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17
septiembre
Aguja de marear (29)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

29

            Germán estaba con los ojos dilatados, exangües. Las manos le temblaban como las de un alcohólico, todo él se convulsionaba. El rostro cetrino… No. A Mac le recordaba más el verde oliva.

            – ¿Qué ocurre?

            No era de extrañar que Sergio estuviera alarmado.

            Encima de la mesa había una caja de Valium que Isabel había ido a comprar.

            La cabeza de Germán se sacudió en sucesivos tics. La vista fija en Elisabet.

            – ¿Po-por qué la has traído?

            Tartamudeaba. Mac sólo recordaba otra ocasión. Estaba aterrorizado.

            – Germán, cariño.

            La muchacha estaba desconcertada. Quiso cogerlo, pero él la rechazó.

            – Por fav-or, vete. Dil-dile que se vaya, Mac.

            Elisabet desvió la mirada hacia éste. El muchacho estaba con el rostro oscurecido, las cejas fruncidas, como si siempre hubieran estado unidas.

            – ¿Qué le está pasando? -preguntó a Isabel que se encogió de hombros en una actitud de ignorancia.

            Elisabet se sintió asustada y de pronto no supo qué hacer.

            Sergio se había hecho un ovillo en un rincón y les contemplaba con ojos de ratoncillo.

            – ¿Qué ha pasado? -preguntó Mac.

            Los tics eran ininterrumpidos.

            – Germán…

            El tono llamó la atención a Elisabet, fue muy especial, mezcla de ternura, autoridad, afecto.

            El Negro parpadeó fijando la vista en su amigo.

            – ¿Qué ha pasado?

            El gañote de Germán se contrajo. Su boca se convulsionó como si fuera a vomitar.

            – … uerto -consiguió articular-. Vicente está muerto.

            ¿Muerto?

            Aquello explicaba tanta policía.

            Mac hizo una mueca.

            ¿Y qué?

            Eso no era motivo para que Germán estuviera en aquel estado. Lo conocía bien.

            A no ser…

            – ¿Lo has hecho tú?

            Germán negó vigorosamente con la cabeza.

            – Entonces, ¿por qué cojones estás así?

            – Ib-a a hacerlo. Ig-igual, exactamente igual…

            Costó trabajo que se tranquilizara lo suficiente para que pudiera narrarles lo ocurrido.

            Isabel se sentó cerrando los ojos. Elisabet abrazó al Negro consoladoramente. Sergio estaba pálido.

            Mac suspiró.

            – ¿Te vio alguien?

            – El portero.

            – ¡Cojonudo! ¡Te cargarán el muerto!

            – ¡Mac! -recriminó Isabel.

            – ¡Es verdad, joder!

            Germán gimió.

            – Es inocente -intervino Elisabet.

            – ¿Y quién se lo va a creer? -explotó Mac.

            Se arrepintió del pronto. Con aquello no ayudaba a Germán.

            – Bueno, es tarde -comentó pacíficamente-. Mañana ya veremos. Hemos de encontrar al asesino. Es la única forma de demostrar tu inocencia.

            No podían hacer anda. La única que podía ayudarlo en aquellos momentos era Elisabet, que decidió quedarse. Mac e Isabel se fueron, no sin antes advertir el primero al Negro que no saliera para nada, estarían buscándole como locos.

            Elisabet estaba molesta por la reacción de Mac, pero era comprensible y se olvidó pronto de ello. Seguía abrazada a Germán, acunándolo como una madre sin saber qué decir ni hacer excepto mostrarle su cariño. Le besaba el cabello alentadoramente, y con lentitud lo fue haciendo en las cejas y ojos. Halló la boca, unió los labios en un beso leve que se fue prolongando. Los dedos del muchacho  recorrieron aquel cuerpo que le hacía olvidar todo.

            Sergio salió de la habitación.

            Elisabet le acariciaba el cabello, entregada totalmente a aquella lengua que peregrinaba en su boca, sintiendo una mano ascender hacia sus senos y otra hacia su pubis. Separó las piernas consciente de lo que deseaba su novio, codiciándolo. Sus pezones se endurecían y sentía despojar su vestido. Los dedos de Germán le trabajaban, entreabrió los labios con un gemido de placer. El chico volvió a besarla anhelante. Despacio fue devolviendo las caricias, desnudándole como hacía él, su mano mimó el miembro. Germán la sentía vibrar entre sus brazos al tiempo que su boca iba posesionándose de todo aquel apetecible cuerpo. Nunca se había sentido así, era distinto a las otras ocasiones en el que imperaba el puro instinto animal. Aquí el acto no parecía obsceno, no era lujurioso a su mente, no existía lascivia o suciedad. Besó con delicadeza los muslos, las piernas, los pies, ascendió hacia las nalgas, hacia el bosquecillo que rodeaba aquellos labios que parecían arder. No tenía prisa, no deseaba acabar, simplemente colmar su sed de cariño, conocer milímetro a milímetro aquel talle esbelto, sensible, cimbreante como una rama. El pubis de la muchacha se elevó buscando su hombría. Sólo entonces dudó Germán y miró a los ojos de Elisabet un instante. La penetró. Sus manos recorrían aquel bello cuerpo, besándolo, acariciándolo, gustándolo en movimientos más tiernos que sensuales y hallaba los labios de aquel hermoso ser que se le entregaba sin contemplaciones, sin decirle que le amaba, pero cuyos senos se erguían necesitados de ternura, cuyos labios rozaban los suyos antes de besarlos, cuyas manos se deslizaban por su espalda percibiendo los relieves musculares al tiempo que las suyas recorrían aquella tersa piel y besaba el cuello y la unión de éste con el torso…

