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10
febrero
Aguja de marear (2)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

2

            La casa de sus tíos estaba casi en la otra punta de la ciudad. No tuvo dificultades de llegar a las Ramblas, ascender hasta la plaza de Cataluña y coger el Metro. El colegio no estaba lejos del barrio de Germán, no tendría dificultades para hacer escapadas y comprobar cómo estaba su amigo. En una cosa había tenido razón el Negro, el antiguo Mac no habría rechazado su forma de vida, se habría implicado en ella. Aún no estaba seguro que no lo hiciera.

            En Sagrera hizo trasbordo. Se apartó para no tropezar con un indigente que pedía limosna. Un falso tullido que no sabía fingir a los ojos expertos de Mac. El sabía hacerlo mejor.

            Bajó en la plaza de Virrey Amat. Echó un vistazo a las carteleras del cine. A su espalda unos niños jugaban en los toboganes con gran escándalo. Descendió por la calle de La Jota. Le llegó olor a basura desde un solar vallado a su derecha. En tiempos solían poner allí ferias para la chiquillería, pero desde que lo tapiaron que sólo servía de vertedero ilegal frecuentado por ratas y críos, principalmente en las proximidades de San Juan, para obtener todo tipo de muebles con que alimentar las hogueras. Se detuvo en la puerta lateral del cine; las carteleras eran las mismas que en la plaza. Siguió descendiendo.

            No podía dejar de pensar en Germán, en la forma como había desperdiciado su vida. Sí, entonces era un chiquillo, y aunque fuera muy maduro, por la vida que había llevado, no dejaba de ser un niño que tomó una decisión equivocada. Ahora era un muchacho metido en el laberinto de las drogas y que no las abandonaría tan fácilmente. Mac tenía ya experiencia en ellas y lo sabía. También él las había probado, empezaban a circular por Andorra desde que se iniciaron las obras de la central térmica, con un aumento masivo de la población. Durante un tiempo había sido un consumidor tenaz de canutos hasta que consiguió poner coto para esnifar heroína aquel año. Era hipócrita que intentara librar a Germán de la toxicomanía cuando él estaba cayendo en ella en picado. Aquel era el motivo de la insistencia de su familia para que estudiara en Barcelona en vez de Zaragoza; al menos estaría más vigilado.

            Efrén en cambio… Hacía meses que no lo veía. Incluso en el pueblo coincidían de tarde en tarde. Era curioso cómo las amistades de la infancia acababan enfriándose.

            No quiso pensar. Era absurdo. Germán lo había dicho bien claro, lo hecho no se puede cambiar.

            Llamó al timbre. Por el contestador automático apareció la voz de su primo. Antes de llegar al primer piso lo encontró bajando como un torrente. Dani se abalanzó sobre él abrazándolo. Mac trastabilló y si no se hubiera agarrado a la barandilla al verlo galopar habrían rodado los dos por las escaleras. Por alguna razón que ignoraba aquel crío de seis años, alto para su edad, nervioso y aturullante lo idolatraba.

            La vivienda poseía un recibidor pequeño con una puerta a la derecha que daba a la cocina, otra enfrente que comunicaba a un comedor amplio del cual salía un pasillo corto, con el tamaño suficiente para albergar las puertas de cuatro habitaciones y el servicio.

            Su tía le esperaba a la entrada. Él un beso en cada mejilla, ella al aire en actitud fría.

            – ¿Dónde has estado todas estas horas?

            Mosqueo.

            – He aprovechado que era temprano para buscar trabajo.

            – ¿Trabajo tú? -más mosqueo-. Si quisieras trabajar en el pueblo sobra ahora.

