Sin Comentarios
28
noviembre
Aguja de marear (37)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

37

            La habían trasladado a una clínica particular, próxima al paseo de San Gervasio, de la que D. Eusebio era uno de los principales accionistas. Constaba de cinco plantas de habitaciones individuales y un quirófano, aparte de un servicio de urgencias. Los otros accionistas eran mutuas de enfermedades con lo que tenían un concierto de asistencia que recaudaban a través de los mutualistas, a los que, independientemente de la cuota trimestral, cobraban un canon simbólico, según ellos, por cada asistencia.

            El equipo médico era bastante completo en cuanto a las distintas especialidades, excepto en otorrinolaringología y oftalmología, no así en medicina interna, cardiología y cirugía general y digestiva.

            Se suponía que doctores y sanitarios eran más atentos con los pacientes que en la Seguridad Social, en realidad no era así, pero sí era una asistencia más rápida, lo cual era básicamente lo que deseaban los mutualistas.

            D. Eusebio había trasladado a tía Jerónima a la clínica considerando una estupidez pagar el hospital del seguro siendo accionista de otro.

            Incluso aquí existían diferencias. Por bien que hubieran atendido a la anciana de costearse ella los gastos no tuvo ni punto de comparación al cepillamiento, perdón, al cariño e interés que demostraron al conocer que era una protegida de D. Eusebio Faustino. La habitación no era una suite, puesto que todas eran iguales, pero cada pocos minutos entraba una enfermera o ATS a comprobar el estado de evolución y la presión del brazo. Las radiografías mostraban un estado morboso peligrosamente extendido y los análisis una anemia galopante por mala alimentación. El cultivo del esputo lo que ya sabían todos, tuberculosis; y aunque iniciaron el tratamiento con los antibióticos de elección, realizaron también un antibiograma.

            D. Eusebio asintió satisfecho mientras el doctor especialista en microbiología e infecciones terminaba de notificarle los resultados de las últimas pruebas realizadas. Le gustaba aquel hospital; no se arrepentía de haber contribuido a su creación. Lejos estaba de aquellos otros particulares de principios de siglo, en cuales se hacía énfasis en las formas de vestir y llevar las ropas de los enfermos deduciendo si podían costearse la asistencia y realizar ésta en primera, segunda o tercera clase, según los ahorros de los pacientes. Era algo que había pasado a la historia. En la actualidad a raíz del Seguro Obligatorio de Enfermedad y las Mutualidades todo humano tenía derecho a una asistencia digna. La prueba estaba en el miramiento y decoro que observaban con aquella desgraciada mujer.

            Caminó, con el ramo de flores en la mano izquierda, hacia el ascensor y se atusó la corbata arreglándosela en el espejo de éste mientras se cerraban las puertas automáticamente y se accionaba el motor.

            En la tercera planta un ATS se le aproximó sonriendo afectuosamente para saludarlo con calor y acompañarlo hasta la habitación por un pasillo de paredes blancas y suelo reluciente, encerado y brillante. La puerta giró sobre sus goznes suavemente, sin un chirrido, y caminó hacia la mesita donde colocó el ramo en una jarrita con agua. Luego se sentó. El asiento era cómodo, un confortable sillón abatible que podía transformarse en cama.

            Miró a la anciana. Dormía con el aparato de oxígeno conectado y con apariencia de haber rejuvenecido unos pocos años. Se ladeó. Extrajo La Vanguardia del bolsillo del traje y se dispuso a leer. Estaba en la sección de Deportes cuando oyó moverse a la enferma.

            – ¿Cómo se encuentra? -preguntó D. Eusebio Faustino.

            Tía Jerónima reconoció la voz.

            ¿Dónde se encontraba? No olía como su casa. No se percibía aroma excepto el de un ambientador. La cama era cómoda, no el tablero de su dormitorio, ni se oía el ruido habitual de la calle. ¿Qué tenía en la boca? Lo palpó. Algo de plástico por el que salía aire.

            – D. Eusebio -murmuró-, pero, ¿cómo?

            – Está usted en el hospital.

            – ¿En el hospital? Pero vusté…

            – No se preocupe de nada. No podía dejarla tirada.

            – Es vusté mol bueno. Dios le bendiga.

            – Tonterías -sonrió confuso-. ¿Qué otra cosa podía hacer? Después de todo su nieto es el novio de mi hija.

            – ¿Cómo dice?

            De no ser invidente sus ojos habrían salido de las órbitas para contemplar mejor a D. Eusebio.

            – ¿Lo ignoraba usted?

            Durante los años de ceguera tía Jerónima había sido engañada muchas veces hasta que aprendió a detectar la sinceridad, no en el tono, sino en los giros de voz. Aunque le costaba creerlo supo que aquel hombre no bromeaba.

            – ¿Mi nieto, novio…? -¿cómo podía ser?- ¡Pero si es un nen!

            – Desde luego -admitió D. Eusebio-. Pero en fin, para serle sincero, a esa edad me casé yo.

            – Se burla vusté.

            – No -respondió extrañado de aquella actitud-. Mis padres no estuvieron de acuerdo y los de ella menos. Pero… Puesto que vamos a ser familia, se lo puedo decir. No quedó más remedio, había dejado embarazada a mi amada Victoriana.

