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20
agosto
Aguja de marear (25)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

25

            Les abrió un chico que los estudió intrigado.

            – Soy un amigo de Germán. Me dijo que viniera a esta casa.

            Las cejas de Sergio se movieron, ahora lo reconocía. Pero, ¿quién era la chavala que lo acompañaba? Prefirió seguir las instrucciones del Negro.

            – ¿Cómo te llamas?

            – Mac.

            – ¿A quién encontrasteis en un bar de maricas?

            Mac rió al recordarlo. Isabel lo contempló desconcertada.

            – Al alcalde. ¿He de decir su nombre?

            – Sí.

            – Urbano Güémez.

            Sergio asintió. Los dejó pasar.

            – ¿A qué viene tanto misterio? ¿Dónde está Germán?

            – Ha salido, no ha dicho a donde, pero que le esperes que volverá.

            Una tos les llegó de otra habitación.

            – Mi abuela -explicó-. Está demasiado débil para levantarse.

            Parecía no poder parar.

            – Yo soy Sergio…

            Se interrumpió. Volvió la vista preocupado. Aquel acceso tenía mal cariz.

            – Perdona.

            Fue hacia la habitación. Por la puerta abierta lo vieron pelear en un intento de incorporar a su abuela. Entró Isabel sentándola para darle de beber.

            – No debe vusté acercárseme, soc tuberculosa.

            – Vamos, beba.

            El agua le alivió ligeramente.

            Isabel echó un vistazo a la alcoba. Su rostro se contrajo. Mac tenía unas amistades muy particulares. Aquello necesitaba una buena limpieza y Sergio alimento y la abuela que la viera un médico.

            Tía Jerónima volvió a toser. Isabel le alcanzó un pañuelo sin moverse del sitio, sentada en la orilla de la cama. Se dio cuenta que Mac estaba apoyado en el batiente. Un poco apartado Sergio la observaba boquiabierto.

            – ¿Qué estás mirando? -espetó la muchacha a Mac.

            – Intento grabarme tu imagen -la sonrisa de sus labios era tierna-. No creo que te vea tan hermosa como en estos instantes.

            – ¡Eliges un momento para estar de coña…!

            – Es cierto; no bromeo -la sonrisa desapareció de los labios, pero no la ternura-. Ya sé que no te merezco, pero…

            Ahora sonrió Isabel, divertida.

            – Oye, ¿qué intentas decirme con esa cursilada?

            – ¿Te parezco cursi?

            – Ya sé que no te merezco -se burló cáustica-. ¡Completamente!

            El rostro de Mac enrojeció. ¡Si no hubiera estado aquella anciana delante! Regresó al comedor, necesitaba un pito.

            Tía Jerónima movió la cabeza con desaprobación. Centró los ojos muertos en Isabel.

            – No le dé más vueltas a la tuerca -murmuró-. Ese chico la quiere.

            Había bondad en aquella máscara de muerte.

            – Es tan… -protestó Isabel- ¡Tan inseguro! ¿Qué le cuesta decirme te quiero en lugar de rebajarse? ¡Que no me merece! ¡Memo!

            Tía Jerónima sufrió otro acceso de tos.

            – No, no, déjeme -gimió-. Vaya con él, háblele. No gana nada mortificándole.

            Pero se dejó asistir.

            Sergio cerró quedamente la puerta y caminó hacia Mac, que iba por medio cigarrillo, con cara de pocos amigos y hablando solo.

            – ¡Cursi! ¡Ahora cursi! ¡La muy…!

            Pensó en Germán al ver al mozalbete. ¿Dónde estaría?

            Sergio se sentó estudiándole, deprimido por el enfado de ambos. Le caían bien. Mac tenía que ser un tío legal para ser amigo de Germán, e Isabel, bueno, nunca nadie había ayudado así a su abuela.

            Mac terminó el pitillo lamentándose que no hubiese sido un porro; Isabel le había puesto mal cuerpo. Se encorajinó cuando la vio aparecer. ¡Que no hiciera ningún comentario! ¡Que no lo hiciera o…!

            Isabel se detuvo a su altura. Movió la cabeza como una maestra condescendiente a un niño de guardería.

            – ¿Y bien?

            – ¿Y bien, qué? -gruñó Mac.

            – ¿No tienes nada que decir?

            – No se me ocurren más cursiladas -ácido.

            – ¿Ni una pequeñita?

