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13
enero
El soplo del vendaval (38)

CAPÍTULO XXXVIII

En Peñarroya, Rojo desencadenó una ofensiva en enero para detener el avance hacia Barcelona, enfrentándose contra el Tercio de Nuestra Señora de Montserrat, pero las nuevas tropas creadas ni podían ni querían enfrentarse a los nacionales, y si bien en Castelldáns plantaron batalla no ocurrió lo mismo en Tortosa, en donde el ejército republicano del Ebro no fue capaz de ofrecer resistencia.

Ante la inminente entrada de las tropas de Franco en Barcelona, los comunistas siguiendo órdenes de Moscú decidieron incendiarla de acuerdo con la política de tierra quemada de la URSS. Proyectaron volar fábricas, vías de comunicación, túneles de metro, puntos de abastecimiento energético y conductos de agua potable. Las víctimas mortales potenciales las calificaron como aceptables, simples daños colaterales.

Los dirigentes nacionalistas e independentistas catalanes no se opusieron, prefiriendo ver Barcelona convertida en cenizas y sus habitantes inmolados antes de oponerse a los soviéticos, no se fueran a enfadar. Así que cruzaron la frontera de Francia sin chistar.

Quien preservó la ciudad condal y salvó centenares de vidas no fueron Companys ni la esquerra, mucho menos quienes hicieron de Cataluña su bandera; fue el encargado de incendiarla, un comunista del PSUC, que amaba más a su ciudad que al Comunismo y saboteó la orden. Su nombre, Miquel Serra i Pàmies, que fue juzgado y condenado en Moscú acusado de traidor por salvar Barcelona.

El 26 de enero de 1939 la ciudad se entregaba sin lucha. Las tropas de Franco, al mando del general Yagüe, eran ovacionadas por las calles de Barcelona. El ambiente era festivo, banderas rojigualdas inundaban las fachadas, quienes no las tenían las habían improvisado mezclando prendas de color rojo y amarillo. El gentío abarrotaba las calles, apelotonándose por donde entraban las tropas nacionales sin ningún tipo de oposición. Los soldados de la columna desaparecían entre una muchedumbre que los abrazaba, les vitoreaba y besaba la bandera.

 Gritos de ¡Viva España!, ¡Franco, Franco, Franco!, risas y abrazos mientras pasaban camiones con el brazo en alto. Un enorme trimotor volaba bajísimo a lo largo de la Diagonal; miles de manos lo saludaban. Los tanques se habían convertido en transportes públicos improvisados por el gentío que, ondeando banderas españolas, se había encaramado en ellos en un oleaje de alegría. Por los altavoces se oía el Cara al Sol como antaño canciones revolucionarias. Las mujeres abrazaban a los marroquíes, a los legionarios, a los italianos…

Nadie se quedaba en casa, los simpatizantes por simpatizantes; los que no, por miedo a que les señalaran con el dedo.

Por primera vez en dos años Luz pudo salir a la calle sin que hubiera bombardeos, una molécula más entre todas las que conformaban la nueva Barcelona franquista. No se quedó atrás en los gritos, en los vivas ni en los abrazos.

Las celebraciones continuaron después de pasar las tropas prolongándose durante horas, y de la misma manera que todos fueron revolucionarios al comienzo de la guerra, ahora todos eran fervientes fascistas saludando con la mano abierta y el brazo estirado tan entusiastas como cuando levantaban el puño.

Aseguraban que al día siguiente habría una misa solemne de campaña en la plaza de Cataluña, que una joven que había perdido a su novio luchando en el ejército nacional había ofrecido su vestido de novia para confeccionar el mantel del altar, y que después las tropas desfilarían por las calles en señal de victoria.

El periódico «La Vanguardia» preparaba el titular del día 27

BARCELONA PARA LA ESPAÑA INVICTA DE FRANCO

En este momento histórico LA VANGUARDIA dice: “¡Presente!”

A partir de ahora se llamaría «La Vanguardia Española».

Luz terminó dirigiéndose a su antiguo domicilio, no había estado en él desde que huyó de los comunistas. Estaba parcialmente derruido; no sabía que hubiera sido uno de los afectados del bombardeo del año anterior. En la pared había una pintada: Saludo a Franco. Arriba España. Subió las escaleras lentamente pensando en Tomás, preguntándose dónde estaría.

La puerta estaba abierta, descerrajada de cuando la forzaron quienes vinieron a detenerla. Dentro no quedaba nada salvo el polvo de dos años, las telarañas y lo que quedaba de la pared que daba a la fachada. Mesas, sillas, cama, somier, colchón, platos, vasos, vajilla… todo había sido saqueado. Se asomó por el hueco de la pared derruida con la sensación de que el suelo no era muy estable y corría el riesgo de hundirse cayendo al piso de abajo. Había una buena altura hasta la calle, no le parecía tanta antaño cuando se asomaba por la ventana.

Caminó en silencio por las habitaciones dejando las marcas de sus zapatos en el suelo. Una cucaracha estaba en el estante de obra de la cocina.

No vivía nadie en el edificio por la amenaza de ruina;  abandonado como un mausoleo silencioso.

Recordó cuando Tomás regresó de las milicias y lo encontró durmiendo en la cama, el susto que le dio. Se rio al recordar y la risa creó un pequeño eco en las paredes despojadas de todo menos del papel descolorido.

-¿Dónde has estado tantas horas? –preguntó Rosa cuando regresó.

-He ido a casa después que entraran las tropas. No sabía que hubiera sido bombardeada.

-Ya. Hay alguien esperándote.

-¿Quién?

-Un capitán fascista –no disimuló la cara de asco-. Ha preguntado por ti.

-Pero…-¿qué podía querer aquel hombre de ella?

-Trae noticias de Mateo. Al parecer está prisionero.

Luz siguió a su madre. Lo encontró mirando por la ventana dándole la espalda. Las manos en los bolsillos.

-¿Quería usted verme?

-Tú, ¿qué crees? –respondió risueña una voz que conocía muy bien, al tiempo que se giraba.

Con un grito de alegría Luz corrió hacia Tomás.

***

Albert entró en Barcelona unos días más tarde aprovechando un permiso. A pesar de su heroísmo, al Tercio de Nuestra Señora de Montserrat se le negó el privilegio de estar entre las tropas que liberaron Barcelona, pues tal consideraban y comenzaban a llamar a aquella guerra los franquistas, una guerra de liberación, porque liberaban España de las garras comunistas.

Tenía intención de desplazarse a Torelló pero primero sentía una necesidad apremiante de visitar la casa de sus padres. La encontró parcialmente en ruinas por los bombardeos, y mujeres y niños viviendo entre los escombros, seres que se habían quedado sin hogar y habían convertido aquellos restos en su morada.

Albert estudió el rostro de aquellos críos esperanzado, pero ninguno era su hermano. Apenas intercambió palabras con aquella gente salvo un escueto saludo y luego se fue sin decirles que era el dueño de aquella mansión que habían ocupado; tiempo habría después de la guerra.

Cogió el tren hacia Torelló. Ubicada en la orilla del río Ges, con una historia de más de mil años e importante zona de paso durante las guerras carlistas, pues era la vía que conducía a Vic, la población no había escapado de la barbarie homicida. El templo parroquial de la Coromina había sido desvalijado y convertido en mercado. Igual suerte corrieron todas las iglesias de los alrededores, incluido el santuario de Rocaprevera, y 43 personas fueron fusiladas acusadas de fascistas.

El domicilio de los padres de Teresa se encontraba hacia la salida de la población; un solar de dos plantas y cuadra, cuya visión detuvo los pasos de Albert, temeroso de pronto de que allí tampoco supieran nada de su hermano.

La puerta estaba abierta; llamó con el picaporte sin entrar. Al poco apareció entre la penumbra del interior Teresa que detuvo los pasos involuntariamente al reconocerlo.

-¡Señorito! –pronunció -¡Señorito!

-Hola, Teresa –saludó a la mujer que llorosa le abrazó.

Albert devolvió el abrazo emocionado ante el sincero afecto de la cocinera.

-¡Mi niño! –gimoteó Teresa antes de llamar en voz alta -: ¡Mademoiselle!

Un escalofrío intenso recorrió todo el cuerpo de Albert al oír aquel grito sintiendo que renacían sus esperanzas.

Nuevos sollozos y abrazos al tiempo que Teresa se iba al campo a buscar a Jacint. Con la llegada del ejército nacional ambos habían abandonado su escondrijo y, queriendo corresponder a la ayuda recibida Jacint, comportándose como un hombrecito, se había ofrecido a trabajar para la familia, que había sufrido la pérdida del padre y los habían saqueado llevándose hasta los colchones. No habían respetado que el hijo fuera del POUM, y cuando comenzó la persecución de éstos por los comunistas la cosa empeoró, sin duda por las represalias aseguró Mademoiselle. Así que, movido por su buen corazón, porque, aunque travieso, bien sabía él que su hermano tenía un corazón bondadoso, Jacint se había ofrecido a ayudar y pagar sí su sustento, decía ahora la institutriz, porque era un trabajo indigno de su clase social.

-De bien nacido es ser agradecido –recordó Albert la máxima con que les sermoneaba Mademoiselle en su enseñanzas -. Además, la clase social no significa nada, nos facilita la vida, pero no por ello un hombre es mejor que otro.

Todos sus compañeros del Tercio eran modestos y ninguno había resultado ser menos hombre o menos valiente que él, ni siquiera los mandos se habían diferenciado a este respecto. El compañerismo, la lealtad, el incesante peligro… no existía la clase social, sólo el hombre sacando lo mejor de su interior.

Mademoiselle escuchaba asombrada en silencio a Albert, del que nada quedaba del frívolo joven que conoció antes de la guerra.

La puerta se abrió bruscamente apareciendo jadeante Jacint. Había ido corriendo tan pronto Teresa le dio la noticia. Su rostro se transformó y abrazó a su hermano quien le abrazó sin reprimir las lágrimas. El rumor que le había comentado Tomás había resultado finalmente cierto. Allí lo tenía, muy delgado por las privaciones, pero se le veía sano y bien cuidado.

A los nueve años el rostro de Jacint había perdido las redondeces de su primera infancia; sus ojos, la inocencia después que consiguió que Mademoiselle le explicara lo ocurrido la fatídica noche en que lo encerraron en el dormitorio de la cocinera, y que no le ocultara nada como, si en vez de un niño, fuera un pobre atrasado. Su desconfianza y perspicacia se habían incrementado con la guerra. Sabía, por ejemplo, que junto con ellos se ocultaba otra persona, y que Teresa no quería que lo supieran, por lo que había guardado silencio no comentándolo ni con Mademoiselle, que parecía no enterarse de nada. Alguien (y eso le intrigaba) que ni siquiera con la llegada de los nacionales se daba a conocer. En lo demás apenas había cambiado. Era más responsable, pero igual de movido: Sus travesuras habían disminuido, pero aumentado sus ganas de bromas sanas, sin malicia. Su corazón igual de generoso, y el cariño hacia su hermano, mayor al haber transferido a él, el que sintió por sus padres y demás hermanos; no en vano era la única familia que le quedaba, porque su eminencia el cardenal le daba más miedo que afecto.

Albert pasó el día en Torelló quedándose hasta el atardecer, cuando pasaba el tren de regreso a Barcelona. Podía haberse quedado en par de días aprovechando el permiso, pero prefirió marchar para no perder la compostura, aunque la excusa que dijo a Jacint fue que tenía que realizar unas gestiones, pero que no se preocupara, porque tanto él como Mademoiselle, lo acompañarían. Los alojaría en Barcelona, ahora que estaba liberada; de momento, en casa de su amigo Tomás, ya que el palacete estaba en ruinas. Estaba casado con Luz, ¿se acordaba de Luz? Sí, la aprendiza de cocinera. La que les advirtió del peligro. Seguro que no tendrían inconveniente. Para que no les fueran de menoscabo escribiría al tío Turismundo, el cardenal, para que les ayudara económicamente, hasta que pudiera él devolverle el importe a su eminencia, tan pronto recobrara su patrimonio. Hablaría con las nuevas autoridades de la ciudad condal.

Jacint bailó de alegría, pero también ayudaría a Teresa, ¿verdad?, dijo de pronto. Había sido muy buena con ellos.

-Claro que sí, no te preocupes. Le pagaré lo mucho que ha hecho por vosotros.

Sin embargo, lo que le dijo a Teresa, aprovechando un momento que estuvieron a solas esperando el tren en la estación, fue muy diferente:

-Dile a tu hermano que huya de España.

-¿Mi hermano? –disimuló Teresa.

-Sé que lo tienes escondido. He visto a tu madre salir de la cocina disimuladamente con un plato en las manos. Renat es quien traicionó a mi familia, no te atrevas a negarlo. Por él están todos muertos. Pero tú salvaste a Jacint. Por ti no lo busco y lo mato ya mismo. Le doy tres días. Que huya de España. Dentro de tres días regresaré con una patrulla, y como lo encuentre lo apresaré. Que no espere piedad de la justicia franquista. Con esto te pago la deuda por salvar a mi hermano pequeño. Ya no te debo nada.

El tono era frío, pero fueron los ojos los que le indicaron la seriedad de Albert, unos témpanos que le decían a Teresa que su relación con la familia Banyes había terminado para siempre.

-Se lo diré, señor conde –musitó.

***

Al tiempo que las tropas republicanas se replegaban hacia Francia perseguidos por las nacionales, medio millón de civiles cruzaban la frontera para ser hacinados a punta de bayoneta en campos de refugiados por los franceses, donde eran vigilados como reses por la gendarmería y soldados senegaleses. Allí, tras las alambradas, la ayuda gala consistió en miseria, disentería, sarna, piojos, tifus y hambre. Hasta nueve días sin probar bocado y cuando podían comer era pan seco. Les golpeaban, les robaban, explotaban su necesidad y les cambiaban porquerías por cosas de valor. Vivían al raso y su único refugio eran sus mantas. El número de fallecidos superó los 20.000.

También pasó a Francia el gobierno republicano quien, a diferencia de la plebe, tuvo toda clase de facilidades y acomodo por parte del gobierno francés, pues ya se sabe que siempre ha habido amos y siervos, y la clase es la clase. Por eso Negrín se daba a la buena vida en un lujoso piso de París y una cuenta de 360 millones de francos en Eurobank mientras medio millón de compatriotas permanecían como piojos en costura en los campos de concentración franceses.

Cerca de la frontera los republicanos fusilaron estos días al defensor de Teruel, general Rey d’Harcourt, al obispo Polanco y diversos prisioneros de aquella batalla, como si ellos hubieran sido los responsables del descalabro posterior del Ejército Popular y que, por su culpa, perdieran la guerra, porque ya estaba completamente perdida por mucho que algunos se empeñaran en prolongarla y añadir muertes innecesarias.

Negrín, antes de abandonar España, instaba a los generales que dejaba atrás a continuarla, y Dolores Ibarruri, la Pasionaria, a salvo en Francia, radiaba al Ejército Popular que prosiguiera la lucha. Pero los que se quedaban en España no estaban dispuestos a hacer el canelo obedeciéndoles.

El teniente coronel Casado y el líder socialista Besteiro, ambos en Madrid, eran partidarios de firmar la paz ante lo absurdo de proseguir la guerra.

A medianoche del 5 de marzo Casado constituyó en Madrid una Junta de Defensa asumiendo el poder de lo que quedaba de la República.

Aquello era un golpe de Estado y desde Francia Negrín ordenó a los comunistas que se levantaran en armas contra el nuevo gobierno. Fue así como el día 6 comenzó una nueva guerra civil, esta vez entre los republicanos. A las 24 horas los comunistas controlaban el poder en Madrid iniciando una serie de fusilamientos.

Franco se limitaba a observar; sus enemigos le hacían el trabajo matándose entre sí.

Sin embargo, Casado no estaba derrotado y poseía la radio, a través de la cual pidió ayuda al IV Cuerpo de Ejército, constituido por anarquistas. El choque fue brutal y los ácratas se tomaron la revancha de los acontecimientos de Barcelona.

Para el 11 de marzo los comunistas habían sido derrotados. Casado y su Junta tenían vía libre para negociar la paz, mas Franco no aceptaba negociaciones, sólo aceptaba la rendición total. Ésta ocurrió el 26 de marzo, y el 28 las tropas nacionales entraban en Madrid sin pegar un tiro. La ciudad estaba eufórica.

Con la caída de Madrid las ciudades todavía en poder de la República capitularon una detrás de otra. El 1 de abril la guerra había terminado.

***

Un cuarto de millón de prisioneros y más de 500.000 exiliados, muchos campos yermos, aunque la traición del gobierno vasco y la rendición sin lucha de Barcelona había hecho que las industrias de ambas regiones quedaran prácticamente intactas.

El país estaba en la ruina, hambriento y falto de mano de obra. En cambio, sobraba el miedo. La zona que había sido republicana sufriría más que la que fue nacional desde el principio de la guerra. Ésta sólo conoció la represión fascista. Aquella conoció la izquierdista y ahora conocería la franquista. El Terror Blanco sustituyó al Terror Rojo. En Andorra las mujeres de derechas golpeaban y arrancaban a tirones los pendientes de las orejas a las mujeres de izquierda que regresaban a la población. Respecto a los hombres, dos fueron asesinados, camuflando el crimen bajo el eufemismo de suicidio, y como suicidas ni siquiera tuvieron derecho a ser enterrados en el Campo Santo, sino en el corralico, un pequeño cementerio anexo en el que se enterraban a los no bautizados, los suicidas, los amancebados y públicamente ateos.

 La mitad de los españoles, los que apoyaron a la República, iban a vivir con auténtico terror, siempre pendientes de algún frenazo brusco de automóvil en la puerta, pasos a deshora en la escalera o los aldabazos.

Las denuncias se habían convertido en algo habitual a medida que los nacionales se apoderaban del territorio enemigo. Ahora se extendían por toda España, podían ser anónimos y el acusado, como con la Inquisición, debía demostrar su inocencia, no la Justicia su culpabilidad. Un sinnúmero de presos terminaron apelotonándose en las ya hacinadas cárceles franquistas por los prisioneros de guerra. Unas cárceles en donde imperaba la mala alimentación, la sarna y los chinches, en un país destrozado, en el que prevalecía la penuria económica y donde los países, que podían haber ayudado en la reconstrucción, estaban enfrascados en una guerra mundial.

El nuevo régimen estaba desbordado por aquella muchedumbre de presidiarios hambrientos que constituían un lastre económico y privaba al país de brazos para su reedificación. A Franco no le quedó otra que ser magnánimo. A muchos exiliados, con avales favorables de las autoridades, se les permitió regresar y un gran número lo hizo ante las inhumanas condiciones de los campos de refugiados galos. Pero incluso con el regreso seguía faltando mano de obra, así que no tardaron en comenzar a liberar presos. Hacia final de año se habían excarcelado 150.000 prisioneros de guerra, pero todavía quedaban unos 90.000 entre rejas. Julián, Pedro y Mateo fueron de los beneficiados. Habían terminado estando los tres juntos por las influencias de Tomás y también gracias a él formaron parte del primer grupo liberado.

Jesús continuó preso, no era un prisionero de guerra sino un acusado por delitos y tenía que ser sometido a juicio como todos los de su situación. Su juicio no comenzó hasta el verano de 1941.

Franco había prometido la libertad a todos aquellos que tuvieran las manos limpias de sangre, para ello fueron llamados muchos del pueblo a testificar sobre las acciones de los presos. Por su parte, Tomás acompañado por Mateo, se desplazó a Calanda para localizar al hombre que Jesús había ocultado. Aún vivía, reconoció a Mateo y se acordaba perfectamente de la familia que le había salvado la vida. Su testimonio fue muy valioso en el proceso de Jesús.

Todos los que formaron parte del Comité fueron condenados a muerte. De nada les valió la defensa de que accedieron a los fusilamientos provocados por los anarquistas para evitar males mayores; habían estado en una posición que podía haberlos evitado. Al no oponerse, consintieron y se convirtieron en cómplices, con lo cual eran tan culpables como los que dispararon.

Tomás no pudo evitar pensar que si Jesús le hubiera hecho caso, ahora estaría entre los condenados, porque sin duda sólo por pertenecer al comité habría sido suficiente para ser ejecutado. Un ejemplo claro era el de Joan Peiró, un líder anarquista al cual todos los testimonios demostraron que estaba limpio de sangre. Sin embargo, la justicia franquista lo había ejecutado por el delito de haber sido ministro de la República. Más de 3.000 iban a sufrir la pena de muerte.

Otros sufrieron penas de cárcel por otras actividades, aunque entraron en el proyecto de Redención de Penas por el Trabajo, según el cual se les pagaba el jornal mínimo y se reducía un día de condena por cada dos trabajados; los que trabajaron en el Valle de los Caídos los días reducidos fueron de cinco por uno.

Todos aquellos que habían permanecido inactivos durante la guerra, como Jesús, fueron liberados.

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