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23
diciembre
El soplo del vendaval (36)

CAPÍTULO XXXVI

La carta no era muy extensa, únicamente decía que había sido evacuado a Lérida donde lo ingresaron en el hospital y allí lo sorprendieron los nacionales cuando ocuparon la ciudad el 3 de abril. Ahora se encontraba bien, aseguraba, pero estaba preso. El comandante nacional exigía alguna documentación que acreditara quien decía ser. Entre los cambios de destino, la huida precipitada y otros problemas habituales de la guerra, había extraviado la documentación. No era el único, algunos al caso para evitar represalias, dando ahora nombres falsos. A todos los que carecían de papeles habían dado un plazo para que los presentaran sus familiares.

-Ya hay uno a salvo –se alegró Pilar.

-Si no lo fusilan. Tengo que llevarle esos papeles.

-¿En persona? No puede, madre, necesita un aval para poder desplazarse y no lo tenemos. Envíelo por correo.

-No correré el riesgo de que se pierda la carta. Iré al cura nuevo a que me haga una copia de la partida de nacimiento, le explicaré para qué la quiero y le pediré una aval. Él puede hacerlo.

-Entonces, iré yo. Soy más joven.

-Ni hablar. Tienes dos hijas, tu obligación es estar con ellas. Iré yo. Yo he criado a Julián, es responsabilidad mía.

El párroco había llegado a Andorra cuatro días antes, el 19 de julio, coincidiendo con su cumpleaños. Ante él tenía una labor ingente: numerosos niños sin bautizar; otros, con nombres exóticos; otros, sin comulgar ni confirmar; matrimonios que había que legalizar eclesiásticamente, porque sólo se había realizado la ceremonia civil o vivían en pecado; completar el libro de Defunciones con las víctimas de las hordas rojas, un documento que tendría que tachar y escribirlo de nuevo, porque la censura franquista no admitía de lo hordas y terminaron siendo accidentes de guerra; sin  contar la recuperación de los rituales y costumbres religiosas.

Mosén Vicente escuchó atentamente a Orosia. No puso ninguna objeción para la partida de nacimiento ni para el aval. Se había fijado previamente en ella; era una de las mujeres que adecentaron la iglesia parroquial fregándola cuando él llegó al pueblo. Añadió unas líneas de su puño y letra destinadas al capellán del cuartel de Lérida a quien conocía. Aquel hombre le sería de gran ayuda si la precisaba, le dijo.

***

En la madrugada del 23 de julio, aprovechando la oscuridad de la luna nueva, el Ejército Popular cruzó el Ebro por doce puntos, en una extensión de 100 Km., entre Mequinenza y Amposta, utilizando puentes de dotación, barcazas y toda clase de embarcaciones. Lo mandaba el general Modesto, siendo Vicente Rojo el jefe de operaciones.

A primera hora del alba, las fuerzas republicanas habían tomado diversas localidades adentrándose en Sierra de Cavalls y Pàndols; el macizo de San Marcos y los montes de la Fatarella, alcanzando el Matarraña. Habían cruzado cinco divisiones y capturado más de cuatro mil prisioneros, acercándose peligrosamente a Gandesa. Rápidamente comenzaron a construirse puentes que permitieran el paso a tres batallones de tanques que estaban esperando, a los blindados y los camiones de provisiones.

Los civiles huían de las poblaciones afectadas en grupos o solos, familias enteras de ancianos, mujeres y niños, porque a los que tenían edad para luchar los incorporaban a filas quisieran o no. Huían por montes y vaguadas, por veredas y vericuetos que les alejaran de lo que pronto se iba a convertir en escenario de guerra, atemorizados por la proximidad de los combatientes y que los cogieran en un fuego cruzado si se encontraban ambas facciones. Huían en carros y mulas, con miedo y sin esperanza, con dolor en la mirada, cargados con lo que podían y abandonando lo que amaban a merced de la devastación y la ruina hacia Calaceite, Morella, Caspe, Valdetormo, incluso Zaragoza.

Tras la sorpresa inicial los nacionales reaccionaron. Su aviación intentó destruir los puentes, pero volaban demasiado altos para eludir a los antiaéreos y sus bombas apenas alcanzaron sus objetivos. A las dos de la tarde cambiaron de táctica: abrieron las compuertas de los embalses pirenaicos. El cauce creció bruscamente, una tromba de agua violenta y ruidosa que arrasaba todo a su paso.

