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30
septiembre
Aguja de marear (30)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

30

 

            Mac resopló. ¡Menudas horas!

            Por la ventana se veía luz. Su tía debía estar levantada aún.

            Dudó. No tenía ganas de más broncas. Pero si volvía sobre sus pasos al día siguiente sería peor. Además, estaba cansado, sólo había dormido una hora en dos días. Para colmo apenas había probado bocado. Subiría, allí tenía una cama, y por mucho que le gritara su tía no dejaría sin comer al hijo de su hermana.

            Lo que no esperaba encontrar fue a sus dos tíos en el comedor y a Tomás sentado enfrente suyo. Se quedó clavado en el suelo incapaz de reaccionar.

            – ¿Qué has hecho esta vez? -espetó Pablo.

            No respondió. Tenía el alma en los pies.

            – ¿Puedes venir conmigo un momento? -preguntó el policía.

            – Sí, claro -articuló.

            Siguió a Tomás percibiendo los cimitarrazos de la mirada de su tío, que no se dignó a preguntar ni él dispuesto a dar explicaciones. La tormenta vendría después cuando regresara. Pruden en cambio parecía hecha polvo, agotada toda su fortaleza, vencida al final por el facineroso de su sobrino. Imposible hacerle entrar en vereda. ¿Qué le diría a su hermana?

            En su habitación Dani despegó la oreja de la puerta. La llegada del policía le había excitado y ni siquiera se desnudó cuando lo mandaron a la cama. Su rostro era una mezcla de preocupación y miedo. Había comenzado a morderse las uñas sin darse cuenta.

            ¿Puedes venir conmigo?

            El tono de Tomás había sido neutro, demasiado neutro. Algo se cocía, Mac tenía la certeza, y en vista de los hechos sólo podía significar que estaba interesado en su amigo por la muerte de Vicente.

            En la planta baja el pasillo que conducía de las escaleras al portal sufría un recoveco. Al llegar a él Tomás se detuvo y se volvió a Mac.

            – ¿Dónde está Germán?

            ¡Premio!

            – En su casa, supongo -se encogió de hombros mostrando despreocupación.

            – Allí no está.

            – Entonces, ni idea.

            – Yo creo que sí.

            – Pues bien, pues sí.

            – ¿Dónde está?

            – Ya le digo que no lo sé.

            – Escucha, han matado a D. Vicente.

            – Él se lo habrá buscado.

            – ¿Dónde está Germán?

            El tono no era para tonterías.

            – Él no ha sido.

            – Yo no he dicho que haya sido él.

            – ¿Me va a vacilar? Lo está buscando. Sí cree que ha sido él.

            – Simplemente quiero interrogarlo. Hay un testigo que vio a Germán en el escenario del crimen.

            – ¿Antes o después?

            – Eso no te importa.

            – Yo creo que sí. Dice que hay un testigo que lo vio, y los dos sabemos que Germán tenía un motivo, así que usted lo considera el asesino, pero hay una cosa que desconoce, Germán es incapaz de matar a nadie.

            – Eso lo decidiré yo cuando lo interrogue. ¿Dónde está?

            – No lo sé.

            – ¿Piensas que ha huido?

            – ¿Por qué habría de hacerlo?

            Tomás apretó las mandíbulas. El chico estaba a la defensiva, señal que sabía más de lo que admitía. Además, no se había mostrado sorprendido de la muerte del traficante, es decir, conocía el hecho con anterioridad. O había estado en el piso o Germán se lo había dicho. Lo primero improbable, el portero sólo había hablado de un chico. La única explicación era la segunda. Estaba protegiendo a Germán.

            No quedaba más remedio que emplear la fuerza, por las buenas Mac no hablaría.

            – Escucha, estás defendiéndole y es una equivocación. Lo entendería si fuese un hecho aislado, después de todo ese hombre iba a matarlo posiblemente, pero el caso es que ha habido cuatro asesinatos del mismo estilo. Tu amigo es un psicópata.

