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11
septiembre
Aguja de marear (28)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

28

            No les había preguntado qué intención llevaban en Barcelona. Vacaciones. ¡No se lo creían ni ellos!

            Mejor así.

            Tal como estaban las cosas cuanto menos supiera… Sí, mejor.

            Giró la cabeza.

            Nadie.

            Tenía la misma sensación de cuando Gabriel le perseguía.

            No lo dejarían.

            Sabía demasiado.

            Se habían ido de la lengua. Memorizó el teléfono, no estaría de más saberlo, luego rompió la servilleta.

            Germán había dicho que estaba gafado. Tenía razón. De lo contrario era imposible que se metiera en tantos jaleos sin buscarlos.

            Cuando llegó a la casa de D. Vicente se detuvo. ¿Qué hacía tanta policía?

            Miró el número. Sí, era allí. Recordaba la dirección que dijo Germán al juez aquel.

            Caminó hacia los curiosos. Un desastre de hombre tropezó con él, prosiguió andando hacia la casa seguido de la mirada irritada de Mac. Abrió los ojos. Un secreta; uno de los grises le había dejado pasar. Pues parecía más un vagabundo con el rostro sin afeitar y media camisa por fuera.

            Miró el reloj.

            Allí no había nada que hacer y no le apetecía regresar a casa de Sergio y permanecer con los brazos cruzados, algo le decía que Germán aún no había regresado. Tenía el tiempo justo para ir a clase.

***

            ¿Qué podía hacer?

            Germán había terminado la cajetilla.

            Mac.

            Sí. El pensaría algo.

            Debía estar esperándole en casa de tía Jerónima.

***

            Eduardo encendió un cigarrillo observando la posición del cadáver sin prestar atención realmente. Su mente estaba perdida en la descripción efectuada por el testigo. Un muchacho de unos dieciocho años de complexión atlética. Sí, podría ser él. Pero hasta la fecha había demostrado ser muy escurridizo, no tenía sentido aquella torpeza de dejarse ver por el portero.

            – ¿Alguna huella?

            – Bastantes. De la víctima y otras que podrían ser de la familia. Hay dos en la puerta, la del portero y quizá la del asesino. Aún no lo hemos comprobado, pero no recuerdo haberlas visto en ninguna ficha.

            Eduardo asintió con la cabeza.

            Nueva torpeza.

            No tenía lógica.

            Se sentó en el sofá, dejó deslizar el trasero hasta repantigarse colocando los pies encima de la mesita. Ninguno hizo comentarios, habría sido predicar en el desierto.

            Se rascó la barba sin rasurar. Aquello siempre había sido motivo de discusión, igual que su afición a la bebida…

            Rechazó el pensamiento. Tiempo habría para hacer las paces.

            ¿Y si no hubiera sido el chico?

            El conserje había sido muy explícito. Nunca me dio buena espina ese joven, demasiado educado, sí, demasiado; y cuando lo vi bajar por las escaleras corriendo, por las escaleras, ¿por qué por las escaleras estando el ascensor? Pálido y con cara… la cara de un criminal, sí señor. Me escamé, por eso llamé a don Vicente y al no contestar, cosa rara en él, porque siempre lo hacía en el acto y no me hacía perder el tiempo como otros dejando sonar el aparato hasta cinco y seis veces, le digo, me preocupé y subí. La puerta estaba abierta y él, pobre, él…

            Pálido.

            ¿Dónde se ha visto que un homicida en serie palidezca cometiendo un asesinato?

            – Hay huellas en esta silla, las de la puerta

            En la puerta y en una silla. No se correspondían con las fichas. Seguro que eran del chico… ¿Cómo se llamaba? Germán. El portero ignoraba los apellidos.

            No podía ser él.

            Entró, descubrió el cadáver, se apoyaría en la silla para no desmayarse y al salir se apoyó en la puerta. Estaría tan aterrado que ni siquiera se detuvo a esperar el ascensor. Pálido por la impresión y cara de susto, no de asesino.

            El homicida era otro. Uno que no se había dejado descubrir, como siempre. Que no habría dejado huellas, como siempre.

            Sus superiores no opinaban igual. D. Vicente Berenguer i Casetas era muy importante, una personalidad, necesitaban una cabeza de turco inmediatamente; sería aquel chico. Algo que ofrecer a la prensa.

            No les seguiría el juego. No le importaba la categoría social de aquel sinvergüenza, así que no detendría a ningún inocente para que pagara el pato.