-¡El río! –oyó gritar Pedro, incorporado desde Alcañiz en las tropas de Líster.

-¡Riada!

Todos corrían despavoridos con chillidos desgarradores, desorientados, abandonando armas y herramientas. De pronto ya no se oyeron los alaridos, sólo un estruendo como una gigantesca estampida.

El agua, como un tsunami, se llevaba los puentes, arrancaba árboles, desmoronaba rocas, derribaba piezas antiaéreas, hundía tanques en el río, arrastraba animales, vehículos y hombres.

Pedro consiguió sobrevivir, magullado, dolorido y todo el cuerpo maltrecho, maldiciendo a Rojo por no haber previsto en su estrategia aquella eventualidad.

Al día siguiente el nivel del Ebro seguía creciendo imposibilitando tender los puentes. El número de ahogados era enorme. Y mientras los nacionales iban recibiendo refuerzos, Rojo parecía no saber qué hacer; le estaba ocurriendo lo mismo que en Brunete y Belchite.

El avance republicano había quedado detenido. Los aviones franquistas bombardeaban y ametrallaban al enemigo. Vicente Rojo impaciente preguntaba dónde estaba la Gloriosa, la aviación republicana.

Estaba a buen recaudo en Valencia, porque el mando republicano sin comprender la trascendencia de la batalla que se estaba desarrollando, no la quería arriesgar.

Los republicanos tendían puentes para cruzar más tropas, que los aviones nacionales bombardeaban de día destruyéndolos, siendo reconstruidos por la noche. Instalaban pasarelas falsas con las que desviar el ataque enemigo o construían puentes nocturnos, que desmantelaban antes del amanecer después que cruzaran los convoyes y tropas.

Cinco días más tarde, a finales de mes, el frente estaba totalmente estabilizado. El 2 de agosto Franco se presentaba para dirigir personalmente la batalla. Ni él ni Vicente Rojo buscaban otras alternativas que no fuera el choque frontal, de forma que cada vez la acumulación de fuerzas era mayor. En este aspecto Rojo estaba en desventaja; su ejército casi había desaparecido entre la batalla de Teruel y el desmoronamiento del frente de Aragón, sin contar las bajas sufridas por la riada. Necesitaba urgentemente más soldados y la República no los tenía. Lo subsanó bajando la edad de reclutamiento a los 15 – 16 años. 30.000 menores que pasarían a la Historia como la Quinta del Biberón.

Para esas fechas Mateo no sólo se había restablecido completamente de la herida sino que también había crecido bruscamente varios centímetros y, aunque todavía no había alcanzado su estatura máxima, ya no podía disimilar su edad real. Si no quería ir a la guerra sólo tenía dos opciones, o esconderse como Luz, algo que para él era una sentencia, acostumbrado al aire libre del monte, o intentar cruzar la frontera con Francia. Desoyendo a su cuñada y a Rosa decidió lo último.

-Es muy peligroso –dijo Luz -, si te apresan lo más seguro es que te fusilen por prófugo.

-Correré el riesgo –respondió obstinado -. No quiero luchar a favor de quienes asesinaron a mis amigos.

Tenía confianza en conseguirlo; desde que se separó del grupo de refugiados supo esquivar las patrullas en todas las ocasiones.

Esta vez no hubo suerte, ni siquiera llegó a salir de Barcelona. Tuvo que hacer acopio de lo mejor de su simpatía e imaginación. Era un refugiado, había llegado a la ciudad condal unos días atrás después de caminar muchos kilómetros… ¿eh? No, no conocía a nadie… Hablaba procurando que la fábula sonase coherente.

El cabo lo estudiaba sin creer una palabra. La camisa estaba remendada y el pantalón tenía las perneras arregladas por Rosa, que cortó lo que sobraba y que ahora, con el estirón, se le habían quedado cortas. Un vagabundo, sin duda, un candidato para La Gandula, la ley de vagos y maleantes. O peor aún, un prófugo o un desertor; por su edad debería estar en el ejército. Sí, seguro que era uno de los emboscados, jóvenes que huían al monte porque se negaban a combatir, o peor aún, desafectos de la República que se unían formando guerrillas.

-¡Basta! ¡Deja de hablar!

Mateo calló prudentemente.

-¿Dónde vas ahora?

