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15
octubre
Aguja de marear (32)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

32

            Estaba hecho un ovillo en una esquina, pero no se sentía derrotado. Aquello era una lucha de resistencia, de poder a poder, y de momento creía haber demostrado a Tomás que era más duro de roer de lo que parecía.

            ¿Cuánto tiempo podía prolongarse aquello?

            Tenía que encontrar alguna solución.

            No le habían vuelto a molestar, no habían ido más matones. Empleaban otras tácticas. Dos horas antes había oído repartir el desayuno. El no había recibido su ración. Tomás pretendía vencerle por hambre. No comprendía a aquel policía, su brutalidad. No lo creyó posible el día que lo conoció.

            Se abrió la puerta.

            Movió la cabeza lo justo para ver quien entraba.

            Tomás.

            – Has hecho una buena.

            Mac no respondió.

            No había cólera en su mirada, ni odio, ni temor. Era simplemente inexpresiva, insultante por la misma inexpresividad.

            – Te crees muy duro, ¿eh?

            Silencio.

            Tomás se aproximó.

            – ¿Por qué no me pegas a mí?

            Indiferente.

            Bofetada.

            La cabeza de Mac giró por el impacto.

            – ¡Vamos! -provocó Tomás- ¡Pégame!

            Sereno.

            Por dentro ardía.

            El policía volvió a abofetearle. Ahora fueron una sucesión de golpes enajenándose con cada uno que daba.

            – ¡Vamos!

            Muy próximo a él.

            Demasiado.

            Enloquecido.

            Tanto que no se percató que Mac le quitaba la pistola hasta que no sintió su pie en el pecho y fue arrojado hacia atrás. Se levantó del suelo.

            Mac lo apuntaba.

            – No hagas ninguna tontería.

            Mac siguió sin responder.

            Dio un paso.

            – No se mueva -bisbiseó.

            – Aunque dispares de aquí no saldrás. Lo complicarás aún más. ¿Qué conseguirás?

            – Acabar con un cabrón.

            – Eres más inteligente que todo eso. Dame el arma.

            Un paso.

            – No se mueva.

            Otro.

            Podía haberlo matado, pero no lo hizo. La bala dio muy cerca de sus pies, rebotó y le produjo un arañazo en la parte interna del muslo, cerca de la rodilla.

            Retrocedió.

            Mac arrojó la pistola que se deslizó a los pies del policía.

            – ¿Qué ocurre?

            Un carcelero. Detrás de la puerta. Intentaba abrir.

            – No ocurre nada. -dijo Tomás- Tranquilos.

            El otro desistió.

            Tomás contempló a Mac. El chico volvía a estar inexpresivo excepto en sus ojos.

            Recogió el arma. Apuntó al muchacho con un dedo.

            – Terminarás hablando.

            – Que le jodan.

            Se fue.

            Otra vez solo.

***

            Eulalia besó a Quique, luego a Juan.

            – Cuidaos. En la nevera hay carne, en la despensa conserva y latas.

            – Bien.

            – Mamá…

            Quique.

            – … Mac no ha hecho nada, ¿verdad?

            – No, cariño. Seguro que es un error.

            Juan no estaba tan convencido. Veía a su hermano tan cambiado de un tiempo a esta parte…

             – Avisa cuando sepas algo.

            – Lo haré.

            Subió al tren.

            Partió.

            Juan introdujo las manos en los bolsillos viéndolo alejarse.

            – ¿Por qué lo han detenido? -preguntó Quique.

            – ¿Quién sabe? -murmuró.

            No quiso exponer sus temores. Algo de drogas.

            Caminaron en silencio hacia el viejo auto que Juan había adquirido hacía poco.

            Cinco minutos después abandonaban la estación de la Puebla de Híjar.

***

            Hacía dos horas que ambas muchachas habían abandonado la casa.

Germán daba vueltas por la habitación como un león enjaulado. La noticia de que Mac había sido detenido le desesperaba. Lo relacionó en seguida con la muerte de Vicente. El portero lo había visto. Lo consideraban culpable a él y Tomás quería detenerle. Seguro que interrogó a Mac y éste le habría mandado a la mierda. La detención era para coaccionarle.

