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19
enero
Aguja de marear (42)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

42

            Marcó el teléfono. Esperó unos segundos.

            – ¡María! -le oyó gritar Sergio con voz cascada- ¡Ca! ¡María!… ¿Cómo que no está? ¿Quién es usted? ¿Qué hace un hombre en casa de mi chica? ¡No, señor! ¿Cómo me voy a equivocar si llamo a mi hija?

            Sergio sonrió sin saber muy bien si era por la voz fingida o la expresión que ponía Mac gritando por teléfono como un viejo que aún no sabe que no es preciso elevar la voz.

            – Pero, vamos a ver, ¿ese no es el…? -cambió de orden dos números consecutivos-. ¿Ah, no? ¿No es la calle Valencia? Ah, Dante. Vaya, perdone, ¿eh?, perdone.

            Colgó.

            Calle Dante.

            Ya sabía algo más. Ahora debía encontrarla y vigilar para localizarlos y hallar la casa.

            – ¿De qué te ríes?

            – De nada- contestó risueño- Oye, Mac, ¿por qué no lo dejas?

            No obtuvo respuesta, vio como el otro miraba el reloj.

            Si no calculaba mal, a esa hora posiblemente habría regresado Dani del colegio. Volvió a telefonear cruzando los dedos para que estuviera solo.

            – ¿Diga?

            – Dani, ¿están tus padres?

            – ¿Quién es?

            – ¿Están tus padres?

            – A ti que te importa. ¿Quién eres?

            – Mac.

            – ¿Mac? -murmuró. Entonces reconoció la voz- ¡MAC! -vociferó.

            Mac apartó el teléfono del oído.

            – No, no están.

            – Mejor. Oye, necesito tu ayuda.

            – ¿Te han soltado?

            – ¿Me has oído?

            – Sí, que necesitas mi ayuda.

            – Eso es. Escucha. En mi bolsa de viaje hay un callejero y una navaja automática, cógelos y tráemelos al Metro, dentro, ¿eh? dentro de unos veinte minutos.

            – Veinte, vale.

            – Pero dentro del Metro -aclaró temiendo confusión con tantos dentros.

            – Sí, vale.

            – Hay algo de dinero, cógelo también.

            – ¿Te has escapado?

            – No, hombre.

            – Te has escapado. A mí no me la das.

            – Bien, sí. No digas a nada a nadie.

            – No.

            Ahora había hablado en un tono normal, Sergio no oyó la conversación. Lo vio salir de la cabina contando las monedas.

            Mac asintió con la cabeza. Le quedaba lo justo para el Metro. Caminó hacia la estación con Sergio en los talones.

            – ¿Me vas a seguir todo el día? -gruñó.

            – Sí.

            Recibió  una mirada huraña que no le atemorizó. Era distinto a Germán, pero se sentía a gusto con él. Además, empezaba a conocerlo. Estaba seguro que la violencia mostrada con el Negro era algo excepcional.

            – ¿Llevas dinero? -preguntó Mac.

            – Ni un duro.

            – Eso está bien.

            Bajó al Metro, pagó el billete y se adentró por los pasillos olvidándose del chico.

            Sergio se puso en jarras murmurando algo.

            Localizó a Mac en el andén.

            – ¿No has dicho que no tenías dinero?

            – Me he colado. Es muy fácil a estas horas, con tanta gente, pasar por debajo de las máquinas, nadie se fija.

            – Debería tirarte a las vías -rezongó.

            – No eres capaz.

            – Desgraciadamente.

            No volvieron a abrir la boca en todo el trayecto. En Diagonal hicieron trasbordo. Sergio siempre a su lado, sin perderlo de vista, contemplándole con expresión grave.

            Aquí los vagones estaban repletos de personal que regresaba de trabajar. El cuerpo de Sergio quedó semiaplastado contra el de Mac. Una mujer arrugó la nariz. Mac no había tenido ocasión de bañarse en los últimos días y no podía evitar el tufillo a sudor que se desprendía de su cuerpo ante aquella aglomeración. La señora volvió el rostro. Soltó un bufido, el olor del chiquillo no era mucho mejor. Sergio la contempló divertido; de haber sido cualquier otro de su barrio habría soltado alguna fresca. Él no. Aparte que estaba convencido que Mac no se lo habría permitido. Tampoco Germán. Era curioso, se dijo. Para la vida que habían llevado a ninguno de los dos les agradaba llamar la atención. A él tampoco, quizá por influencia de Germán.

            En la primera parada, aprovechando el espacio que quedó al descender la gente, la mujer se alejó todo lo que pudo. En el acto subieron más pasajeros atiborrando el vagón aún más. Sergio tuvo una fugaz visión de la fulana. Delgada, vestida demasiado juvenilmente para su edad. Movía la cabeza como un pajarito y se le antojó muy activa, nerviosa, de esas que se entusiasman enseguida con cualquier cosa que le agradara y la daba a conocer animosamente a quien fuera, aunque éstos no estuvieran interesados en sus aficiones.