-¿Ahora?

-Sí, ahora.

-Pues a…

-¿Adónde?

-A alistarme –mintió.

El más viejo de la cuadrilla soltó una risotada.

-Así que voluntario.

-Sí.

-¿Y por qué no lo has hecho antes?

-Antes no obligaban a los de mi edad.

-Ah. Voluntario obligado.

-Puede decirse.

Tenía la boca seca; aquello no iba nada bien.

Un tiro en la frente sería la forma más rápida de solucionar el asunto, se dijo el cabo, pero ya que aseguraba que iba a alistarse… La sonrisa que exhibió a Mateo le pareció siniestra.

-Te acompañaremos. Como eres refugiado no conoces Barcelona. Así no te perderás.

No consiguió evadirse bien vigilado por la patrulla en todo el camino.

Dio su nombre real al alistarse maldiciendo su suerte. Bueno, al menos si lo mataban sus padres tendrían notificación de ello; debía ser terrible para unos padres no saber qué había sido de su hijo.

***

Orosia no tuvo problemas con el comandante una vez llegó a Lérida, principalmente porque decidió primero aprovechar la recomendación que le dio mosén Vicente para el capellán castrense. Mosén Toribio Fresneda terminó de leer la misiva de mosén Vicente, en ella hablaba que Orosia era una buena feligresa, cuya familia era víctima, como tantas otras, de la guerra civil habiéndose vistos obligados, por la situación geográfica, a luchar a favor de los republicanos.

El capellán no estaba tan seguro. No dudaba de la buena fe de su compañero, pero las ratas abandonan el barco que se hunde, y muchos rojos hacíanse pasar por fervientes nacionales para evitar el justo castigo.

Sometió a Orosia a un interrogatorio eclesiástico sorprendiéndole que supiera la doctrina a un nivel que no era habitual. Convencido de que era buena cristiana escribió unas líneas para el comandante. Orosia no supo lo que había escrito al entregárselo en un sobre cerrado, y aunque las palabras del sacerdote eran tranquilizadoras no las tenía todas consigo. En una guerra civil con posturas ideológicas irreconciliables y el odio asesino en ambos bandos no eran extrañas las traiciones. Pero no le quedaba más remedio que confiar.

El comandante, bigotudo decimonónico, sesentón, nariz de buitre, leyó atentamente ambas cartas y estudió la partida de nacimiento firmada por el cura regente. Sus arrugas se acentuaron dando a su rostro el aspecto de barro seco resquebrajado.

-Todo en orden.

Orosia respiró dándose cuenta que había estado reteniendo el aliento.

El militar escribió unas letras y puso los sellos.

-Puede usted visitarlo.

-Gracias. En cuanto a la partida de nacimiento…

-He dicho que está en orden. Ahora, si me disculpa, tengo mucho que hacer.

El tono justamente educado en el límite de lo arisco.

Poco habían evolucionado los hospitales desde que fue cantinera, se dijo Orosia, tan pronto vio la sala donde estaban los heridos. Ligeramente espaciosa tenía camas a ambos lados dejando un pasillo central. Las ventanas eran altas y estrechas, abiertas para que se ventilara la estancia. Algunas tenían cortinas blancas que el fuerte viento del atardecer hacía ondear como si fueran banderas.

Hacía frío, más por las corrientes de aire que por la baja temperatura; no le extrañaba que entre los heridos los hubiera también con resfriados, pulmonía y tuberculosis a pesar de que se suponía, de hacerse caso a la prevención, que estaban aislados. El típico olor a hospital se mezclaba con el de las heridas infectadas.

Caminó por el pasillo central hacia la cama que le habían indicado.

Julián estaba con los ojos cerrados, un sistema para aislarse del mundo. Así todo quedaba reducido a ruidos, voces y quejidos.

La pierna herida, sobre el cubrecamas. El tobillo no terminaba de curar, ya le habían advertido que lo más probable es que perdiera la movilidad del mismo acarreando una cojera cuya gravedad todavía era pronto de calcular; todo dependía de cómo terminara curando. Aunque no era para alegrarse a Julián era lo que menos le preocupaba. Lo que temía es que se complicara con algo peor. No hacía mucho a otro compañero, con una herida similar, le habían diagnosticado – según oyó comentar entre sí a dos médicos lo suficientemente inconcientes como para hablar de los casos delante de los heridos –, de osteomielitis al extenderse la infección de la herida al hueso. Luego resultó que era tuberculosis ósea.

