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03
febrero
Aguja de Marear (1)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

(Continuación de “Del Regallo al Ebro”, primer tomo de “Vidriera Rota”)

1

            Mac bajó del tren al tiempo que alzaba el equipaje con la mano derecha hasta hacerlo reposar en el hombro. Avanzó dos pasos y se detuvo para observar la estación. Estaba en el andén cuatro, sobre él el techo, a varios metros de altura. Lo observó con una sonrisa. La estación de Francia era una construcción perfecta que recordaba el estilo de la torre Eiffel con todas sus vigas de hierro ensambladas. Un estilo arquitectónico que no pudo menos que fascinarle.

            Introdujo la mano izquierda en el bolsillo del pantalón y se encaminó siguiendo a los pasajeros hacia la salida. Sus ojos se paseaban ahora por toda aquella abigarrada fauna humana que desfilaba o permanecía sentada o de pie esperando la llegada y salida de trenes. El altavoz anunciaba la partida del Rápido con destino a Madrid. Una chica clavó sus ojos húmedos en él y a Mac le costó trabajo apartarlos tropezando con un niño.

            Era finales de agosto, su camiseta blanca permanecía levemente humedecida por la transpiración allí donde reposaba el equipaje.

            No había nadie esperándole, aunque era algo que ya esperaba. Durante aquellos dos últimos meses había viajado a Barcelona en varias ocasiones, para la matrícula del curso y buscarse trabajo. La academia estaba en la Portaferrisa, en un edificio antiguo, primer rellano, en donde habían unido dos pisos. En la pared, a poco de entrar, se veía un mapa titulado els països catalans. Mac había fruncido el ceño al contemplar los territorios absorbidos en el mapa, que parecía exhalar un tufillo imperialista. No obstante su sonrisa fue de lo más risueña cuando la directora le atendió. Una mujer mayor, de rostro rectangular, portando sus arrugas con gran dignidad y actitud de buena y antigua escuela, castellano perfecto con acento catalán. No admitían a cualquiera a pesar de sus calificaciones y aún menos con las que él aportaba. Mac se vio obligado a responder un pequeño examen oral. Se sintió más ofendido que molesto, aunque no supo precisar si por la evaluación simplemente, o por ser ésta posterior a haber contemplado el mapa. Tuvo la sensación de ser catalogado como el típico baturro, no ya cateto, que emigraba a la gran ciudad.

            Se matriculó en clases nocturnas y algo le decía que no iba a ir bien. Aún no hacía el año que había muerto Franco y estaban renaciendo viejas pasiones. Se hablaba de nacionalidades históricas, de autonomías, de pactos y de restaurar el catalán, algo que Mac no terminaba de entender. Tenía ahora diecisiete años recién cumplidos y desde los tres que oía hablar aquel idioma por la televisión de su pueblo, que recibía la emisión vía Tarragona. Era un programa titulado “Teatro Catalán”. No dudaba que hubiera estado reprimido, incluso con saña al principio de la posguerra, pero la prohibición hacía tiempo que se había relajado lo suficiente como para que la emisora televisiva, que dependía del Gobierno, emitiese en lengua catalana. Así que no creía que la prohibición fuera tanta como afirmaba la gente. Estaba convencido que el apasionamiento de la transición los estaba haciendo caer en la exageración. Opiniones todas que se callaba, como su impresión del mapa, detrás de una encantadora y amigable sonrisa no exenta de ironía bajo su extrema candidez, para todos aquellos que conocían al muchacho.

            El trabajo era mucho más difícil de encontrar. Habían empezado a escasear tres años antes como consecuencia de la crisis del petróleo. Crisis que, no obstante, favoreció a Andorra, ya que buscaron alternativas energéticas en el carbón. Y así, su pueblo, que había empezado a languidecer en la década de los sesenta y primeros años de los setenta, bajo la amenaza del cierre de las minas, tuvo una nueva época dorada. En 1972 desapareció la Empresa Nacional Calvo Sotelo y fue reemplazada por Endesa. Las minas trabajaban a buena marcha, hacíanse planificaciones de explotación a cielo abierto y aquel mismo año del 76 comenzaba la construcción de una central térmica, cerca del final del término de Andorra, al lado de la carretera que unía a ésta con Calanda.

            El trabajo en el pueblo parecía asegurado durante unos cuantos años, pero no así en Barcelona para los que buscaban su primer empleo. Mac se encontró con el problema de que todos pedían experiencia, ¿y qué experiencia iba a adquirir si no le dejaban trabajar? Sin embargo de momento aquello no le preocupaba por la sencilla razón de que tampoco lo había buscado en serio. Aquel veinticinco de agosto todavía le quitaba menos el sueño. Llevaba poco equipaje encima y encaminó sus primeros pasos hacia un kiosco. ¿Tenían callejeros? Le vendieron un librito. Buscó la calle, luego la página donde estaba dibujada en el plano. En plenos bajos fondos. Emitió una alegre risita. No podía ser de otra manera.

            ¿Dónde estaba la estación de Francia? Pasó las páginas hasta hallarla. Podría acercarse andando.

            Miró el reloj. Sus tíos se preocuparían por su tardanza, pero no le importaba. ¿No se habían empeñado que fuera a Barcelona? Allí estaba la hermana de su madre, estaría más controlado que en Zaragoza donde no vivía ninguna. Estaban preocupados por lo que fuera a hacer con sus antecedentes. Él protestó y se opuso, aunque poco puesto que sus verdaderas intenciones eran ir a Barcelona.

            Caminó calle abajo sintiendo el sol caer a plomo mientras sus pies daban pasos lentos y constantes conduciéndole hacia el puerto. No tardó en ver la reproducción de la Santa María reposando en las negras, puercas y malolientes aguas. Enfrente, Colón, con el dedo eternamente señalando el mar, hacia el este cuando su ruta fue al oeste, de allí ascendía las Ramblas con una fauna humana aún más pintoresca que la de la estación; a la izquierda, las Atarazanas.

            Consultó el callejero nuevamente antes de empezar a ascender las Ramblas, luego torció a la izquierda adentrándose hacia el barrio chino pensando que aquellas callejuelas eran iguales en todas las ciudades, hasta los rostros de las personas eran los mismos que en los bajos fondos zaragozanos.

            Alguno siguió con la vista el equipaje que llevaba colgado del hombro, pero en general no se fijaban en él influenciados por su forma de caminar, la típica de quien es un habitual de aquellas calles.

            La casa tenía la puerta estrecha, alta y no estaba cerrada; el interior, oscuro desde que un año antes se fundieran la bombillas. Subió al segundo piso por unas escaleras retorcidas aún más estrechas que la puerta. Dejó paso a una enorme matrona, de papada colgante y culo himaláyico, que bajaba a comprar con un carro desvencijado de ruedas chirriantes. Tuvo que hacer equilibrios para dejarle pasar amagando aún más su delgado vientre haciendo sitio. Ninguno de los dos saludó excepto la mirada despreciativa de la fulana y la burlona de él.

            Sólo había dos puertas, la posibilidad de equivocarse del cincuenta por ciento, ya que ninguna estaba señalada. Tocó el timbre de la primera. Esperó. Nada. Llamó una vez más insistentemente. Alguien farfullaba encaminándose a la puerta. Abrió un chico delgado, de su edad, algo más corpulento que él, desnudo de cintura hacia arriba, descalzo, con la impresión de haberse puesto los vaqueros en aquel mismo instante. El cabello, negro como la noche; una pelusilla ensuciando el rostro; ojos oscuros. Tenía su misma estatura y le contemplaba intrigado.

            – ¿Qué coño quieres? Ahora no tengo nada.

            El rostro le resultaba conocido aunque no terminaba de recordar quién era. Un equipaje. Seguro que se lo querría ceder a cambio de una papela. Afirmaría ser de su hermana, o de su padre, o suyo, que se lo dejaba en depósito hasta que tuviera dinero. Todo producto robado.

            – Ya veo que no tienes nada, ya – rió divertido Mac deslizando los ojos arriba y abajo en aquel cuerpo- ¿No habré interrumpido? -no podía evitar un tono de cachondeo. Cuatro años sin verse y tenía que ser justo en aquel momento.

            El otro enrojeció. Sus cejas se movieron peligrosamente.

            – ¿Puedo pasar? -preguntó Mac sin dar tiempo a nada.

            – ¡Claro que no! ¿Qué te has creído?

            La voz era más madura, pero persistía la cadencia de antaño. Mac estaba seguro que la habría reconocido incluso de espaldas.

            – Podríamos compartirla -sus ojos se destornillaban.

            – ¡Te vas a ganar una hostia, chaval!

            – Tenemos una pendiente, ¿o no te acuerdas? La que nos jodió Chema.

            El rostro de Germán fue un poema.

            – Mac -farfulló-, maldito hijo puta, podías haber dicho que eras tú. Pasa.

            – Pensaba que me reconocerías. Yo no he tenido problemas.

            – Estás muy cambiado.

            – ¿Quién es?

            La voz salió del dormitorio.

            – Nadie que te importe -contestó Germán-. Será mejor que te vayas.

            – Pero no puedo irme así.

            La voz era gimoteante, exenta de sensualidad.

            – Perdona un momento -dijo Germán. Se encaminó al dormitorio. Mac no entendió lo que murmuraban, pero Germán estaba irritado. Al poco salió una joven de diecinueve o veinte años, avejentada al estar en puro hueso, hizo una mueca despectiva a Mac.

            El Negro cerró la puerta de la calle y se volvió.

            – Cuéntame -dijo alegremente-, ¿qué haces aquí? ¿Cómo me has localizado?

            – La postal que me escribiste hace año y pico para Navidad. Fuiste tan gilipollas que pusiste el remite.

            – Ah, vaya -murmuró torpemente. Sonrió-. Y aprovechas las vacaciones para venir a visitarme. Eso es un amigo.

            – He venido a quedarme.

            La sonrisa desapareció.

            – ¿Cómo a quedarte?

            – Estoy buscando trabajo y he pensado que tú…

            – ¿Yo? Ni siquiera tengo curro para mí.

            – Pero te ganas bien la vida. Bueno, bien, ya me entiendes, para ir tirando, como el Chema, vaya.

            Los ojos de Germán se tornaron metálicos.

            – ¿Qué me estás reprochando?

            – Yo, nada.

            – Estás en plan cínico. ¿Qué esperabas de mí?

            – Esto precisamente. Incluso que estuvieras enganchado.

            Señaló las marcas de las venas en ambos brazos.

            – No has tardado mucho -añadió.

            El rostro de Germán era puro mármol.

            – Mira, Mac, no necesito que vengas aquí a sermonearme.

            – ¿Quién sermonea? ¿No será que sabes que estás en pecado y ves fantasmas?

            – El Mac que era mi amigo habría aceptado mi vida.

            – Y el Negro habría impedido que me autodestruyera.

            – Yo no me autodestruyo.

            – Lo estás haciendo desde el día que huiste del hospital. Niégalo si tienes huevos.

            Hubo un instante de silencio. Luego Germán se sentó pasando una mano por el cabello en un gesto muy expresivo. De pronto pareció mucho más joven, diminuto en aquel sofá gris con grandes manchas haciendo juego con las de humedad del estrafalario empapelado que cubría las paredes. Al fondo, una puerta, sin ella, daba paso a la cocina en donde se observaba la pila llena de cacharros sin fregar. Otro marco accedía a un renegrido pasillo.

            – Mierda, Mac -gimió-, ¿por qué has venido?

            – Tenía ganas de verte -respondió afectuosamente.

            Germán miró a su amigo. Volvía a tener el cabello largo, aunque no tanto como antes, el rostro más alargado. Se había enreciado, aunque menos que él. Los ojos no eran muy diferentes, no se veía en ellos la expresión desesperada de presa acorralada, pero seguían sin tener paz, sin embargo nadie habría adivinado al verlos que aquel muchacho había buscado la muerte cuatro años antes. Cuatro años. Parecía haber salido del pozo, confió Germán, él en cambio había ido hundiéndose más, limitándose a sobrevivir cada día.

            – No es tan fácil cambiar. Tú tenías todos los ases en la mano y lo aprovechaste.

            El tono de desesperanza irritó a Mac.

            – Y tú lo rechazaste. Se te ofrecía una familia.

            Fue un latigazo en pleno rostro. Germán no esperaba que se lo echara en cara.

            – No podía aceptar. Esperaba que lo comprendieras.

            – Lo comprendí, pero estábamos equivocados.

            – Eso ya no tiene ninguna importancia, está hecho y no se puede cambiar.

            Llevaba el cabello de forma que aparentara más edad. Los músculos suavemente dibujados. Sin embargo en aquellos momentos a Mac se le hizo tan desvalido como siempre.

            – No puedes quedarte -murmuró Germán.

            – ¿Te avergüenzas de mí?

            El Negro endureció los ojos.

            – Eres un capullo. Esta no es vida para ti.

            – ¿En qué lío estás metido?

            Germán pestañeó.

            – ¿Qué quieres decir?

            – Durante tres años no sé una palabra de ti y de pronto una postal. Comprende que es raro.

            – No iba a escribirte todos los días.

            Estaban en un callejón sin salida. Había transcurrido un tiempo esencial para su amistad aunque se esforzaran en aparentar que no era así. Mac lamentó haberle visitado, habría sido mejor dejar aquello en el recuerdo.

            Se levantó mustio. Tenía que irse. Entregó la dirección de sus tíos. ¿Cuándo podrían verse y salir juntos?

            – Ya te avisaré. Te enseñaré la ciudad.

            Una amabilidad forzada.

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