            ¿Otros?

            Aquel tío mentía, le tendía un cebo.

            – ¡Anda ya!

            – Ha matado a cinco personas -el tono se iba haciendo peligroso-. A cinco. ¿Quieres que mate a más?

            Sus ojos y actitud no podían ser más sinceros. Contra su pesar Mac no pudo menos que creerle.

            – ¿Sabe lo que le digo? -estaba furioso por dudar de su amigo-. Todo esto es una puta coincidencia. Busque a ese psicópata y deje en paz a Germán.

            – Una coincidencia. Demasiada, ¿no crees? Sobre todo teniendo en cuenta que hay un testigo que ha reconocido a Germán.

            Aquello era una pesadilla. El Negro no estaba loco. ¿O sí? Hacía cuatro años que no se veían, podía haber cambiado.

            No.

            ¡Era casualidad!

            – Le digo que no ha sido él -se obstinó sorprendido de no creer sus propias palabras.

            Los ojos del policía llamearon.

            – Por última vez, dime dónde está Germán o te llevo a la cárcel.

            ¿Amenazas?

            Tomás sólo percibió el movimiento de los labios de Mac en una mueca cínica sin llegar a transformarse en sonrisa. No vio lo que había detrás, que el muchacho se crecía con las amenazas.

            – Pues lléveme -fue su respuesta.

            Ocurrió muy rápido. Mac sólo sintió una mano caer sobre su brazo izquierdo, voltearlo hacia un lado y su ceja derecha estrellarse dolorosamente contra la pared. Quedó aturdido un instante, el rostro pegado contra ella, la ceja incrustada en el cemento con un dolor lacerante que se extendía hacia la frente y nuca, sin resuello para mover un músculo. Sus manos fueron lanzadas contra la espalda y algo delgado y metálico oprimió sus muñecas como un cepo lobero. Gimió.

            Aquella mano le hizo dar la vuelta.

            Quedaron frente a frente.

            La ceja estaba abierta.

            Un guerrero de sangre se deslizaba por su mejilla derecha, el ojo medio cerrado para protegerse, la camisa se manchaba de goterones.

            – ¿Dónde está?

            No respondió. Ni siquiera hizo comentarios.

            – ¡Tú lo has querido!

            La manaza se cerró nuevamente sobre su tríceps. A trompicones por el mismo aturdimiento se dejó conducir hasta el automóvil.

 

***

 

            Pruden contempló desde la ventana cómo el policía se lo llevaba.

            ¡Si tenía que ser!

            ¡Si aquel chico era una perdición!

            ¿Cómo se lo decía a su hermana? Habían acordado que Mac regresara a Andorra al día siguiente. ¿Cómo le decía ahora que estaba detenido? ¿Cómo le decía que había fracasado al intentar impedir que su hijo siguiera por el mal camino? Porque el chico sería lo que fuera, pero una madre es una madre.

 

***

 

            No lo llevaba a la comisaría, Mac se dio cuenta en seguida por la ruta que tomó mientras su delgaducho cuerpo, en el asiento posterior, se doblaba y contorsionaba como si fuera de goma deslizando las muñecas por las piernas hasta pasarlas por los pies. Seguía esposado, pero ahora tenía los brazos por delante. Buscó en el bolsillo el pañuelo y lo puso en la ceja apretando para cortar la hemorragia.

            Cerró los ojos.

            Seguía así cuando el coche se detuvo.

            Una prisión.

            Mac pestañeó.

            ¿Cual sería?

            El policía abrió la portezuela, lo contempló asombrado. Las manos por delante. Aquel chico estaba lleno de sorpresas. Lo cogió.

            – Vamos, sal.

            Obedeció dócilmente.

            – ¿No quieres cambiar de opinión?

            ¡Chúpamela!, estuvo a punto de decir, pero aquello habría significado un enfrentamiento de chulo a chulo y no le agradaba. Guardó un silencio despectivo.

            – ¡Cabezota!

 

***

 

            Sergio abrió levemente la puerta y atisbó. Germán y Elisabet yacían uno junto al otro, la cabeza de la muchacha en el hombro de él. Sus bellos pechos atrajeron la vista del chico, eran los primeros que veía al natural.

            Volvió a cerrar.

            Se asomó por la ventana pensativo. No le gustaba nada cómo iban los acontecimientos, aparte que se sentía inútil. ¿Qué podía hacer él; sólo tenía doce años?

 

***

 

            Isabel terminó de escribir los últimos acontecimientos y cerró el diario. No estaba su padre cuando regresó a casa, pero sí su hermano y habían tenido unas agrias palabras. Silverio no comprendía que hubiera estado con Mac todo el santo día, llegara a las mil, y no hubiera pasado nada entre ellos. No hubo manera que la creyera y se acostó decidido a tener un necesario cambio de opinión con Mac.

 

***

 

            Eduardo repasó sus últimas anotaciones. Estaba en Alcorisa, en Andorra había sido imposible hallar alojamiento debido al brusco aumento de población para trabajar en la construcción de la central térmica, hasta el punto que muchos trabajadores se alojaban en masadas y casas particulares. Iban a construir un moderno hotel, pero aún estaba todo en mantillas. No obstante había sido una tarde aprovechada, había averiguado el domicilio de la madre de Mac en el puesto de la Guardia Civil y que éste, un muchacho, había sido detenido por consumo de drogas. Una lástima, adujo el sargento, cuatro años atrás…

            El policía escuchó el caso de Fermín. El carácter de Mac no cuadraba con el de un homicida en serie, y le intrigaba que un drogadicto tuviera contactos con un industrial como D. Vicente. Algo olía a podrido.

            Escuchó con especial atención que les habían telefoneado, uno o dos días atrás, pidiendo información sobre el muchacho por haber sido detenido con un importante alijo. Preguntó el nombre del policía. Tomás… ¿Tomás? Lo conocía, habían trabajado juntos tiempo a atrás.

            Que casualidad.

            Precisamente Tomás.

            Tomás.

            Por lógica debería estar también muy interesado en el caso de los asesinatos.

            Guardó las notas. Terminó la tercera botella de cerveza.

            Mañana, a primera hora se entrevistaría con la madre.

 

***

 

            Seguía demasiado aturdido para pensar con claridad.

            Miraba desangeladamente, por las rejillas de la ventana, el patio, desierto a aquellas horas.

            Pirañas vivas en el estómago.

            No era la primera vez, se dijo para tranquilizarse.

            Pero el miedo le corroía.

            ¿Qué estarían preparándole? Le habían encerrado en aquel cuartucho hacía más de una hora y Tomás aún no había terminado de hablar con el alcaide.

            Las paredes eran lisas, grises, con una única mesa y dos sillas en el centro como única señal de que era un cuarto y no una cueva. ¿Dónde había visto una habitación parecida?

            Se sentó.

            La ceja ya no le sangraba, pero había dejado un rastro rojo oscuro que iba tornándose hacia el marrón, una costra que le tiraba cada vez que arrugaba el rostro. Los dedos adormecidos por la presión de las esposas.

            Volvió la cabeza.

            Pasos.

            Alguien, no, al menos dos, venían.

            Se abrió la puerta.

            Tomás.

            El boqui, por su aspecto, debía ser el alcaide. Mac lo miró con curiosidad. Calvo, con el cráneo puntiagudo, en vértice, canoso, labios sensuales; nariz respingona, inexistente; ojos diminutos, legañosos; pequeñajo y rechoncho, una especie al muñeco de Michelín, pero más enano, y que no hizo la más mínima gracia a Mac.

            – Ven.

            Obedeció, era lo prudente.

            Al pasar delante de Tomás sus ojos se hallaron.

