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17
marzo
Aguja de marear (47)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

47

            Mac empujó violentamente a Felipe para que entrara tan pronto abrió la puerta Germán.

            – No he tenido tripas para matarlo -murmuró con mirada asesina hacia Felipe, quien seguía tan pálido como al principio sin poder creer en su suerte. Sin embargo, durante el trayecto, no había osado intentar escapar convencido de que entonces sí que Mac no habría tenido compasión.

            Germán sonrió fraternalmente golpeando en el hombro de Mac.

            – ¿Aún está el policía?

            – Sí.

            – Llam…

            Se interrumpió al ver a Isabel saliendo al pasillo. Lo abrazó. Respondió. Sintió el miedo de la muchacha.

            – Hala, vamos -tranquilizó-, estoy bien.

            – Estaba tan asustada.

            Había acudido a casa de tía Jerónima con la esperanza de que Mac estuviera allí, enterándose de que había huido de la prisión, no de que lo hubiera soltado Tomás como creía. Luego lo demás. Temió, no por su suerte, sino de lo que hiciera.

            Mac le besaba los cabellos. Estaba bien, no había pasado nada.

            Germán los dejó solos conduciendo a Felipe. Eduardo no se movió del asiento.

            – Aquí lo tiene.

            – ¿Quién es?

            – Supongo que el que disparó a Quique. Ahora nos lo explicará Mac.

            – Yo no disparé.

            – ¿Quién lo hizo?

            – ¿Quién es usted?

            Eduardo se identificó como policía.

            – Quiero un abogado.

            – ¿Un abogado? -Eduardo puso cara cómica- ¿Para qué?

            – Tengo mis derechos.

            – ¿Derechos? Tienes derechos. ¿Y qué ocurre? ¿El niño que atacasteis no los tenía?

            Felipe no respondió. De pronto el policía parecía más peligroso que Mac.

            – ¿Cómo se te ocurre exigir que respetemos tus derechos cuando tú no has respetado ninguno?

            Era más prudente no abrir la boca y Felipe optó por callar.

            – Te voy a decir tu situación. No te ha capturado un policía, no hay orden de detención, no constas en ningún documento. Podemos matarte impunemente y nadie se enteraría…

            Mac levantó la cabeza del cabello de Isabel prestando atención.

            – … En un juicio, quizá el juez te libre, porque no se pueda demostrar tu culpabilidad o por incumplimiento de algún tecnicismo. Pero para ello tiene que existir juicio. Así que no me vengas hablando de tus derechos, háblame de los derechos de Quique, pero no de los tuyos. Con que si quieres salir vivo de esta habitación y que exista juicio, ya me estás diciendo los nombres de tus compinches y las direcciones. Quiero saberlo todo.

            Felipe no respondió.

            – ¿Y bien?

            – ¿Qué quiere saber?

            – Espera. ¿Hay papel?

            – Tiene que haber -respondió Germán.

            – Quiero que escribas su declaración.

            El Negro regresó con una libreta y lápiz. Empezaba a escribir cuando entró Mac seguido de Isabel. Escuchó atentamente. La calle Dante, el número, el piso, lo que más le interesaba, y Francisco y otro que no conocía, un tal Fidel. ¿Si sería el hombre con los que había visto hablar en otras ocasiones?

            – ¿A.L.? -preguntó Eduardo.

            – Aragón Libre -aclaró Mac.

            – ¿Un grupo terrorista? -dedujo.

            – Por supuesto.

            – Esto es más interesante de lo que pensaba. Sigue hablando.

            No debían escapar por tecnicismos, y desde luego tal como iban las cosas cualquier abogado avispado conseguiría que los dejaran libres. Era preciso pensar algo.

            Cuando acabó de hablar Felipe firmó la declaración. Ahora Eduardo lo condujo a la cocina, hizo con ropas que encontró tiras para atarlo y mediante cuchillos una trampa, de tal forma que cualquier movimiento de Felipe haría que se le clavaran mortalmente, asegurándose que no intentaría desatarse.

            Tenía maña. Mac siguió atentamente el proceso convencido que no era la primera vez que lo hacía.

            Al acabar Eduardo los reunió en el comedor.

            – Esto es un asunto serio -comentó añadiendo las grandes posibilidades de que el juez los liberara.