            Mac sentía sus ropas humedecidas por el sudor y las gotas deslizándose, desde su frente, por las mejillas. Arrugó las cejas porque sentía la humedad aglutinándose en ellas. Hizo una mueca despectiva. ¿Cómo podía la gente resistir en la ciudad con aquel bochorno y el transporte que semejaba un fogón? ¡No era poco mejor su pueblo! Por calor que hiciera, la más pequeña brisa refrescaba el ambiente. Allí en cambio sólo ocasionaba más ahogo. Además, era pegajoso a causa de la humedad del mar. Miró de soslayo a Sergio. El chico no parecía darse cuenta, quizá fuera porque había crecido allí y no conocía otra cosa, estaba habituado. Siguió la trayectoria de su vista, un montón de personal y detrás, entre una especie de hippy caído a menos y un sacerdote delgado como una marsopa, la dama que no hacía mucho había estado a su lado, la que fruncía la nariz con repugnancia. No le extrañaba, con el perfume que gastaba. Había sido un descanso que se alejara, le mareaba el hedor que desprendía, ni el de una ramera, vamos. ¡Y encima le habría costado un dineral! Sintió lástima por ella. Pobre señora, que manera de estafarla.

            Movió la cabeza limpiándose el sudor de los labios en el hombro, temía alzar el brazo, para secarse la frente y no poder descenderlo. Pasó la lengua por los dientes. La volvió a deslizar pensativo. No eran lisos, sentía rugosidades. Claro, hacía… Desde que lo detuvieron que no había vuelto a lavárselos. Seguro que ya estaban hasta amarillos.

            El Metro frenó bruscamente en Campo de Arpa, los pasajeros fueron lanzados hacia delante sujetándose como podían. La camisa, con las manchas de sangre, llamativas ahora por el sudor, se despegó parcialmente de la piel del muchacho. Apenas se vació de gente. Volvió a arrancar. En el túnel Mac podía ver ahora la ventana, el cristal reflejaba su rostro, el de un boxeador vapuleado. Observó la ceja; habría necesitado algún punto, le quedaría una buena cicatriz. Lo demás no tenía mal aspecto, el labio superior un poco hinchado, y el pómulo derecho, sí, observó, también estaba algo inflamado.

            Los ojos de Sergio se movieron en un vaivén al mirar a través de los cristales al entrar en la siguiente estación, Sagrera. El Metro quedó medio vacío al descender la mayoría para hacer trasbordo hacia la línea I. Apenas subieron pasajeros, no así en el que iba en dirección contraria. Vio a Mac sentarse en uno de los bancos que quedaron semivacíos. Ahora estaban frente a frente. Sergio permaneció de pie. Sostuvieron la mirada en silencio. No había rivalidad en la de Mac, tampoco era tolerante, aunque Sergio no habría sabido decir si aquella era la palabra correcta. No es que tolerara o consintiera que lo acompañara. No. Era… Amigable, sí, eso. Una mirada traviesa, sincera, confiada, de amigo. Se preguntó si era la misma que utilizaba con Germán. Tampoco significaba que su pesar estuviera olvidado, al contrario, estaba muy presente, Sergio tenía la seguridad. Lo que ocurría es que aquella mirada era por él, se la dedicaba a él. Mac aceptaba su vigilancia como una prueba de amistad personal, no como algo impuesto por Germán a Sergio. El chaval se sintió emocionado, no estaba acostumbrado, quitando su abuela y el Negro únicamente había recibido bofetadas de la vida e indiferencia de los demás. Indiferencia, se repitió. Una sonrisa significaba sentimientos, una hostia también. La indiferencia era eso, que no importaba a nadie, que igual les daba que viviera o muriera, que no era ni persona, una piedra, no, ni siquiera eso, porque al menos una piedra la apartaban con el pie para no tropezar o la esquivaban. Y lo que le ocurría a él les acaecía a la inmensa mayoría de los que había conocido. La gente va a lo que va y no se preocupan de uno y menos si es indigente.

            Sintió que se encariñaba de Mac como antes de Germán y supo que éste había tenido razón. Mac era incapaz de hacerle daño por mucho que se enfadara.

            Supo algo más, que Germán temía que Mac echara a perder su vida si llevaba a cabo sus intenciones. No conocía nada de su vida, pero algo le decía que no había sido siempre así, que debió haber un Mac distinto. Germán se había rendido a su vida por miedo a cambiar e inmiscuirse en una forma de subsistencia que desconocía aunque, en apariencia, fuera mejor. Mac también se había rendido, estaba claro. Se estaba dejando llevar por los golpes que recibía, como quien cae por un barranco y deja de luchar para agarrarse y poder salir, con lo cual sigue cayendo. Algo que Germán sabía e intentaba impedirlo con su ayuda. Algo que sabía Mac y le daba igual todo.

            – No lo hagas -murmuró afectuosamente.

            El estaba en el pozo porque no tuvo ninguna oportunidad desde que nació, igual que Germán, pero Mac aún podía evitarlo.

            – No te entrometas.

            Era una voz cansada. A Sergio le pareció la del que se deja vencer por su destino, porque comprende que es inútil luchar contra él.

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