            Tía Jerónima tardó en responder, pasmada.

            – Perdoni, pero no me lo crec.

            – Me abruma, pero así es. Ya ve. Incluso los nobles cometemos estupideces en nuestra juventud.

            – Pero a esa edad…

            – Pues sí.

            – A más, no comprén como vusté, con la seva categoría, y nosotros… No. No debe consentirlo.

            – Señora mía, reconozco que intenté evitarlo, pero los tiempos son los tiempos y hay que adaptarse. Su nieto, ¿cómo se lo diría?, creo que tiene buena madera. Pienso ofrecerle un empleo.

            Mejor él que Arturito. Pobre muchacho, cuan pena le daba. Y aquello sí que no tenía cura.

            – Un trabajo, ¿tan joven?-

            – Otros ya llevan dos ganándose el pan.

            – ¿Pero la ley lo permite?

            – Naturalmente que lo permite. No va a poner la edad mínima laboral a los veinte años.

            – No, claro -murmuró aturdida. Tenía que ser así, no detectaba engaño en la voz.

            – ¿On está? Quisiera hablar con él.

            – Oh, está en casa -sonrió festivo-. Se marchó después que la trasladamos a este hospital. Quería quedarse, pero le convencí que no era necesario. Le diré algo: a pesar de que haya estado vendiendo drogas, me parece un chico muy entero.

            Tía Jerónima ignoraba que Sergio hubiera llegado a venderlas, a pesar de que lo fomentara cuando habló del tema con Germán.

            – Hablaré con él cuan vingui. Vusté tindrá la seva opinió, pero en esto también voto yo, y no lo admito. Es mol jove.

            – No es tan joven para trabajar.

            – Hablo del matrimoni.

            – Tampoco va a ser ahora mismo. Primero ha de hacer el servicio militar, y quiero saber qué tal responde en el trabajo. Comprenderá que, aunque de momento esté conforme, tengo que conocer mejor a mi futuro yerno.

            – Si es así…

            – Desde luego, señora mía. No obstante, le repito que parece tener buena pasta.

            – La tiene.

            – No lo dudo. Yo también sé lo que son las circunstancias, aunque no lo parezca dada mi posición, y comprendo que se viera abocado a traficar con drogas para mantenerla a usted y a su hermano pequeño.

            – ¿A quién dice?

            – A su hermano.

            – ¿Qué hermano?

            – ¿Cuál va ser?

            – Mi nieto no tiene ningún hermano.

            – Entonces, ¿quién es?

            – ¿Quién?

            – El niño.

            – ¿Cómo quiere que lo sepa?

            D. Eusebio boqueó sin decir palabra. Luego enrojeció.

            – ¡Isabelita! -siseó irritado.

            ¡Oh, tenía que ser ella! ¿Quién otra podía tramar una historia tan rebuscada? El muchacho no tenía tanta imaginación. Pagó a aquel tunantillo para que llorara y ayudara a enternecerlo. ¿Te das cuenta, Victoriana Juana? ¿Has visto a tu hija?

            – Discúlpeme, usted, señora -le temblaba la voz-. He de aclarar esto con mi hija.

            – Naturalmente -murmuró tía Jerónima. Seguía confundida. Sergio, novio. ¡Y D. Eusebio se mostraba de acuerdo! ¡Claro, si él se casó con doce años, y encima de penalti! Señor, Señor. Qué cosas. Y ella que pensaba que a sus años ya lo había visto todo.

            Lo que no adivinaba quién podía ser aquel niño que se hacía pasar por su hermano.

***

            –  Policarpo Crisóstomo, ¿está tu hermana?

            El joven cerró los ojos. Nunca, nunca en la vida le perdonaría a su padre haberle puesto Policarpo, y encima Crisóstomo. Podía ser peor, le había dicho una vez Elisabet, podía haberte llamado Graciliano. ¿Te imaginas, tus amigos llamándote Graci?

            – No, no está.

            – ¿Dónde ha ido?

            – ¡Y yo qué sé!

            – No me hables así, Policarpo.

            – No, papá.

            – Cuando la veas le dices que acuda sin falta al hospital.

            – ¿Has tenido un accidente?

            – No.

            – ¡Vaya!

            – ¿Qué has dicho?

            – Que le diré que vaya.

            – Eso es.

            – ¿A qué hospital?

            – ¿A ti que te parece?

            – No sé.

            – Al de Santa María Victoriana.

            – Ah, el de mamá.

            También ella tenía culpa, también.

            – No te olvides, ¿eh? -insistió su padre.

            – No me olvido, no.

            ¡En la vida, de aquel nombre!

            Colgó.

            – ¿Quién era?

            – Tu padre, buscándote.

            – ¿Papá?

            – Le he dicho que no estabas.

            – ¿Por qué?

            – ¿Policarpo Crisóstomo -vocecita-, está tu hermana?

            – Has peleado con tu novia.

            – ¡Sí, y qué!, ¿pasa algo?

            – Nada, pero no tienes por qué pagarlo con nosotros.

            – No lo pagaría si me hubieran llamado Pepe. ¡Tú no sabes el arma que tiene Clara con el Policarpo Crisóstomo cada vez que discutimos! Es la Tizona del Cid, la guadaña segando vidas. Es…

            – Es una tía chinche.

            – Tú lo has dicho.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *