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24
marzo
Aguja de marear (8)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

8

            El sonido del timbre fue a Mac lo que la campana al púgil vapuleado.

            Había sido un buen día. Toda la tarde juntos, Germán y él, pasándoselo en grande. Quizá había dado resultado al no tocar ninguno de los dos el tema del primer día. Sí señor, había sido una gozada hasta que Germán habló con aquellas dos furcias y fueron los cuatro al piso del Negro.

            Era su primera vez, Mac se había puesto tan nervioso que temía fracasar, por lo que intentaba prolongar el tiempo con conversaciones a ver si se tranquilizaba ante el creciente mal humor de la joven, quien por otra parte, aún siendo bonita, se le antojaba un cardo en comparación con Isabel, razonamiento que le quitaba las ganas de acostarse con la fulana, lo que acrecentaba su nerviosismo sobre todo porque la otra comenzaba a mirarle peculiarmente.

            El ñiki-ñiki del somier anunciaba que Germán ya había comenzado, un chirrido escandaloso que le alteraba los nervios mientras veía como su chica se iba desnudando. Ella le observaba lanzando esporádicas miradas a la entrepierna. Nada, no se levantaba. Ya decía ella que era algo rarito.

            – Mírame -insinuó mimosa acariciándose los pechos- y compárame con ese que tienes en el pensamiento, compárame.

            – ¡Pero cómo te voy a comparar! -exclamó sin pensar Mac en un tono que evidenciaba que ella salía perdiendo frente a Isabel.

            La chica se encorajinó. ¡Oh, nunca se había sentido tan humillada!

            – Bueno, tampoco he querido decir eso -rectificó-, eres simpática, ¿sabes?

            ¡Ah, con que era simpática!

            Parecía dispuesta a clavarle las uñas.

            Entonces llamaron a la puerta.

            Mac se escabulló para abrir. La muchacha de la puerta lo contempló extrañada un instante.

            – ¿Está Germán?

            – Está ocupado -dijo torpemente no hallando mejor explicación.

            Elisabet desvió los ojos hacia los chirridos del somier. Su expresión se heló.

            – Ya veo.

            Mac vio como se alejaba hacia las escaleras. Permaneció en la puerta pensando.

            Llamó en el dormitorio de Germán.

            – ¿Qué ocurre? -la voz sonó apagada a través de la puerta.

            – Ha venido una chica. Se ha ido con muy mala cara.

            – Mejor.

            – ¿Mejor? Oye, no sé, creo que deberías hablar con ella.

            – No tengo nada que decir.

            Había en su tono una brusquedad anormal. Mac se puso en jarras indeciso.

            – Bueno, tío, ¿te decides o no? -la joven.

            – No -respondió caminando hacia la salida.

            – Maricón de mierda.

            Le arrojó lo primero que pilló a mano, con suerte para Mac con mala puntería.

            Era el colmo. Todo el día sin estrenarse y encima aquello. No, si lo que no le pasaba a ella… En cambio la otra, la asquerosa, dándose el lote. Mierda de trabajo. Y el hijo puta se largaba sin pagar.

            Mac se detuvo un instante nada más salir en la calle. No se veía a la chica, aunque lo más seguro es que fuera hacia las Ramblas. Echó a correr.

            Estaba intrigado. Aquella muchacha no parecía ninguna yonqui ni tenía aspecto de ramera. Allí pasaba algo raro.

            Al poco la vio. La llamó. La alcanzó.

            – Oye, espera.

            La cogió del brazo.

            – ¿Qué quieres? -tenía los ojos brillantes.

            – Nada. Sólo hablar contigo.

            – Vuélvete con ellos.

            – Venga, no seas así.

            Apretó los dedos en el brazo para que no se escapara.

            Elisabet se giró de mal talante.

            – Allí hay un guardia. ¿Quieres que lo llame?

            Mac lo observó. Un tipo escuchimizado, canijo, rostro de polluelo, ojeroso, bigote desmedrado, puro hueso… De un soplido lo derribaba. No obstante se encogió de hombros.

            – Bueno, hazlo. Si así podemos hablar.

            Elisabet quedó indecisa. El chico exhibía una simpática sonrisa.

            – Me llamo Mac -insistió-. Hace tres días que he venido y sólo conozco a Germán.

            – Ah, tú eres el amigo del que me habló.

            Parecía más predispuesta a conversar.

            Mac asintió.

            – Bueno, ¿qué dices? ¿Podemos hablar?

            Pasearon en silencio hacia las Ramblas.

            – ¿Cómo lo conociste? -preguntó el muchacho rompiendo el fuego.

            – En una manifestación.

            – En una… ¿Sabes que me cuesta creer que Germán se manifestara?

            Elisabet sonrió. Una sonrisa encantadora, pensó Mac.

            – El no venía, iba yo. Los grises cargaron contra nosotros y tuvimos que huir. Germán se encontró en medio del jaleo simplemente porque pasaba por allí. Sabes cómo es la poli…

            A él se lo iba a decir.

            – … atacan a todo el que pillan por delante. No le quedó más remedio que huir también. Me llevó por no sé cuantos callejones hasta que los despistamos. El caso es que estuvimos todo el día juntos.

            Mac asintió con la cabeza.

            – Me cayó muy bien y seguimos viéndonos. ¿Siempre se ha dedicado a las drogas? – preguntó a bocajarro.

            – ¿Sabes eso?

            – No me lo dijo, pero lo descubrí. Fue nuestra primera discusión. Mac, tú le aprecias, ¿no es cierto?

            – Bastante.

            – Haz que lo deje.

            – Eso es más difícil. Es bastante terco.

            – Inténtalo, quizá te haga más caso.

            Aquella chica estaba enamorada de su amigo. Se veía bien claro en el sufrimiento de su mirada. No se merecía lo que Germán le estaba haciendo.

            Habían llegado a la parada del Liceo. Elisabet se detuvo.

            – He de coger el Metro.

            – ¿Tienes algún teléfono donde localizarte?

            El rostro de Elisabet se iluminó.

            – ¿Lo harás, verdad? -preguntó mientras Mac anotaba el número.

            – No te prometo nada.

            Tenía un rostro muy dulce. ¿En qué estaría pensando el Negro?

            Elisabet le besó en la mejilla.

            – Eres un buen chico.

            Lo que era imbécil por no aprovechar la situación, aquella muchacha le gustaba, y si Germán… Germán era un hijo de puta. ¿A qué estaba jugando?

            No tardó mucho en regresar al piso y casi tiró la puerta abajo con los timbrazos. Al final Germán abrió.

            – ¿Qué coño te pasa? -gritaron a la vez.

            – ¿Dónde está esa? -añadió Mac entrando-. Que se vaya.

            – El que debería irse eres tú.

            – Prueba a echarme -entró en el cuarto-. Tú, vístete y fuera.

            – ¿Eres gilipollas? -aulló la joven.

            – Échala -ordenó Mac a su amigo-. ¿Dónde está la otra?

            Se había ido.

            – Vístete -dijo cansado Germán.

            La ramera hizo un mohín.

            – Vale tío, pero págame; yo no tengo la culpa de que tu novio se haya puesto celoso.

            Mac contemplaba a su amigo huraño, con los brazos cruzados y apoyado en la pared.

            La muchacha salió de la habitación con los senos prematuramente caídos balanceándose bajo la camiseta ceñida, los pezones perfectamente dibujados, el pantalón vaquero ceñidísimo al trasero con perneras más de pata de mastodonte que de elefante. Les lanzó una mirada despectiva que quiso ser irónica.

            – Adiós, tortolitos, que disfrutéis.

            Cerró de un portazo.

            – ¿Qué le estás haciendo a esa chica? -preguntó ahora Mac.

            – ¿A quién?

            – ¡A la que ha venido, joder!

            – ¿A Elisabet? Mira, Mac, no te metas.

            – Esa chica te quiere.

            – Ya sé que me quiere. ¿Pero qué puedo ofrecerle? Mírame, tío, ¿qué puedo ofrecerle? Ella es de buena familia, se merece algo más que un camello.

            Mac frunció el ceño.

            – Tú también la quieres.

            – Claro que la quiero -gruñó-, pareces tonto.

            Se sentó en el sofá. La madera medio podrida crujió. Contempló el suelo.

            – La quiero tanto -murmuró- que prefiero que me aborrezca antes que hacerla desgraciada. Esta no es vida para ella.

            – Entonces háblale claro, pero no la hagas sufrir.

            – Me falta valor. ¿Crees que no lo he intentado? No quiero que se vaya, pero tampoco quiero… es difícil de explicar.

            – Pues deja esto.

            – Tú lo ves todo muy fácil.

            – Lo que veo es que sigues tan cobarde como siempre, continúas huyendo y escondiendo el ala.

            – Esto no se puede dejar, deberías saberlo. Perdí mi oportunidad y ahora es imposible.

            – Eso lo dirás tú.

            – Todo lo que me puedas decir me lo he dicho yo muchas veces y es inútil.

            – Pues díselo. Dile que la plantas porque no tienes huevos para cambiar de vida. Háblale claro si realmente la quieres, porque te advierto una cosa: no permitiré que le hagas más daño.

            – ¿Qué coño te pasa? ¿Has tenido un flechazo con ella?

            Mac perdió el color.

            – Eres un cabrón -murmuró fríamente-. Por mí como si te tiras por la ventana.

            Caminó hacia la puerta.

            – Mac.

            – ¿Qué?

            Se volvió.

            – Eres mi amigo. Antes nos ayudábamos.

            – Si insinúas que le hable yo por ti no cuentes conmigo.

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