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octubre
Aguja de marear (34)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

34

            Le había parecido que le chistaban.

            Se acercó a la puerta de la celda sintiéndose físicamente cansado.

            – Tch.

            – ¿Quién es?

            – ¿Cómo te llamas?

            La voz sonó apagada. Parecía venir de la izquierda.

            – Mac.

            – Yo soy Yoni.

            ¿Johnny? No había acento extranjero. Dedujo que sería el alias.

            El otro esperó en vano su respuesta.

            – No pareces muy comunicativo.

            – Tengo poco que decir.

            – Ya. Prefieres actuar.

            Mac arrugó el entrecejo.

            – ¿Qué quieres decir?

            – Arriba no hacen más que comentar lo que le has hecho a esos dos.

            ¡Joder!

            Mac puso cara de desaliento.

            – ¿Qué te hace suponer que he sido yo?

            – Aquí abajo sólo estabas tú cuando me han traído.

            ¡Cagüen la h…!

            ¡Como para pasar desapercibido!

            – Mac… -murmuró Yoni pensativo- Oye -en voz alta.

            – ¿Qué?

            – No me suena tu nombre. Por la voz pareces muy joven.

            – Diecisiete.

            – Yo veinte. Hace dos que estoy aquí.

            ¡Qué ilusión!

            Mac torció los labios con asco.

            Dos años.

            Deslizó los ojos por las paredes. De pronto eran claustrofóbicas.

            Se sintió incapaz de aguantar dos meses.

            – Has empezado con buen pie.

            – ¿Buen pie? ¡Joder! ¿Cómo es el malo?

            – Sí, tío. Te respetarán. No todos tienen cojones de hacer con esos lo que tú, y el trullo es duro para los chavales, sobre todo si están de bandera.

            – ¿Lo dices por experiencia?

            No había ironía, sólo curiosidad. Había oído hablar de algo así y lo cierto es que le interesaba estar al corriente de todo lo que sucedía allí dentro. Tomás no lo dejaría en paz; a saber lo que le estaría preparando ahora.

            – Sí.

            No estuvo seguro, pero Mac creyó notar resignación en la respuesta de Yoni.

            – Hay gente que lleva aquí mucho tiempo… -continuaba.

            – Ya.

            – Tú tienes un punto a tu favor, pero no te fíes. Si sales de la nevera antes que yo busca a Oria, él te ayudará.

            – ¿Quién es?

            – Es… oye, ¿cuántas veces te han detenido?

            – Esta es la primera.

            – Tienes para días.

            – Me imagino.

            – En el talego cuando se lleva años algunos buscan satisfacer… bueno, ya sabes.

            – Sé.

            – Se forman matrimonios.

            – ¿Matrimonios?

            – Es una forma de decirlo. Quiero decir que, bueno, existe el protegido y el protector.

            – Oria es tu protector.

            – Sí. Desde que estoy con él no me han vuelto a molestar.

            – Me lo figuro.

            – Te l… Oye, yo no soy marica. Pero lo que ocurre aquí dentro no tiene nada que ver con lo que pasa fuera. Aquí no hay mujeres y hay tíos que llevan encerrados muchos años. Yo llevo dos y soy de los que menos.

            – Algunos no lo hacen. Son tus palabras.

            – ¿Crees que se puede elegir? Quizá los fuertes, pero los demás han de buscarse la vida como puedan. En fin, si eres listo ya te darás cuenta. Esta vez has escapado crudo, pero no creas que siempre será así.

             Aquello no hacía falta que se lo advirtieran, Mac se daba perfecta cuenta.

            – Además, hay algo raro en todo esto.

            Yoni disfrutaba hablando.

            – ¿En qué?

            – Bueno, he oído un disparo.

            El rostro de Mac se oscureció.

            – ¿Estás bien? -preguntó Yoni.

            – Sí, sólo quería asustarme.

            Que se cargara el otro las culpas.

            – ¿Qué busca ese policía?

            Se había asomado al oír el tiro y visto marchar poco después a Tomás.

            – Información.

            – ¿Te cachondeas?

            – ¿Estoy en condiciones?

            – No es normal, tío. Esto es muy chungo.

            – A mí me lo vas a decir.

            – Estate al loro y hazme caso. Cuando salgas busca a Oria, estarás arropado.

            Mac no contestó.

            – ¿Qué hacías?

            – Era correo.

            – ¿De quién?

            – De… -¿qué podía decir? Los segundos que estuvo callado dieron a entender al otro que dudaba decir el nombre.

            – Confía en mí. No voy a largar.

            ¿Qué más daba todo?

            – De D. Vicente Berenguer i Casetas -mintió.

            Yoni silbó.

            – Tienes buen mogollón.

            No entendió el sonido que emitió Mac.

            – Está muerto -anunció Yoni.

            – ¿Cómo lo sabes? -preguntó extrañado.

            – Aunque no creas aquí nos enteramos de todo. Hay muchos que hubieran pagado por verlo muerto.

            – ¿Lo conocías?

            – Oria sí. Confiaba en trabajar para él.

            – ¿Sospecháis quién puede haber sido? Yo no tengo ni zorra idea.

            Quizá obtuviera alguna pista para ayudar a Germán.

            – Dicen que un chico…

            Se interrumpió. Un chico. Mac lo era.

            – Oye, ¿qué estás pensando? -preguntó éste.