            Entregarse.

            Era lo único que podía hacer por su amigo.

            Pero Elisabet no lo había permitido. ¿Qué ganaría con ello? A lo peor quedar los dos presos. No. Lo que había que hacer era hallar al verdadero criminal.

            Isabel estuvo en desacuerdo con su novia. A ella le importaba Mac, no Germán. No lo dijo. Lo leyó en sus ojos. Pero ella conocía a Mac tan bien como él. Su amigo podía haberlo delatado, podía haber evitado la detención entregándole y no lo hizo. Quizá juzgase más importante que fuera Germán quien estuviera libre y no él. A la misma conclusión debió llegar Isabel. Por eso guardó silencio.

            Con todo, no podían cruzarse de brazos.

            Elisabet propuso entrevistarse con aquel policía. Averiguar primero de qué le acusaban. Un hermano suyo era abogado. El podría aconsejarles.

            El caso es que necesitaban tiempo.

            Todo el que Mac pudiera proporcionarles con su silencio.

            Quizá tuviera razón, quizá fuera así, pero se sentía… No encontraba palabras para describir su malestar por el hecho de que Mac estuviera preso por culpa suya.

            – ¡Germán!

            El grito de Sergio fue angustioso.

            El Negro entró rápidamente en la habitación de la abuela. Tía Jerónima se estaba asfixiando. Le hizo el boca-boca sin habilidad y antes de pensar que podía contagiarse, intentó un masaje cardiaco, hizo lo que pudo y se le ocurrió descubriendo que algo, lo que fuera, había funcionado, tía Jerónima volvía a respirar regular y penosamente.

            Germán estaba bañado en sudor y con palpitaciones. Sergio, pálido, con las fosas nasales muy abiertas, se había apoyado ojeroso en la pared. Germán se secó la transpiración de la frente con la del antebrazo.

            – Hay que llevarla a un hospital -murmuró- ¡Ve a buscar un taxi!

            La orden hizo reaccionar a Sergio. Mientras, Germán echó mano al bolsillo, en él estaba todo su dinero. Hizo una mueca. Aquella mujer no tenía Seguridad Social, no tenía nada.

            – ¡A la mierda!

            La llevaría igual.

            Escribió una nota para las muchachas. Regresó a la habitación. El mal aspecto de la anciana le hizo temer que falleciera por el camino. La cogió en brazos, ni siquiera sintió su peso.

            Apenas llegó a la travesía cuando apareció Sergio con un taxi.

            – ¡A Urgencias! -dijo Germán.

            Sergio tenía cogida la mano de su abuela reteniendo las lágrimas. Aquellos días había sabido que se moría, pero no era lo mismo saberlo que verlo con los ojos. Miró a Germán. El muchacho tenía el rostro sombrío. Sólo entonces se dio cuenta de lo que arriesgaba el Negro con toda la policía buscándole.

            – Germán -gimió sin saber muy bien cómo decirle lo que representaba para él aquel gesto.

            – ¡Cállate! -murmuró.

            El taxista.

            Sergio se mordió la lengua.

            El ronquido de la respiración de la anciana era el mismo que tuvo su padre al morir. Germán nunca lo había olvidado. Apoyó el codo en la portezuela y se llevó un nudillo a los incisivos. Cerró los ojos. Permitió que corrieran las lágrimas. En aquella postura Sergio no podía verle estando la tía Jerónima entre ambos.

            Era extraño. Siempre había odiado a su padre y ahora aquel sonido hacía que lo echara en falta. Pensó en su madre. Debía estar tirada por ahí, borracha o drogada. ¿Habría salido ya su hermano de la cárcel? ¿Y Teo? Estaba en Barcelona, pero nunca habían coincidido a pesar de trabajar los dos para D. Vicente. Una familia que nunca lo había sido. En cambio Sergio tenía su abuela y por alguna inexplicable razón el niño se había encariñado de él. No lo desagradaba. Era una sensación grata saberse querido por aquel mocoso y la anciana.

