – ¿Quieres compartir mi vida? -murmuró el chico- ¿Soportar mis aspavientos, mis subidas, mis bajadas, mi violencia…? ¿Eso quieres? -negó él mismo con la cabeza-. Es mejor así.

            – Mac… -suplicó. Al menos que le escuchara-, te necesito -musitó sin ser ya consciente de sus palabras.

            Pareció que iba a decir algo, pero tan sólo desvió la vista dolorosamente. El gesto hizo renacer las esperanzas de la muchacha.

            – Te quiero.

            Volvió a mirarla. Eran unos ojos extraños, inconsistentes. Isabel leyó sufrimiento. Parecían dudar, que deseaban besarla.

            – Del amor al odio sólo hay un paso.

            No sentía lo que decía, Isabel lo supo, como también supo que hablaba en serio, que había tomado una decisión y la llevaría a cabo por mucho que lo destrozara. Volvió a sentirse impotente, sin argumentos, la mente bloqueada. Lo habría maldecido, arañado, de haber tenido una micra de ánimo.

            – ¿Qué será de mí? -fue lo único que consiguió pronunciar.

            Nuevamente sufrimiento en los ojos antes de metalizarse.

            – No te pongas en plan novela rosa, Isabel. No te va.

            Le hizo daño, lo supo enseguida. Por primera vez desde que se conocían había conseguido herirla. Sintió como una puñalada en el estómago y un sabor amargo en la boca al ver que los ojos de Isabel se vidriaban. Deseó disculparse, pero sus labios permanecieron incomprensiblemente sellados.

            Prosiguió su camino, si es que tenía alguno, dándose cuenta que él mismo se cerraba todas las puertas.

 

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