            No iba a ser un preso normal. Lo comprendió en el acto. Lo putearían y vejarían hasta doblegar su resistencia.

            Le quitaron las esposas y todo que pudiera servir como arma. Luego siguió al carcelero. Entró en la celda. Sólo cuando oyó cerrar la puerta empezó a darse cuenta de la magnitud de lo que le estaba ocurriendo.

            No quiso pensar. Ahora no. Estaba cansado, la ceja y la cabeza le dolían. Pensaría mañana, sería otro día.

            Se tumbó en el jergón, consciente únicamente de sus sentimientos. Le habría gustado llorar, pero estaba demasiado furioso y humillado para sentir desconsuelo.

            Mañana, sí, mañana.

            Aquel policía se acordaría de él.

            Se durmió lentamente pensando en las miles de cosas con cuales mortificaría a Tomás.

            Lo despertó una patada.

            Abrió los ojos.

            – Esa litera es mía.

            Dos hombres.

            No estaban allí cuando entró, los habían metido después. Así que Tomás no estaba dispuesto ni a dejarle dormir. Su labio superior se movió desdeñoso. Se levantó.

            – ¿Esta otra es de alguno? -refunfuñó.

            Se maldijo. Debía controlarse, ser prudente.

            – Oye, tenemos un bravo.

            – Me encanta domar a los bravos, resultan buenos bardajas.

            Dos, altos y musculosos. Era una locura luchar contra ellos, pero no podía ceder, si lo hacía tendría que hacerlo siempre.

            Sus ojos brillaron de ira fría.

            Nunca había rehuido una pelea en su infancia y no había matado a Gabriel para que ahora se dejara joder pacíficamente por dos zánganos.

            La mazmorra era pequeña y no tardaron en tenerlo prácticamente inmovilizado con el rostro de uno casi pegado al suyo amoratado en el suelo. Notó que le desabrochaban el pantalón. Sólo podía mover un brazo y salió disparado. El índice y el mayor se clavaron en los ojos del recluso como dos pequeños garfios. El aullido fue ensordecedor y tan brusco que el otro aflojó su presa al tiempo que retrocedía inconscientemente. Cuando quiso darse cuenta y rectificar Mac se había escabullido de entre sus brazos y lanzaba una patada a sus genitales con todas sus fuerzas, los alcanzó de pleno. El preso se dobló sobre sí mismo. Vio otra patada, aún más rabiosa que la primera, ladeó la cabeza rehuyéndola, pero el puntapié no iba al rostro como pensó, sino recto al cuello. Junto al ruido del golpe se oyó un chasquido.

            Ahora, con el labio partido desde el inicio de la pelea, los dientes apretados y un brillo extraño en los ojos, Mac se encaró con el primero, gimoteante, con las manos sobre unas cuencas vacías, hemorrágicas…

 

***

 

            – ¡El uno ciego, le ha arrancado los ojos! Lo detuvimos mientras se ensañaba con él. Le rompió varias costillas a base de patadas y el bazo. ¡El otro está parapléjico! -vociferaba el alcaide por teléfono a Tomás- ¡Te felicito por tus ideas!

            Tomás bufó. Había esperado que haciéndole la vida imposible en prisión cedería. Era duro de pelar el hijo…

            – ¿Dónde está ahora?

            – Aislado.

            – ¿Temes alguna represalia?

            – ¿Represalias? Todos saben que esos dos suelen estar conchabados con nosotros. Tu muchachito se ha ganado el respeto de los demás reclusos. Hazme un favor, llévatelo o legaliza su situación. No puede estar aquí sin ninguna orden del juez.

            – Retenlo unos días. Aislado, tal como está. Necesito una información por parte suya. No le des de comer, el hambre lo vencerá.

            – Tú estás chiflado. Quiero que te lo lleves.

            – Recuerda que me debes un favor.

            El otro tardó en contestar.

            – Con esto estamos en paz -replicó.

 

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