Las cejas se movieron. Los pasos que iba oyendo acercarse no eran de varón, parecían más ligeros. Sin duda serían de alguna de las monjas que oficiaban de enfermeras. Abrió los ojos cuando se detuvieron en su camastro.

-¿Tía Orosia?

La contempló incrédulo.

Orosia se sentó en el jergón porque no había sillas. Le acarició la frente.

-Recibimos tu carta.

Le besó en la mejilla. Julián la abrazó cuando se lo devolvió.

-¿Qué hace aquí?

-He traído la partida de nacimiento que nos pedías. No quise arriesgarme con el correo. ¿Cómo estás?

-Le cuesta curar. Al final creo que terminaré cojo. ¿Ustedes cómo están?

Orosia frunció los labios.

-No sabemos nada. Tu tío está preso en Maella.

-¿Por qué? No es combatiente.

-Por rojo. Una denuncia. Encontraron un arma que alguien escondió para involucrarlo.

-¡Hijos de puta!

Tiene mal aspecto, pensó Orosia inspeccionándole el rostro bajo la tétrica luz que entraba a través de las cortinas dando una estética grisácea a la estancia, y no parece que sea por la herida. Algo le reconcome, algo interno que lo está destruyendo.

-Mateo estará bien –animó Julián malinterpretando la expresión preocupada de su tía, creyendo que estaba más intranquila por el muchacho que por nadie al ser el más joven e indefenso -. Es un chico listo y prudente.

A él le preocupaba más tío Jesús; no eran infrecuentes los malos tratos que agravaban las malas condiciones de los prisioneros, tratando peor a los civiles que a los soldados, porque se partía del hecho de que los civiles, si habían sido apresados, es porque algo siniestro habían hecho. Eran comunes las torturas, tormentos que conducían al reo al suicidio como una forma de huir del sufrimiento al que estaba sometido, pero para Julián no era autolisis, era asesinato; los fascistas lo habían conducido a llegar a ese final. El suicidio era un cajón de sastre, metían en él a los que fallecían durante la tortura e incluso a los que asesinaban directamente para tapar el crimen. Nada de esto dijo a Orosia para no angustiarla más.

-¿Cuándo regresa a casa? –preguntó en cambio.

-De momento me quedo. Hablaré con el capellán, me pareció que quedó complacido con la carta que le entregué del cura de Andorra; espero que interceda por mí ante el comandante para que me deje quedar y echar una mano como enfermera.

-No puede quedarse. Este no es sitio…

-Tú estás herido; mi marido, preso, y los demás perdidos Dios sabe dónde. El que me necesita eres tú.

Tenía una resolución en la mirada que sorprendió a Julián. Siempre había sido una mujer decidida, pero ignoraba aquella faceta suya.

La presencia de su tía fue un revulsivo para Julián. Había reaccionado de forma diferente a Pedro con la traición de sus mandos. Mientras su primo político había optado por la deserción, él se había dejado ganar por el desánimo, guardando en su interior todo el dolor y la frustración que lo ocurrido en Rubielos le había causado. Se decía a sí mismo que no fue una violencia gratuita, que se quería mantener con ello la disciplina; algo similar a lo que hacían los romanos, ejecutar a uno de cada diez de la tropa. Mas otra voz interna, cada día más potente se iba imponiendo: Fue asesinato, no disciplina; parecido a lo que hacían las columnas ácratas, a lo que se rumoreaba que ocurría en las checas. Él había luchado contra los fascistas por una República de izquierdas, no por un Gobierno de criminales. La República se había convertido en Saturno devorando a sus hijos. Perdió todas ganas de luchar, todo incentivo. Cuando los fascistas atacaron Lérida, los oficiales habían querido que todo herido capaz de luchar vendiera cara su vida, pero Julián y otros muchos tiraron el fusil y levantaron los brazos cuando el enemigo irrumpió en el hospital.

El desánimo terminó convirtiéndose en depresión ante la lenta evolución de la herida, la posibilidad de que lo fusilaran si no demostraba al comandante nacional quién era, y los robos de que eran víctimas los heridos por parte del personal sanitario.

Orosia cambió todo esto. Su actividad, su indómita resolución, su cariño, aquel cariño que le había reconfortado y protegido en su infancia cuando quedó huérfano lo hicieron reaccionar, resquebrajó sus defensas y una semana más tarde descargaba todo lo que le atormentaba, mientras su tía lo mecía entre sus brazos escuchándolo en silencio, permitiendo que se desahogara. Luego hasta le herida mejoró, como si el estado de ánimo influyera en el organismo. Aún con todo, Orosia permaneció a su lado hasta que lo trasladaron a un campo de prisioneros, pero no terminó ahí su servicio. Con la batalla del Ebro el número de heridos era inmenso; voluntariosa y abnegada no iba a retirarse ahora. Era preciso ganar méritos por el bien de la familia y tampoco podía negar que se sentía rejuvenecida, como si aquellos acontecimientos evocaran sus pasados tiempos guerreros. Así que continuó de enfermera con intención de permanecer en aquel estado hasta que finalizase la guerra.

***

-¿Adónde vamos? –preguntó Jesús a uno de los soldados que los custodiaban, esperando en fila para subir al camión.

-Al frente del Ebro. A cavar trincheras.

***

Poseedor de una gran cultura a juzgar por la impresionante biblioteca que poseía, repleta de raros incunables e imponentes libros no siempre leídos, pero que lucían bien bajo el polvo del desuso, se decía que Edgardo Venres era oriundo del pueblo  aunque hubiera nacido en la capital. Si era cierto, su familia debió abandonar la localidad hacía siglos, pues nadie la recordaba y ni siquiera su apellido era típico del lugar. Tampoco él había disipado las dudas de su origen ni mostraba felicidad de estar en el supuesto pueblo de sus ancestros al que había sido relegado tras la revolución de octubre de 1934.

Facultativo de minas, aunque él se veía a sí mismo como ingeniero, había desarrollado su carrera en las minas de Asturias. Metódico, escrupuloso en el comer y vago, únicamente descendía al pozo de 600 metros de profundidad cuando no le quedaba más remedio, colgándose las medallas del trabajo realizado por los hombres a sus órdenes ante sus superiores. La frase hemos realizado… era tan característica en él como el bigotito de hormigas que adornaba su labio superior.

Su ascenso hacia la alta sociedad se vio truncado por un noviazgo fallido con la hija del dueño de la mina, el cual quería un yerno con otro temple, y que aprovechó la revolución para hacer una purga entre el personal de las minas de su propiedad, entre ellos Edgardo, quien descubrió que su intento de nadar entre dos aguas, si bien había evitado que lo revolucionarios lo asesinaran, le había hecho ganar el desprecio de sus iguales y el de los propietarios, que lo consideraban como otro de los cabecillas, aunque no lo pudieran demostrar. Con aquel baldón y malas referencias no consiguió trabajo en ninguna de las minas asturianas recalando finalmente en Madrid, donde conoció al señor Bernad, que estaba buscando facultativos para revitalizar la explotación minera de su localidad.

Las tímidas explotaciones del siglo XIX habían conocido un gran auge en la guerra europea de 1914, por el aumento de la necesidad del carbón en los países beligerantes. Se abrieron nuevas minas que cayeron en decadencia una vez terminó la contienda. Sus competidores habían cerrado las minas de su propiedad para dedicarse a empresas que implicaban aceites, jabones y cera, pero el señor Bernad estaba convencido que la crisis era pasajera, aunque prolongándose ya varios años, y quería revitalizar y aumentar la producción con nuevas técnicas, pues hasta entonces extraían el carbón mediante rozas hechas a pico, que arrancaban con explosiones de pólvora y sacaban en vagonetas empujadas a mano.

La estancia en su nuevo destino no fue para Edgardo agradable. Por un lado sentía la amargura del destierro, pues así se veía él en aquella tierra de Teruel mal comunicada en con el resto de España; por otro lado, había un encargado al que apodaban Sardina, que le daba cincuenta vueltas a sus conocimientos mineros, y que parecía que vivía y dormía dentro de la mina, mientras que él, siguiendo sus buenas costumbres, sólo había descendido una vez, el día que llegó, no percatándose de que las características mineras de Andorra eran diferentes a las asturianas. Costumbre que iba de la mano del inveterado hemos realizado.

-¡En la cama lo habrá hecho! –exclamó Jesús cuando Edgardo presumía ante el señor Bernad, quien les había felicitado por una labor bien terminada y que sonrió condescendiente. Sabía ya de qué pie cojeaba Edgardo Venres, pero era el único empleado que tenía con título y vestía mucho en las negociaciones de venta, aunque quien llevaba el peso de la producción era el Sardina, sin título, pero gran intuición y no menor experiencia al haber trabajado de minero desde niño.

No perdonó Edgardo la humillación recibida por Jesús ni la sonrisita del señor Bernad ni que, llegada la Colectividad, se confiara en el Sardina para abrir una nueva mina, ni que se le diera la dirección de la misma a dicho hombre, que terminó actuando como ingeniero y encargado general de todos los trabajos que en ella se realizaban, mientras que él, Edgardo Venres, se veía obligado a picar como un minero sin rango por el comité revolucionario.

Tenía muchas cuentas pendientes que saldar cuando entraron los nacionales, pero también vio en ellos una manera de ganar méritos ante las nuevas autoridades que gobernaban España, para que lo trasladaran a un destino mejor. Un ingeniero de minas se merecía algo más que estar en aquel pueblucho. Méritos que buscó adscribiéndose al Movimiento y denunciando a tantos como podía. Mas ya se sabe que en los pueblos pequeños siempre se acaba conociendo todos los secretos y aquel no fue diferente. El delator había sido Edgardo Venres. Y allí estaba, charlando animadamente con un arriero, como si no hubiera roto un plato, al lado del mulo.

Pilar sintió que le hervía la sangre. Por culpa de aquel hombre su padre estaba encarcelado y Pedro estuvo a punto.

El odio y el rencor estrujaban su corazón oprimiéndole el pecho e impidiéndole respirar. El tipejo parecía presuntuoso, como si no temiera las represalias. Sin duda el invicto Caudillo escarmentaría a las familias de los presos si alguien le ponía la mano encima.

Sintió un tirón en la falda. Orosita la miraba preguntándose por qué se había detenido tan bruscamente. Apolonia se entretenía con Lula.

Una sonrisa maligna iluminó el rostro de Pilar.

-El tío Mateo te enseñó a tirar piedras, ¿verdad? –preguntó a su hija mayor.

-Sí.

-Demuéstramelo –dijo entregándole una -. A ver si le aciertas en las ancas a ese macho.

El animal lanzó una coz al recibir la pedrada alcanzando al delator.

-¡Huy! –exclamó Apolonia.

-¡Corre! –ordenó en un cuchicheo su madre.

No se lo pensó dos veces. Corría como un gamo.

-¡Mala! –disimuló Pilar – ¡Eso no se hace! ¡Ya puedes correr ya! ¡Verás en casa! ¡Esta niña!

Lanzó una mirada de regocijo a Edgardo que se retorcía en el suelo mientras el arriero intentaba ayudarlo.

***

A unos 3 kilómetros de Alcañiz por la carretera que conducía a Caspe se hallaban una serie de valles pedregosos entre los cuales existía una frondosa arboleda. En ella estableció Franco su cuartel general. Una gran bandera rojigualda ondeaba en el centro con el escudo del águila de San Juan, uno de los emblemas de los Reyes Católicos que el Caudillo había elegido como símbolo de la nueva España. No era lo único que había copiado de los grandes monarcas del pasado. El yugo y las flechas eran también de los Católicos, pues eran las iniciales de sus nombres tal y como se escribían en su época: yugo (Ysabel), flechas (Fernando). Ni siquiera el lema Una, Grande y Libre era original del Generalísimo, pues ya la había utilizado el Rey de Aragón en el siglo XII.

Más allá de la bandera estaba el banderín de la escolta de Franco. Veíanse por allí los moros de Mejaznia con sus turbantes y uniformes de fuerte colorido entremezclados con la Guardia Civil de Marruecos.

Todo el recinto estaba cercado por una alambrada. Las tiendas de campaña estaban alineadas en una alameda junto con una pequeña caravana de coches camiones habilitados para servicios de oficinas y dormitorios. Una enramada camuflaba hábilmente los vehículos para que no pudieran ser descubiertos desde el aire.

Desde aquel punto Franco se trasladaba diariamente al puesto de mando, emplazado en un pico desnudo, sólo moteado por escasas matas de retama y algún pino, desde cuya altura se contemplaba perfectamente Gandesa. Después, al anochecer, en el cuartel general debatía con los generales la manera de conducir la batalla, y aquella noche, como casi siempre, no se ponían de acuerdo.