            Luego quedaron inmóviles fuera del tiempo.

***

            El último pasajero del vagón descendió dejándolos solos. Isabel echó un vistazo al reloj, era muy tarde, posiblemente no tardarían mucho en cerrar el Metro. Volvió la vista a Mac, parecía pensativo.

            – Crees que es inocente, ¿verdad?

            – Lo es. Tú tampoco dudarías si lo conocieras.

            Isabel puso la mano en el muslo del muchacho.

            – No le des más vueltas. Tú no puedes hacer nada.

            – Te equivocas, hay que encontrar al verdadero.

            – Es cosa de la justicia, si de verdad no ha hecho nada…

            Se interrumpió. Mac no había podido evitar una risita cínica.

            – ¿De qué sirven las leyes donde sólo reina el dinero, donde la pobreza nunca puede salir triunfante?

            Isabel frunció el ceño.

            – ¿Eh?

            – Es una cita del Satiricón -murmuró Mac.

            – ¿De Petronio? ¿Has leído a Petronio?

            – ¿Te sorprende?

            – Sí. Nunca te ha gustado estudiar.

            – Pues ya ves.

            No había alzado la voz en ningún momento.

            – Tienes poca confianza.

            – Ninguna. El muerto estaba forrado, Germán es un pelagatos y tenía un motivo. Nadie nos creerá. La única solución es hallar al verdadero.

            Entraban en una estación, faltaban tres. No subió nadie.

            La mano seguía en el muslo, en la parte interna; ninguno parecía percatarse. Isabel miraba al chico. Hubiera deseado que volviera la espalda al Negro, aquello era asunto de Germán, no suyo. Pero no expuso sus pensamientos, habría sido inútil, Mac no abandonaría a su amigo. Sonrió con ternura.

            – Eres un quijote.

            Mac la miró. Arrugó la nariz.

            – ¿Eso crees?

            – Sí, Mac. Siempre lo has sido. Lo fuiste cuando libraste a mi padre de la cárcel y lo eres ahora.

            – Estás equivocada. Es que no puedo hacer otra cosa.

            – Nadie te obliga.

            – No me ponen una pistola en el pecho, desde luego. Es más sutil.

            La miraba a los ojos. No había ironía en los de la muchacha, no había agresividad. ¿Habían terminado las discusiones? Su perfume embalsamaba, su iris era como el damasco.

            – ¿Prefieres que lo deje?

            Isabel negó con la cabeza.

            – No. No te lo perdonarías en la vida.

            Su parada.

            ¿Ya habían llegado?

            Mac se levantó a disgusto, hubiera deseado que el viaje no acabara nunca.

            Pasó el brazo por el hombro de Isabel al descender, ella se enlazó a su cintura. Mac se sintió feliz con aquella muestra de afecto. Le gustaba, no, necesitaba tenerla cerca, percibir su cuerpo unido al suyo. Lo que sentía por aquella chica era muy especial. Se detuvo contemplando sus ojos dulces, aterciopelados bajo la tenue luz del techo, sus labios entreabiertos dejaban adivinar una delgada y perfecta hilera de dientes. La cogió delicadamente por la nuca con ambas manos. La besó. Su lengua tocó la otra con un cariño que nunca creyó poseer. Bruscamente perdió el control. Su lengua invadió la boca de Isabel llevándola de saliva y ella respondió con una intensidad que aturdió a Mac.

            Estaban solos, no los veía nadie, pero posiblemente le habría dado lo mismo. Sus manos se deslizaron por aquellas piernas que lo enloquecían, acariciando posesivamente las nalgas, ascendiendo por la espalda y el costado, anhelando…

            – No, Mac -jadeó Isabel.

            – ¿Por qué no?

            – Lo has prometido.

            – Yo no he prometido nada.

            – Sí. A mi padre. Esta mañana.

            Mac recordó. Estuvo a punto de enviar su palabra a hacer puñetas, pero en vez de eso se separó. Su sexo le dolía de erecto. No pudo evitar una expresión huraña.

            – A mí también me gustaría -murmuró Isabel.

            – No te disculpes -gruñó.

            – Es mejor así.

            – Sí -se lamentó sin creérselo-, mejor.

            No volvieron a hablar hasta llegar a casa de Isabel. Un beso sosegado y la vio desaparecer con una espina en el corazón.

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