            – Entonces, ¿qué se puede hacer? -la voz de Mac era fría, desencantada de la Ley y nuevamente dispuesto a tomarse la justicia por su mano.

            – Hay que hacerlo dentro de la legalidad. Al menos en apariencia. No puedo contar con mis hombres porque se descubriría el pastel. Os necesito a vosotros para la detención. El plan es este. Vamos, los detenemos, los traemos aquí, los hacemos confesar si es que quieren salir vivos…

            – ¿En serio sería capaz de matarlos? -preguntó circunspecto Germán.

            – Desde luego -pareció asombrado por la pregunta-. No merecen perdón.

            – Métodos fascistas -murmuró Isabel.

            – Casi matan a mi hermano. ¡No me vengas con métodos fascistas!

            – Bueno, hombre, sólo era un comentario.

            – Decía que los traemos aquí para que confiesen. Me voy a comisaría a escribir la declaración a máquina con toda legalidad. Regreso, las firman. Y entonces acudo a buscar una orden de detención para cada uno de ellos, porque hay un testigo, tú, Mac, que los inculpa. Después de todo te propusieron entrar en su grupo, a lo que te negaste, atacando consecuentemente a tu hermano para asegurarse tu silencio.

            – Es que ocurrió así.

            – Bien. Ya con la orden, vengo aquí y me los llevó a comisaría. Con lo cual, tenemos la orden y las confesiones. Todo legal de cara a la galería. Naturalmente cuando hablen con su abogado dirán lo que ha ocurrido realmente, pero les desafío a que puedan demostrarlo.

            – ¿Y si se autolesionan? Porque ahora, con la democracia tendrían un agarradero. Denunciarían tortura policial.

            – Ojalá estuviera Franco.

            – No digas estupideces, Mac -recomendó Eduardo-. Es cierto que se tenía más mano dura con los delincuentes, y que no iba mal, pero no lo es menos que había mucho abuso y pagaban justos por pecadores.

            Mac no respondió, bajó la vista mustio, los brazos cruzados.

            – Pero lo de la autolesión es cierto -concluyó el policía-. Claro que eso se evita advirtiéndoles que como se les ocurra hacerlo irán directos al cementerio.

            Aquello no le gustaba a Isabel, era un trabajo para la policía, ¿qué se sabía Mac, e incluso Germán? Lo más probable es que salieran heridos. Pero no dijo nada, aún recordaba su propia reacción cuando Tomás lo detuvo. Por otra parte oponerse a ello habría sido tocar la fibra más sensible de Mac, quería a sus dos hermanos, pero por Quique sentía algo especial, tal vez porque era el pequeño o porque el enfrentamiento que existía con Juan  no estaba con él.

            – Esta es la situación -concluyó Eduardo-. Naturalmente existe otra forma. Conseguir primero la orden para el que ya tenemos, después la de los otros y presentarnos, mis hombres y yo, a detenerlos.

            – Es la mejor manera -dijo Isabel.

            – ¿Yo que haría entonces?

            – Nada, Mac. Sería asunto policial.

            El chico no respondió.

            – Acepta lo último -murmuró Isabel-. Lo cogerán igual. Y es peligroso.

            – ¿Cómo es mejor?

            – ¿Desde qué punto de vista? -respondió Eduardo.

            Mac sonrió pensativo. El policía era un tuno. Había estimulado su afán de venganza simplemente para darle la vuelta a la situación y conseguir que desistiera. Después de todo el que hubiera entregado a Felipe no significaba que hiciera lo mismo con los otros, podían cruzársele los cables, podía descubrir algo nuevo que le hiciera llegar hasta el final. Eduardo quería asegurarse su inactividad, pero no picaría el anzuelo.

            ¿En qué estaría pensando? No le gustaba aquella sonrisa como de ausente. Sabía que el chico no era ningún estúpido, pero posiblemente aún lo había subestimado. En algún punto había equivocado la respuesta y el muchacho se había dado cuenta de la jugarreta.

            – Germán, convéncele -pidió Isabel, demasiado preocupada para darse cuenta realmente de lo que pasaba.

            – Es asunto suyo.

            – ¡Estáis locos los dos! ¡Y usted! ¿Qué clase de policía es?