            Era una mujer de estatura mediana, bien proporcionada, cuellicorta, rostro abigarrado y desconfiada. Movía la nariz como si quisiera olfatear algún olor característico en su sobrino, desconcertándose que no fuera así. Se secaba vigorosamente las manos en un delantal de tela de toalla, con el bolsillo izquierdo semirroto y colgante, que cubría sus rodillas huesudas hasta unas pantorrillas atractivas en tiempos y que lo seguían siendo cuando se acicalaba. Los pies eran pequeños introducidos en algo que Mac no supo distinguir entre zapatillas o chanclas. Escudriñaba al chico con ojos fieros faltos de astucia en una severidad forzada. Manos regordetas con dedos anchos y cortos, uñas rotas a pesar de su empeño porque fueran largas y bonitas, palmas rugosas de trabajadora y hombros redondos y fuertes. Su voz era levemente aguda y casi nunca severa evidenciando su actual tono guerrillero la incomodidad que ello le creaba.

            – Ya -respondió Mac-, pero allí no puedo seguir mis estudios.

            – Sí, todos sabemos cuáles son los que te gustan.

            – ¿Cualos mamá?

            – Vivir sin dar golpe -contestó risueño.

            – ¿Sií? -circunspecto. Luego cayó en la cuenta-. ¡Anda ya!

            – ¿Y el tío?

            – En el taller, trabajando -apuñaló.

            – ¿No necesitará un ayudante?

            – Eso tendrías que preguntárselo a su jefe.

            – Podría hablar de mí si acaso.

            – A tu tío no le gusta recomendar a nadie, porque le pueden hacer quedar mal -nueva puñalada.

            – Yo no lo haría.

            – Permite que lo dude -otra, la tercera.

            – ¿Por qué, mamá?

            – ¿No tienes nada que hacer?

            – No -respondió inocentemente.

            – Nunca he hecho quedar mal a nadie.

            Trataba de no demostrarlo, pero se sentía dolido.

            – Mac, todos sabemos cómo eres y lo que has estado haciendo últimamente. Te he recogido porque eres el hijo de mi hermana, pero no me hace gracia que estés aquí, sobre todo por el ejemplo que puedas dar a Daniel.

            El muchacho sufrió para digerir el recogido, el tono, la frase entera y la mirada atónita de Dani.

            – Tía, si os estorbo… -musitó.

            – No te pongas gallito.

            – No me pongo gallito -bajaba la voz para no enfurecerla más-. Pero si vais a estar con el culo prieto vale más que me busque una pensión.

            – No consentiré que el hijo de mi hermana vaya a una pensión teniendo sitio aquí.

            El hijo de su hermana, no su sobrino. Mac optó por callar. Demasiado enrarecido estaba el ambiente. Además, ¿qué podía decir? No le faltaba razón y la culpa era suya. No podía alegar inconsciencia cuando probó las drogas después de haber entrado en contacto en Zaragoza. ¿Curiosidad? ¿No querer ser menos que los nuevos amigos que se había echado? ¿Influencia de Germán? Realmente no lo sabía, ni en aquel momento se preocupó de ello, simplemente le apeteció y no pensó en nada más excepto pasar un buen rato. Hasta que llegó el instante en que se percató que empezaban a obsesionarle los porros y decidió dejarlos. La heroína. Le sedujo la idea de conocer sensaciones más fuertes. Pero no iba a ser tan estúpido como Nacho para caer en ella, simplemente la probaría. No se sintió estúpido, sí idiota perdido cuando la probó por segunda vez. Bueno, de todas formas, por dos veces no pasaba nada. Se daba cuenta, no obstante, que jugaba con fuego y su ánimo tampoco estaba tan predispuesto a evadirse de la realidad como tres años antes.

            Tres veces.

            Empezó a preocuparse cuando no supo decir que no a la cuarta. Había que cortar de raíz ahora que aún estaba a tiempo. Los descubrieron antes de conseguir su propósito, alguien se había ido de la lengua. Aguantó junto con sus amigos el sermón del sargento. Uno de sus compañeros no levantaba la vista del suelo avergonzado, otro tenía la comisura ligeramente torcida en actitud serena, aunque Mac sabía que era burlona. Quizá de los tres era él el único que se hacía cargo de la gravedad de la situación y que estaba preocupado.

            Su madre fue citada al cuartel de la Guardia Civil. Por primera vez en su vida dio un soberano bofetón a su hijo. Había pasado medio año y el carrillo aún le dolía al recordar, sobre todo cuando esnifaba.