            No conocía nada de la vida de la víctima, simplemente que era un político de renombre; suficiente para que él lo considerara un granuja. La clase política era una clase parasitaria de la sociedad, que vivía a costa del pueblo amargándole la existencia con impuestos y leyes estúpidas que sólo favorecían a quienes las dictaban. La política estaba para servir al pueblo y los políticos debían ser sus servidores, no señores feudales esquilmando a los siervos…

            Interrumpió su auto mitin.

            Sus ideas políticas, no mejores respecto a la Justicia, habían perjudicado su carrera estancándole, hacía años, en la categoría actual. Tampoco le preocupaba ni le quitaba el sueño. Se consideraba conformista por naturaleza y se sentía feliz mientas pudiera soltar, a través del colector que tenía por boca, sus opiniones cayeran como cayeran a los demás, algo que incluso durante el régimen de Franco había realizado y ahora, con la transición, sentaba tan mal a los demócratas como antes a los franquistas.

            La ceniza cayó al suelo, pero no se preocupó.

            Indudablemente debía hallar a aquel chico, pero para averiguar si había visto algo, nada más.

            Contempló sus zapatos, al final de las piernas, polvorientos, y con las suelas desgastadas, las punteras estaban rozadas habiendo perdido el color.

            Como en los otros casos no se había llevado nada, ni siquiera en aquella casa indudablemente rica. Sus ojos saltaban de un objeto a otro.

            Desanduvieron el recorrido.

            ¿Qué era aquel papel que había encima de la mesita?

            Se levantó más ágil de lo que cabía esperar.

            Macario Tello Gáñez.

            Calle Baja…

            ¿Andorra?

            ¿De Teruel?

            Volvió a repantigarse golpeándose la nariz con el papel.

            ¿Qué tenía que ver el susodicho Vicente con una localidad que, seguro, no había oído mentar en la vida?

            Su experiencia le hacía oler a chamusquina.

            Caminó hacia la salida.

            Buscaría en el mapa de carreteras y se trasladaría a aquel pueblo. A ver qué contaba el tal Macario.

***

            No estaba allí. Claro. ¿Qué podía esperar? Había sido una estupidez creer que Mac acudiría a clase.

            La que no faltó fue Marta, que se abalanzó sobre su amiga aturdiéndola. ¿Quién era aquel chico? ¡Oh, era tan guapo! ¿Había visto qué culo? Sí, claro que lo habría visto ¿cómo no? ¿Dónde estaba, no iba a venir?

            Elisabet se sentó junto a ella, como hacía habitualmente, y puesto que parecía no querer escuchar otra cosa le narró una historia de lo más rocambolesca. Marta flotaba. ¿Ya lo habían hecho? ¿Hacer qué? Vamos, a ella podía decírselo, eran amigas. Y se lo contó. Don Juan, a su lado, un cateto. Marta no babeaba por educación. Qué suerte tenían algunas, en cambio ella. ¿Qué más? Cuenta. ¿Cómo lo conoció? ¿En la calle? ¿Que la defendió de dos que…? ¡Oh, que tío! ¡Mira, ahí está, ve con él, ve!

            La sacó a empujones del pupitre.

            ¡Mira como sonríe al verla! Que romántico.

            – ¿Estás bien? -preguntó Marta.

            – Sí, supongo.

            Se sentó. Elisabet hizo otro tanto aproximando el cuerpo y bajando la voz para evitar indiscreciones.

            – ¿Cómo es que te han soltado?

            Míralos como se arriman. ¡Ay! Suspiro y cara soñadora por parte de Marta.

            – ¿Tú amiga está bien de la cabeza? -preguntó Mac.

            – Olvídate de ella, ¿cómo te han soltado?

            – Germán se entregó.

            Elisabet abrió la boca pero no dijo nada. Por un lado se sintió aliviada al comprobar que no le había decepcionado. Por otro…

            – Un momento -reaccionó-. Esta mañana he estado en la comisaría y me han dicho lo de tu libertad, pero Germán no está detenido.

            – No.

            – ¿Entonces?

            – Es largo de contar y la clase no es buen sitio.

            -¿Dónde está Germán?

            – Luego te llevo.

            ¡Ay, que se besan, que se besan! ¡Pues no! Vaya, ¿cómo iban a hacerlo en medio de la clase? ¡Oh, si no fueran amigas! Pero no estaba bien intentar quitárselo. ¿Si tendría algún hermano? ¡Ay, si fuera como él!

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