Franco volvió a negar con la cabeza. No iba a rodear al ejército enemigo para ir a través de Lérida a tomar Barcelona. Suponía acercarse demasiado a la frontera y exponerse a un conflicto internacional; la situación en Europa ya estaba bastante enrarecida como para echar más leña. Además, su propósito era otro.

Como siempre, sus consejeros no consiguieron hacerle cambiar de opinión. Salieron de la tienda dejándolo solo, enfadados y desmoralizados. La intención de Franco de atacar frontalmente iba a saldarse en muchísimas muertes que podían evitarse. Aquella batalla iba a resultar demasiada cara en vidas.

-No me comprenden –comentó en voz alta al quedarse solo.

El último en salir se detuvo un momento al oírle.

-En treinta y cinco kilómetros –continuaba Franco – tengo encerrado lo mejor del ejército rojo. Si lo aniquilo no podrán continuar la guerra.

***

Mateo se dio cuenta que escapar del cuartel era imposible, no quedaba otro camino que resignarse. Optimista por naturaleza se dijo que lo que tenía que hacer, para no amargarse, era tomárselo como una aventura y pasarlo lo mejor posible.

No era el único que estaba a disgusto, porque la leva obligatoria no era sinónimo de ardor revolucionario, pero una manada de adolescentes es proclive a la diversión, no al desaliento, por lo que imperaba la alegría y la camaradería.

A uno de los chicos ya lo conocía. Era de Cretas y habían coincidido cuando estuvo con los refugiados.

-Pero tú no deberías estar aquí –dijo Mateo -. Sólo tienes catorce años.

-No se lo creen –respondió Joaquín -. Soy demasiado alto para mi edad.

Aquello era cierto, aún después del estirón Mateo seguía siendo más bajo que él.

Jordi era otro del grupo, natural de Manlleu, pelirrojo, con un carácter agrio ocasionalmente, pero en general bromista, que hizo muy buenas migas con los dos anteriores, sobre todo con Mateo, que sabía seguirle las bromas.

Habían más, Francesc, Joan, Emilio… hasta un total de diez en el grupo de amigos, pero con quienes mejor se llevaba era con los dos primeros.

Llevaban una especie de burdo mono marrón mientras los oficiales empleaban un elegante uniforme de color caqui, ceñido a la cintura, estrella roja de cinco puntas como distintivo y pistola automática al cinto.

Un personajillo que le llamó la atención fue el Comisario político, que velaba por la doctrina política y moral del soldado, de su bienestar y víveres. Esto estaba bien, se dijo, pero cuando se enteró que las órdenes de un Batallón debían ser refrendadas por ellos, cambió de opinión; si los políticos y no los militares dirigían la guerra, nada podía salir bien.

El adiestramiento fue muy rápido. Les hicieron ver una película soviética titulada «La juventud de Máximo», para estimular su ardor guerrero. Un intérprete les explicaba el sentido de la historia intentando animarlos de tal guisa a que fueran buenos soldados del Ejército Popular y descubrieran las mieles del socialismo. Por lo que Mateo supo después era una táctica habitual desde que los rusos se hicieron con el control. Pero en lo esencial, el entrenamiento fue paupérrimo;  en escasos días los instruyeron superficialmente con fusiles de madera sobre el manejo de armas y la actitud de seguir en combate, enviándolos ya al frente. Pura carne de cañón que iban a caer como moscas.

Mateo pasó por casa de Rosa a despedirse antes de partir al frente en un momento que les dieron unas horas de permiso. Resultó demasiado sentimental. Luz le abrazó llorando,  humedeciendo su uniforme, mientras Rosa tenía la sensación de que con él parecía un niño jugando a la guerra.

Mateo intentó mostrar fortaleza sin éxito porque nunca había sido insensible a las lágrimas de una chica. Bajando las escaleras al irse no pudo evitar un sollozo.

Cogieron el tren en la estación del Norte. Cuando cruzaba la plaza de las Glorias y enfiló la superficie por la calle de la Meridiana, Mateo se asomó con otros compañeros a las plataformas y ventanillas, mirando con interés y curiosidad. Algunos reían, otros cantaban. A lo largo de las vías se hallaban muchos familiares, madres y hermanas de los que partían, que habían visto partir anteriormente a sus maridos e hijos mayores. Agitaban las manos al aire al tiempo que transcurrían los vagones. Mateo las contemplaba sintiendo cierta envidia de sus compañeros, a él nadie lo despedía y se preguntó cómo seguirían sus padres, y Pilar y las niñas.