            Comprendió que las lágrimas no eran por su padre sino por ella.

***

            Estomagó a Elisabet por impedir que Germán se entregara y éste era un calzonazos. Le sorprendió comprobar que la otra muchacha no pensaba quedarse quieta al proponer entrevistarse con el policía.

            Tomás escuchó parsimoniosamente a Elisabet bajo la mirada de Isabel que pensó que su (¿amiga?) la novia de Germán tenía labia, casi demasiada; le recordó a un político en un mitin. El esfuerzo, en cambio, parecía infructuoso. El policía no movió un músculo.

            Le daba muy mala espina. A Isabel no le hacía la menor gracia la expresión de los ojos de Tomás. Había algo extraño en ellos, un brillo frío, anormal. No eran los ojos de un loco, pero tampoco los de un cuerdo. Algo raro que no sabía explicarse. Pero estaba bien claro que no iban a conseguir nada de él.

            Elisabet calló por fin con la sensación de haber estado hablando a la pared.

            – Ese chico tiene una información -murmuró Tomás-, y hasta que no la diga, no saldrá. Aún estoy siendo benevolente con él. Podría estar encerrado mucho tiempo. Tráfico de drogas, tenencia ilícita de armas, encubrimiento de un homicidio… Pero no le deseo ningún mal. Simplemente quiero saber dónde puedo hallar a Germán.

            – ¿Qué ocurrirá si no cede? -preguntó Elisabet. Isabel sólo miraba.

            – Emplearé la condena que le corresponda. Si veis a Germán -sonrió ahora; seguro que lo harían-, decidle que si aprecia a su amigo, que se entregue.

            Parecía un gánster de película. Elisabet apretó los dientes. Hizo una seña a Isabel y caminó hacia la puerta saliendo. La otra en cambio no se movió. Sostuvo la mirada del policía en un silencio abotargado. Luego, por primera vez, Isabel habló.

            – ¿Sabe quién fue Marat?

            – Por supuesto.

            – Entonces también conocerá a Charlotte Corday.

***

            A medida que conducía de regreso a Andorra y se serenaba Juan iba disculpando a  Mac responsabilizándose él. Seguro que Mac se había metido en un lío, seguro que era culpable de lo que le imputaban, pero, ¿cómo habría reaccionado él de ser su hermano?

            Nunca había dicho a nadie de que fue Mac quien mató a Gabriel. Aquello le había hundido. ¿Se habría venido también abajo en caso de sucederle a él? Era difícil responder. Lo cierto es que Mac sí, y se había encontrado sin ningún apoyo. No lo obtuvo de su madre, que ignoraba lo ocurrido, tampoco de Quique, demasiado pequeño para comprender. Pero él sí lo sabía, sí que comprendía, ¿y qué había hecho? Volver a las andadas abroncándole. Con sus mejores intenciones había vuelto a fallar a su hermano. Mac había necesitado apoyo, no gritos. Si hubiera sabido tratarle dándole la ayuda que necesitaba su hermano no habría recurrido a las drogas y ahora no estaría detenido.

            Súbitamente se sintió un fracasado. La muerte de su padre le había puesto sobre sus hombros una responsabilidad para la que no estaba preparado. Bien, ahí tenía las consecuencias de su ineptitud.

            Los ojos se tornaron dolorosamente fríos.

            Daría cualquier cosa por poder ir nuevamente en su ayuda, pero esta vez su madre no accedería, además era demasiado tarde. Mac no estaba perdido, estaba en prisión, Eulalia era quien debía estar con él y alguien debía quedarse con Quique, callado en aquellos momentos y sumido en sus propios pensamientos.

***

            La mirada de la chica había sido más peligrosa que la de Mac con el arma. La verdad es que le sorprendió que disparara, no le había creído capaz. No había querido alcanzarle, estaba claro. La mirada del chico era de advertencia, como queriendo decirle que tenía un límite que era recomendable no traspasar.

            Estaba con la vista en la fotografía de su mujer e hija.

            La de la muchacha era diferente, una mirada que conocía muy bien.

            ¡Maldito fuera aquel chico y su obstinación!

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