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22
diciembre
Aguja de marear (39)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

39

            Isabel entró en la cocina con la compra antes de cerrar la puerta del piso, fastidiada por no poder marcharse aún. Llevaba días descuidándose de los deberes de casa y aunque su padre no solía fijarse en estas cuestiones, había terminado llamándole la atención la forma como disminuían las provisiones.

            De vivir al día, como muchos en la ciudad, no habría tenido ninguna jornada libre, sin embargo al seguir las costumbres del pueblo de mantener comida almacenada, había podido permitirse el lujo de descuidar sus obligaciones, limitándose éstas a hacer las camas de su padre y hermano; después de todo, ninguno de ellos comía en casa, Silverio por el trabajo y su padre porque desde hacía años se alimentaba a base de alcohol y lo sólido, que consumía en un día, cabía en la mano, reduciéndose esta cantidad a la cena.

            Pero no podía prolongarse más la situación sin que su padre comenzara a gruñir. Isabel no tenía ganas de discusiones, tenía la mente en Mac, pero, estando preso, ¿qué podía hacer por él? No. Mejor ir de compras. Además, ya había averiguado dónde vivía el policía, ayer, cuando lo siguió.

            – Ha llamado Mac -dijo su padre entrando en la cocina sin darle tiempo a descargar.

            – ¿Mac?

            Arrugó incrédula el rostro. Inspiró inconscientemente, tenía la costumbre de hacerlo cuando veía a su padre extraño sin ir borracho. Olía a alcohol, pero levemente.

            – Sí -Fermín se rascó el pecho-. Por cierto, que no sabe nada de su hermano… y estaba muy raro.

            Isabel no reaccionaba. No sabía si dejaban telefonear a los presos, pero desde luego Tomás no se lo habría permitido.

            – ¿Te dijo dónde estaba?

            Tenían que haberlo dejado libre. Era la única explicación, aunque le costara creerlo del policía. Huir no. ¿Quién podía escapar de la cárcel? Quizá un profesional, pero Mac…

            – No -respondió Fermín. Miró suspicaz a su hija- ¿No lo sabes tú?

            – Hace días que no lo veo.

            Fermín semicerró los ojos contemplando astutamente a su hija.

            – Estuvo aquí hace dos -recordó.

            – Bueno, pues dos días.

            – ¿Habéis discutido?

            – No -extrañada-, ¿por qué?

            – Porque no me chupo el dedo. Estáis tontos el uno por el otro, no os habláis en dos días y encima no sabes dónde está.

            – ¿Qué te dijo? -desvió la cuestión.

            – ¿Intentó propasarse?

            – ¡Papá!

            – ¿Qué ha ocurrido?

            – Nada.

            Fermín suspiró. Dio gracias a que en aquellos momentos no iba bebido, excepto lo suficiente para evitarse los temblores. Unas horas más tarde no habría estado en condiciones de conversar.

            – Isabel, reconozco que no soy un buen padre…

            – ¿A qué viene eso? -se puso a la defensiva, recelosa ante aquel extraño comportamiento.

            – ¿Tan raro es que me preocupe por mi hija?

            – Nunca lo has hecho.

            Una buena bofetada, se dijo Fermín. Con más copas habría sido motivo para terminar como el rosario de la aurora. Sereno, solo sintió dolor por la frase.

            – Es cierto, ni de ti ni de tu hermano -reconoció-. Eso no quita que te quiera. El alcohol…

            – Bebes porque quieres.

            – ¿Eso piensas?

            – Sí, papá. Podrías dejarlo si te lo propusieras. Hay centros, acude a uno de ellos.

            – ¿También Silverio piensa como tú?

            – No lo sé. No hablamos de esto. Mac dice que estás enfermo.

            – Mac es un buen chico.

            – No te tiene como padre -apuñaló. Se arrepintió en el acto. Hacía años que no existía comunicación en aquella casa y a medida que iba creciendo las cuatro palabras que se intercambiaban eran para discutir agriamente. Siempre había echado en falta una conversación normal de padre a hija. Y ahora, que por primera vez Fermín le proporcionaba la ocasión, la desperdiciaba. Tal vez era debido a que estaba nerviosa y temerosa por la suerte de Mac, quizá…

            Fermín espero una disculpa que no llegó, aunque por la expresión de Isabel comprendió que lamentaba sus palabras. De todo lo que habían gritado los últimos años aquella fue la frase más dura que había recibido nunca. No replicó, no se encontraba con ánimos. Caminó hacia la puerta.

            Isabel lo vio marchar sintiéndose miserable. ¿Qué clase de mujer era para dañar siempre a quienes quería? ¡Tienes tan mala hostia! Sí, aquellas habían sido las palabras de Mac, y luego la había definido como un coñazo de mala baba. Era cierto, hería a Silverio, a Mac, a su padre, por el simple hecho de que no eran como ella quisiera que fueran. Doña Perfecta. ¿Tan difícil era pensar dos veces las cosas? ¿Tan imposible pedir perdón? ¿Qué le costaba haberse disculpado? ¿Qué había dicho Mac? Que ella también estaba enferma, que necesitaba tanto tratamiento como su padre, que el alcoholismo no afectaba sólo a quien bebía sino a toda la familia. Quizá fuera cierto, acaso… pero había algo más. Era demasiado impulsiva, demasiado… ¿demasiado, qué? No lo sabía ciencia cierta.

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