            – ¡Hay veces que…!

            – ¿Qué?

            – ¡Nada!

            – Vaya.

            Estaba más cerca de él, acorralándole contra la pared en la que reposaba la espalda del muchacho.

            – Tienes miedo.

            – ¿De quién? -Mac hizo una mueca-. ¿De ti? ¡Tú flipas!

            – No. De decirlo.

            – ¿Decir, el qué?

            – Tus sentimientos.

            – ¿Acaso me dejas?

            – Pues dilos ahora.

            – No soy tan gilipollas.

            – ¿Qué ibas a decirme allí dentro?

            – Una cursilada.

            – Pues dila.

            – ¿Para que te cachondees? ¡Los cojones!

            – Vamos, Mac.

            – No.

            – Lo estás deseando.

            – No te equivoques conmigo.

            Ahora estaba pegada. Jugaba con él la mala put…

            No terminó el pensamiento. Sentía su muslo oprimiendo su entrepierna, su sexo se endurecía contra su voluntad entremezclándose el deseo con el enfado en un extraño morbo. Los labios de Isabel rozaban los suyos.

            Sabía manejarle, la maldita zorra, ¡pero si creía que iba a ceder…!

            – Antes ibas a decirlo.

            – ¿El qué?

            – Que me deseas.

            – Estás colgada.

            Hasta Sergio se dio cuenta que no existía consistencia en su voz. Y entonces sus ojos relampaguearon con odio. Apartó a Isabel con la brusquedad de un santo al maligno.

            – ¿Pero quién te crees que soy? -aulló.

            Fue tan rápido que Isabel no supo reaccionar.

            – ¡Me tratas como a un perro y luego quieres que lama tus pies! ¿Crees que me tienes encoñado? ¡¡Pues anda y que te jodan, furcia!!

            Se cernió un espeso silencio. Isabel seguía aturdida por aquel pronto inesperado. Mac había palidecido. Su camisa se pringó de un sudor copioso. Los labios le temblaban.

            – Eres una chica admirable -prosiguió atropelladamente-, y cuando te he visto ahí, bueno, yo, una persona que no conoces y que te puede contagiar su enfermedad, y que no te importa, que la ayudabas, no sé, me has parecido tan hermosa, como algo de tu interior que surgía… ¡Tienes tan mala hostia! De cría eras un coñazo de mala baba. Y ahora… cada vez que hablamos nos abroncamos. Reconozco que si no soy un yonqui es gracias a ti, ¡pero eso no te dan derecho a…! ¡Maldita sea, soy un hombre, no un trapo!

            El arranque había terminado. Mac empezó a sentirse enfermo por sus palabras; sus ojos se vidriaron. Dio la espalda a Isabel. Sentía frío. Se abrazó a sí mismo. Se estremeció como si llorara.

            Notó una mano en su hombro izquierdo, una mano que se deslizó por su costado hasta unirse con otra en un abrazo. Sintió el cuerpo de Isabel ceñido a su espalda, la mejilla entre sus escápulas.

            El ánimo terminó derrumbándose.

            – Te quiero -gimió-, ¿es eso lo que querías oír?

            Isabel no respondió. Permanecía quieta, su cuerpo contra el de Mac, percibiendo multitud de sensaciones.

            Mac notó las manos de Isabel debajo de su camisa, las yemas se deslizaban por su piel.

            ¿Cuándo la besó? Nunca lo sabría, ni si fue iniciativa suya o de ella. Sólo recordó sus labios uniéndose en un beso húmedo que, curiosamente, no fue ansioso, ni rabioso, sino tranquilo, lento, prolongado, con los ojos cerrados para saborearlo mejor. Luego permanecieron abrazados, mejilla con mejilla, silenciosos.

            Mac no comprendía aquella extraña relación de amor y odio que existía entre ellos. No resultaría bien a la larga, pero no tenía valor para romper. Alguien tendría que ceder y tuvo la seguridad que sería él.

            Se sentía a gusto entre sus brazos. Isabel oía los latidos del corazón del muchacho. Aquella anciana había tenido razón al advertirle que no tirara tanto de la cuerda, pero había valido la pena. Mac no era ni una sombra de lo que fue desde que aquel asesino de Gabriel murió. Sin embargo reaccionaba, empezaba a hacerlo aunque fuera preciso causarle daño.

            – Estás llorando -se extrañó en un susurro Mac.

            – No hables y bésame.

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