            Mac estudiaba al Negro. ¿De parte de quién estaría? La respuesta era típica de él, pero aún así…

            – ¿Me ayudarás? -tanteó.

            – Sabes que sí -respondió Germán.

            – ¿Qué pasará si hay algún muerto? -Mac siguió el juego al policía.

            Cuidado con la respuesta, se dijo Eduardo. Iban de pillo a pillo.

            – Ya sea alguno de nosotros o de ellos, será difícil dar explicaciones.

            Una contestación que no decía nada. Mac lo intentó de otra forma.

            – Se juega la carrera.

            – Vosotros la vida.

            Tenía respuesta para todo.

            – También usted, no tenemos experiencia.

            – ¿Es que nadie va a escucharme? -alzó la voz Isabel.

            Mac estaba desconcertado. De lo único que estaba seguro es que el policía quería que renunciara a la venganza por él mismo y no por imposición. Toda la conversación no era más que una farsa en este sentido. Tal vez pensase que si salía de él había más posibilidades que cumpliera su palabra. Si así era es que no lo conocía. Demasiado listo. El único que parecía haberse dado cuenta del juego era él, sin embargo no conseguía que Eduardo cometiera un falso movimiento para poderlo demostrar a sus amigos.

            – Estarán en alerta -analizó Mac buscando ganar tiempo para recapacitar-. Felipe ha desaparecido y estarán preocupados. Si se presenta con sus hombres quizá los descubran y huyan. Pero no sospecharán de Germán, es un chico, y usted no tiene aspecto de policía.

            El muchacho era tan ladino como él. Tenía que reconocerlo.

            – A ti te conocen -señaló Eduardo.

            – Pero creerán que actúo solo. No huirán. Como mucho sospecharán que tengo algo que ver con la desaparición de Felipe y vendrán a por mí.

            – Es peligroso ponerse de cebo -dijo Germán. De pronto estaba visiblemente preocupado. Detectaba algo, no se había dado cuenta hasta aquel momento, pero algo había entre su amigo y el policía, que no le gustaba.

            – No será muy sano, no, si me dejo coger.

            – ¿Cómo puedes bromear encima? -Isabel le habría arañado, furiosa consigo misma porque no sabía cómo manejar el asunto-. Mac, escúchame, ¡mírame! ¿Qué ganas dejándote matar?

            – Evitar más problemas a mi familia.

            No bromeaba.

            – Te acusas de lo ocurrido -adivinó la chica- ¡Te estás culpando!

            No salía de su asombro.

            Eduardo frunció el ceño. El chico había cometido un grave error con su respuesta. Era de agradecer que aquella muchacha tuviera la cualidad de hacerle reaccionar más con el corazón que con la cabeza. Pero aquello era nuevo, no era una simple venganza como había sospechado, era bastante más complicado. La personalidad de Mac era más compleja de lo que parecía. Existía una lucha continua consigo mismo con subidas que le conducían a una violencia en ocasiones desenfrenada y bajadas en las que usaba aquella misma violencia para autolesionarse. Necesitaba de alguien que le diera estabilidad, quizá la muchacha con el tiempo, pero ahora no, Isabel no terminaba de comprenderle lo suficiente.

            Germán estudiaba atentamente a su amigo.

            – Buscas un nuevo Antonio que te dispare -concluyó gravemente.

            – ¡Y qué si es así!

            – Que no te ayudaré si es eso.

            Eduardo prestó atención, quizá fuera aquel el camino.

            – Tampoco te necesito -replicó Mac.

            – Eres un jiñado -los ojos de Germán brillaban.

            – Mira quién habla.

            – Bien -cortó Eduardo-. Está decidido. Haré la segunda alternativa.

            – ¿Por qué no la primera? -espetó Mac cayendo en la trampa, demasiado furioso para darse cuenta.

            – Porque lo digo yo. No quiero temerarios y mucho menos suicidas. El asunto es serio.

            – ¿Sabe una cosa…?

            – Cuidado con lo que vas a decir. Te doblo en años y no tolero impertinencias de mocosos.

            Mac sostuvo la mirada unos segundos, luego la desvió. El rostro oscurecido. Sintió la mano de Isabel en el hombro, la apartó de un golpe levantándose al mismo tiempo. Se dirigió a la puerta. Salió sin decir nada.

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