Sin Comentarios
30
diciembre
Aguja de marear (40)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

40

            – ¿Me va a detener?

            Podría hacerlo, era lo que deseaban sus superiores, y no sería difícil, el chico no parecía tener fuerzas para defenderse.

            – ¿Con qué cargos? No. Quiero saber si viste a alguien o algo.

            Germán introdujo las manos en los bolsillos, la espalda apoyada en la pared, los hombros cargados, la vista al suelo. Guardó silencio unos minutos.

            – No sé nada -dijo lentamente. Luego miró al policía, casi había súplica en sus ojos-. Oiga, no se tome a mal lo de Mac. Es un buen chico, usted no lo conoce.

            ¿Dónde había oído antes aquella frase? Eduardo intentó recordar.

            – Ahora no me interesa Mac -repuso-. ¿Qué fuiste a hacer en casa de Vicente?

            Germán se sentó. Apoyó los codos en la mesa. Inspiró hondo.

            – Quería matarlo.

            – ¿Por qué?

            – Por lo que le he contado -se encogió los hombros con una sonrisa que no lo era-. Perdí la cabeza, él quería matarme y… la perdí.

            – ¿Habrías sido capaz?

            – Ahora no lo sé -tenía los ojos pensativos-, entonces creí que sí.

            – ¿Y Mac?

            – Es inocente.

            De aquello estaba seguro Eduardo, pero la personalidad del muchacho le tenía intrigado.

            – Tengo entendido que ya mató a un hombre.

            Germán desvió la mirada. Se mordió el labio.

            – Esa historia es muy larga.

            – Cuéntamela.

            En lo principal coincidía con los datos del sargento de la Guardia Civil y de Efrén. Había cosas nuevas, una descripción perfecta del estado de ánimo de Mac durante los últimos días en Zaragoza, la depresión cuando mató a Gabriel y su reacción.

            – Son cosas que cambian a cualquiera -reconoció Eduardo.

            – Desde luego.

            – ¿Hasta qué punto?

            – ¿A qué se refiere?

            – ¿Hasta qué punto ha cambiado Mac? ¿Lo suficiente para ser un psicópata?

            – No es ningún asesino.

            – ¿He dicho que lo fuera?

            – Lo ha llamado psicópata.

            – No todos son asesinos.

            Germán negó con la cabeza.

            – Usted no lo conoce.

            – Pero tú sí, ¿hasta qué punto ha cambiado?

            – En lo básico en nada.

            – Pero te ha agredido.

            – No tiene nada que ver. ¿En qué ha cambiado? supongo que no sabe qué hacer con su vida. Quizá la autodestrucción. Algunos se drogan para colocarse, él por no pegarse un tiro. Pero hacer daño a otros… No. Mac no es así.

            – No me lo ha parecido hace un momento.

            – Han matado a su hermano. Está nervioso. ¿Cómo habría reaccionado usted? Oiga, ¿por qué no investiga quién ha sido en lugar de darme la vara?

            – Volvamos a Vicente…

            Germán suspiró.

            – … ¿te vio alguien subir?

            – No.

            – ¿Cómo pensabas matarlo?

            El esbozo de sonrisa que apareció en los labios de Germán fue todo un poema por lo trágico.

            – Degollándolo. Con una navaja de afeitar. Tiene gracia, ¿verdad?

            – Yo no me río.

            – Cuando entré estaba muerto. Degollado.

            – Con una navaja de afeitar.

            Germán acusó el golpe. Su rostro fue vaciándose de sangre a medida que la frase entraba en su cerebro. Sus labios temblaron.

            – Lo tengo todo en contra -murmuró.

            – Desde luego. ¿Cómo estaba la puerta?

            – Abierta.

            – ¿Qué viste?

            – Al tío muerto.

            – ¿Qué más?

            Germán movió la cabeza en un gesto resignado.

            – Nada más. No me fijé en nada. Sólo en él. Podía estar la habitación llena de gente y no la habría visto. ¡Me asusté, joder! Sólo pensé en huir. Ni siquiera esperé al ascensor -añadió al cabo de un segundo.

            – Fue entonces cuando te vio el conserje.

            – Creo que hasta lo pisoteé. Tengo la sensación de haberle pasado por encima.

            – Volvamos al piso -insistió.

            – Le digo que no vi nada.

            – Tiene que haber algo. Piensa. Algún detalle. Casi os debisteis cruzar el asesino y tú entre las escaleras y el ascensor.

            Germán ensanchó las aletas de la nariz.

            – ¿Por qué está tan seguro?

            – El muerto estaba caliente cuando lo vi yo, lo que quiere decir que hacía muy poco que ocurrió. Teniendo en cuenta que a mí tardaron bastante en localizarme, queda reducido a minutos desde que el homicidio a la llamada del portero a comisaría.

            – Pues si había algo, no me fijé.

            – Piensa.

            – ¡Le estoy diciendo la verdad! -se desesperó- ¿Es que no me cree?

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *