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03
mayo
Aguja de marear (50)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

 

50

 

            Sergio estuvo todo el trayecto pensando en la explicación que podía dar a Germán. Lo cierto es que no hizo falta. Le agradó saber que Mac no había matado a nadie y le preocupó la forma como se había vuelto a marchar.

            Felipe seguía en la cocina. Eduardo en comisaría redactando la declaración en limpio y conseguir una orden de arresto. Isabel permanecía indecisa sin saber si quedarse o irse casa, desbordada como nunca creyó poder estarlo por aquella situación. Germán paseaba meditando.

            No había nada que hacer allí. Sergio se fue a visitar a su abuela. El hospital le impresionó, no había ningún tipo de masificación como en los de la Seguridad Social, y luego no acertaba adivinar cómo habían conseguido aquel difícil equilibrio entre el lujo y la austeridad.

            Halló a la tía Jerónima con buen color escuchando a D. Eusebio. Elisabet en un rincón.

            Se aclaraba el asunto. Sergio lo prefirió así. D. Eusebio le llamaba pillo, aunque la peor de todos había resultado ser su hija. ¡Si su Victoriana levantara la cabeza! Se sentía avergonzado por caer en sus artimañas acusando a un inocente, el desdichado Arturito, de algo tan deplorable. Debía disculparse. El pobre lo había negado, mas no le creyó. ¿Qué podía decir si estaban sus padres en casa? ¿Qué podía jurar frente al baldón a su linaje? Todo falso. Había mancillado su honor con las injurias de su hija. Su abuelo se había batido por menos. Y menos mal, menos mal, que los padres de Arturito no estuvieron presentes en la habitación. Una afrenta, una mácula, un golpe para ellos al traer la ignominia sobre su familia.

            Peor aquello que los otros embustes de su hija. A ninguno había dañado excepto a él, mas era padre y perdonaba. Lo de Arturito era distinto. Lo había difamado atentando contra su honor y aquello era grave.

            Señalaba a su hija con dedo acusatorio mientras hablaba y que no parecía en exceso arrepentida. Lamentaba lo sucedido, pero si su padre hubiera sido de otra manera no habría hecho falta nada. Por otra parte todo había salido bien, con ello se contentaba. Además, ¿no demostraban todos los políticos (que su padre admiraba), fueran de izquierdas o derechas, demócratas o fascistas, no demostraban, con sus actos, que el fin justifica los medios?

            Había otras cosas de qué preocuparse, proseguía D. Eusebio. La confesión de Elisabet era aún más fantástica que sus embustes, empero tía Jerónima lo corroboraba todo. En ella ponía su confianza, creía que no era mujer que accediera a mentir en algo tan serio. Como el inmortal Pedro Crespo: el honor es patrimonio del alma y el alma es de Dios. Era, creía, una mujer respetable. La declaración debía ser cierta. ¿En verdad Germán era buen muchacho, sus intenciones serias? Con todo no peor que su propia hija, Isabela Marciana de las Virtudes Pías…

            Elisabet hizo una mueca.

… ¡Oh, de no ser varón, lloraría! Al menos había sido honesto, no le mintió, demostró ser un hombre al enfrentarse con él y hasta espíritu de enmienda si tenía la oportunidad de obtener trabajo honrado. Él se lo daría. Accedía momentáneamente al noviazgo del llamado Germán con su hija Isabelita. Si la evolución del muchacho era satisfactoria podría llegar el día que consintiera el matrimonio. Mas debían esperar a que conociera bien las intenciones del mancebo, y por otra parte, eran los dos aún excesivamente jóvenes.

            ¡Victoriana, que tiempos! ¿Quién les iba a decir que su hija amara a…? Mejor no pensar.

            ¿Así que Vicente…? ¿También corroboraba aquello, tía Jerónima? ¡Quién lo iba a decir! Él que creía conocerlo. No es que fueran amigos, pero congeniaban bastante. Sí, Isabelita, lo conocía. Era un industrial importante y eso hacía que coincidieran en numerosos círculos.

            Acusaban a Germán de aquel asesinato y de otros cuatro. Aquello le costaba más creerlo, no parecía un asesino. Aunque, bien es cierto, ningún psicópata lo parecía. Mas empero no concordaba lo poco que conocía de su carácter con actos tan deleznables como el homicidio frío, premeditado, o compulsivo, puesto que su personalidad… ¿Qué dices, Isabelita?

            Pobre Vicente. Cuan pena le daban su esposa e hijas, tan niñas. El futuro de sus negocios, hablaba de los legales, naturalmente, estaba asegurado, se salvarían. Aquel día había junta de accionistas y era probable que nombraran presidente al que hasta entonces había sido vice. Se refería, por supuesto, a Juan Moisés, joven brillante y prometedor, que… Mira, tampoco es mal partido, Isabelita… Bien, si te obstinas callaré, dejaré que transcurra el tiempo y que tu bendita madre Victoriana Juana interceda para que no te hayas equivocado o te abra los ojos. Sólo anhelo tu felicidad.

            Que vergüenza. No podía dejar de pensar en Vicente. Un traficante. Dios, Dios.

 

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