            – No, nada.

            El tono era incrédulo.

            – Yo no he sido.

            – Sí, bueno…

            Era todo tan irregular. La agresión de aquellos dos, el policía, el disparo. Naturalmente que había sido Mac.

            Acojonante. Mac masculló mentalmente. En vez de arreglarse se embrollaba más. ¿Cómo convencer a Yoni que el chico que mencionaba el cometa del portero no era él?

            El otro guardaba silencio, no parecía querer seguir dándole a la alpargata, como si no fuera prudente hablar más.

            Era de alucine, Mac estaba negro. Había cometido un asesinato, que no se lo creía ni dios ¡Y en cambio le tildaban con uno del que ni siquiera conocía la cara de la víctima!

            Se apalancó con un bufido en el catre. Cruzó las manos debajo de la nuca y contempló sus bambas al final de sus piernas, largas en aquella postura, como contempladas a través de un gran angular.

***

            Pensó que sería más difícil entrar en la casa, pero a pesar del brusco aumento de la población, como consecuencia de la construcción de la central térmica, la familia de Mac seguía manteniendo la puerta de casa abierta. Una confianza provinciana que facilitaba mucho las cosas.

            Cerró cuidadosamente tras sí. La puerta rozó en el suelo con un chirrido sordo.

            Sacó el arma, aunque hubieran oído la puerta seguía contando con el factor sorpresa. Un arma larga con un silenciador en el cañón.

            Alguien bajaba la escalera preguntando quién era. Una voz infantil.

            Quique se quedó clavado en el último rellano, demasiado sorprendido para creer que aquella arma que le apuntaba fuera real.

            Pop.

            El golpetazo en la pierna que lo derribó sí lo fue, y el agudo dolor que lo siguió también.

            Continuó sin reaccionar. Algo en su mente se negaba a creer aquello posible, estaba dormido, tenía una pesadilla.

            El hombre de la pistola estaba junto a él. Le apuntaba.

            Pop.

***

            – ¡Elisabet, que sorpresa!

            Siete años sin verse, no la había reconocido por teléfono hasta que no dijo su nombre.

            – Sí, bueno, escucha, mi padre va hacia tu casa a pedirte explicaciones.

            – ¿Explicaciones?

            – Quiere que te cases conmigo.

            – Eso es imposible, tengo novia en Inglaterra.

            – Me alegro. A él le dices que es un novio.

            …

            – ¿Arturo? ¿Estás ahí?

            – No he entendido bien. Me ha parecido…

            – Que es un novio, novio, con o, no novia, lo has oído bien.

            – Pero, ¿a qué viene esto?

            – Le he dicho que eres gay.

            – ¡Por Dios, Elisabet!

            – No se me ha ocurrido otra solución. Lo malo es que ahora va a tu casa…

            – ¡Y quieres que te siga el juego!

            – Eres un sol.

            – No cuentes conmigo. Tengo una reputación.

            – Bueno, haz lo que quieras. Advertido estás. Así que no te extrañes de lo que te pueda decir. ¡Ah, eso sí! Hazlo como te plazca, pero quítatelo de encima. Me caes bien, Arturo, de verdad, pero no eres mi tipo.

            Arturo no pudo replicar porque, coincidiendo con la última palabra, Elisabet colgó. Se quedó un instante inmóvil, mirando el teléfono como en un sueño.

            Una broma.

            No había otra explicación.

            Era imposible que algo tan escabroso fuera cierto.

            – Arturo, hijo, D. Eusebio está aquí. Desea verte.

***

            Estaba anocheciendo pero aquella chica seguía en la calle. La había visto de casualidad cuando se acercó a guardar unos papeles en el fichero.

            De vez en cuando Isabel elevaba la vista a la ventana. En esta ocasión sus ojos se hallaron.

            Tomás se giró al oír la puerta. Eduardo había entrado sin llamar. Cerró tras sí.

            – ¿Dónde está?

            – ¿Dónde está quién?

            – Lo sabes perfectamente. Ese chico. Macario. ¿Dónde lo has encerrado?

            – ¿Por qué te interesa? Es asunto de narcóticos.

            – Es tu asunto personal.

            Se conocían lo suficiente como para no andar con tapujos.

            – Lo detenéis por droga -prosiguió Eduardo-. Misteriosamente lo liberas por un motivo que no se le ocurre ni al más estúpido de los novatos…

            – Así que lo has comprobado.

            – No me interrumpas, no estoy de humor. Lo liberas, lo vuelves a detener y desaparece. La detención no consta en ningún sitio. ¿Dónde lo has encerrado?

            – No consta porque escapó -mintió.

            Eduardo lo apuntó con el dedo.

            – Esto es un asunto de homicidios.

            – Para ti es muy fácil.

            – Sí. Es muy fácil. Lo curioso es que la descripción del testigo no coincide con la de ese chico -sus ojos taladraron los de Tomás buscando indicios-. ¿Qué ocurre? ¿Conoce al culpable y no quiere confesar?

            – Te repito que huyó.

            – Reza porque no le pase nada. No sé a quién estás buscando, pero si es al muchacho que describió el portero, desde ahora te digo que es inocente. Tú mismo te darías cuenta si no estuvieras obcecado.

            Tomás guardó silencio.

            – Cuida porque no le pase nada -ahora fue una verdadera amenaza- porque iré a por ti.

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