            ¡Si hubiera estado el padre Javier! se lamentaba Eulalia. Pero los Salesianos habían sido cerrados en 1974 y los Hermanos habían abandonado el pueblo. Desde entonces había habido cierto descontrol en la escuela andorrana que había perjudicado a su hijo.

            Juan no estaba de acuerdo. El mismo problema había tenido Efrén y ahí lo tenían, completamente asentado, superado su problema de invalidez y dando ejemplo de buen estudiante.

            Era lógico, argüía Mac para sí. Tal como estaban los trabajos Efrén sólo podía aspirar a estudiar y sacar adelante una carrera. Aunque no le gustara estudiar era el mejor sistema y su amigo era eminentemente práctico. Lo cierto es que se alegraba por él aunque sus derroteros los habían conducido a caminos diferentes. Lo que le fastidiaba era que Juan se lo pusiera fijo de ejemplo, con tanta intensidad como lo criticaba antes.

            Lo peor que tenía Mac, y peor aún es que se daba cuenta, era su completo despiste. No sabía lo que quería, según afirmaban en casa. El opinaba parecido, sólo que su pensamiento era que no sabía qué hacer con su vida.

            A los doce años la vida era fácil. Tenía unos objetivos sencillos e inmediatos. Pero todos ellos se fueron al traste después de aquel verano.

            No superó el crimen que había cometido. Lo consiguió en el sentido que ya no le obsesionaba ni soñaba por la noche, pero en nada más. Había perdido el rumbo. En ocasiones se preguntaba si valía la pena vivir, en otras tenía la sensación de ser un recién nacido en un mundo extraño al que no conseguía adaptarse. Quizá fue eso lo que le recondujo finalmente a tontear con las drogas, aunque no estaba seguro de ello. Pudiera ser que el fondo era aquello, que las buscase como una forma de suicido lento o como medio de evadirse de aquella sensación de estar en un mundo al que no tenía derecho. Quizá el motivo estuviera allí y no en que le gustaran. A lo mejor se engañaba a sí mismo al afirmar que le agradaban y por eso fracasaba en su intento por abandonarlas, teniendo en cuenta que aún lo tenía relativamente fácil para conseguirlo.

            O simplemente buscaba una excusa.

            Simplemente justificarse.

            Justificar su vicio.

            Justificar su poco valor para enfrentarse a la vida.

            Admiraba a Efrén su forma de afrontar y superar su problema. El no podía o no sabía o no quería o no se atrevía. No consideraba a Efrén ningún inválido. Él lo era más. No. Él era un inútil. No hacía nada por superarse, se dejaba llevar como antiguamente en Zaragoza por los acontecimientos. Protestaba, pero no se negaba a esnifar o fumarse un chino.

            No decía nada. No hablaba con nadie del tema. Incluso empezó a esquivar a Efrén para disgusto de éste y el suyo propio. Pero no tenía redaños de ver la superación de su amigo mientras él se hundía.

            Su madre pensó que no estaría de más que cambiase de aires, el ambiente de Andorra no le convenía. Quizá Barcelona. Allí podría acabar el curso que le faltaba e incluso trabajar de día, que no le iría mal. Barcelona. Podría visitar a Germán. No dijo nada, intuyó que de hacerlo sospecharan en una mala influencia por parte de su amigo. No, mejor Zaragoza. No, señor, Barcelona. Vaale. Aceptó mustio.

            No le extrañaba la reacción de su tía, a quien su madre había contado todo para que lo vigilaran mejor. Mostrábase dura para que quedara claro que no permitiría tonterías de su parte. La realidad es que tenía miedo a fracasar. Barcelona. Con todo el vicio que había en ella y con los tiempos tan revueltos. ¡Controla a un chico de diecisiete años! Imposible. Primer paso: demostrarle quien mandaba allí. Segundo: novenas a Santa Rita, patrona de lo inviable. ¡Y Dani que estaba cieguecico con su primo! Y eso que le llevaba once años. Señor, Señor, que cruz.

            No era ilógico que reaccionara bruscamente con todos los temores que sacudían su cuerpo.

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