Les llegaban voces inconexas, ahogadas por el ruido del tren, pero que eran fáciles de adivinar:

-¡Adiós, hijo mío! ¡Adiós!

-¡…mano! ¡C…date!

-¡…teo!

¿Habían dicho su nombre?

Mateo asomó la cabeza todo lo que pudo, pero no reconoció a nadie, el tren iba ya demasiado deprisa y quien fuera que había hablado quedaba ya muy detrás. Pronto desaparecieron todos en la lejanía.

Algunos compañeros tenían los ojos brillantes y, por algún motivo, quizá por la soledad que sentía en aquel momento aún estando rodeado de amigos por que sus familiares habían ido a despedirlos, se hizo la ilusión de que aquella voz había sido la de Rosa o acaso la de Luz, que arriesgándose había abandonado su refugio para despedirle.

***

El capitán leía las órdenes de Líster mientras los soldados se miraban los unos a los otros. Pedro frunció el entrecejo cada vez más convencido de que la única manera  de salir de aquel infierno era desertando, porque tras la creación del SIM, el Servicio de Inteligencia Militar, la represión contra los desafectos se había incrementado; todo aquel civil que se expresara en términos derrotistas era considerado aliado del enemigo, un quintacolumnista, que debía ser fusilado. Hasta la «Gaceta Republicana» había publicado en enero un listado para la depuración de personas desafectas a la República. Ahora le llegaba el turno al Ejército.

Dio un puntapié a una rata que pasaba en aquel momento por su lado, pagando ella su frustración. Las ratas que acompañaban a todos los ejércitos, que entraban en las casas y graneros de los pueblos abandonados, refugiándose entre los escombros y ruinas de los bombardeos, proliferando sin cesar, atacando los despojos de lo que antes fueron soldados; que saltaban las trincheras desalojadas, roían los correajes de cuero y hurgaban en las latas de conserva vacías, para después beber en las mismas charcas donde los soldados rellenaban sus cantimploras. Algunas, como aquella desvergonzada, se atrevían a vagar entre las tropas en busca de alimento.

-Dadas las circunstancias actuales –leía el capitán – y en vista de la negligencia que existe por parte de algunos individuos, advierto que todo soldado que abandone o pierda el fusil será pasado por las armas. Nadie podrá decir que sus fuerzas están copadas, rodeadas o perdidas, pues ello demuestra poca vigilancia y desconfianza en la victoria, a más de desmoralización de fuerzas, siendo severa y enérgicamente castigado quien pronuncie tales palabras…

Ninguno osaba abrir la boca, pero todos se preguntaban precisamente lo que amenazaba Líster, ¿cuándo iba a terminar la guerra?

***

Franco concentró la mayor parte de su aviación, tanto la italiana Legionaria como la alemana de la Legión Cóndor. En total más de 300 aparatos. También concentró la artillería como nunca antes se había hecho en España.

***

Mateo se llevó los nudillos de la mano derecha formando el puño a la sien saludando al teniente que pasaba. Hacía diez minutos que habían llegado al frente, mal pertrechados y peor entrenados. Al menos, él sabía disparar gracias a su padre.

Tras dejar el macuto salió con sus amigos aprovechando que en aquellos momentos había tranquilidad. Se detuvo en un poste; había un bando escrito sobre los desertores. Se dispondrá la detención de  los familiares en primer grado del desertor, leyó. Lo firmaba el coronel jefe del Estado Mayor. El bando era una completa amenaza hacia los desertores, en la que les notificaba que su familia pagaría su felonía. Uno de sus familiares masculinos en primer grado ocuparía su puesto en el combate; el resto sería incorporado a trabajos de fortificación –un eufemismo de trabajos forzados -; las mujeres quedarían detenidas.

-¿Dónde nos han adjudicado? –preguntó Jordi.

-XV Cuerpo de Ejército, 42 División, Brigada 226 –respondió.

-Te lo sabes de memoria –dijo Joaquín.

-No me gustaría perderme, hay demasiado gente.

-Tenemos suerte. El mando es el coronel Tagüeña. Con Líster estaríamos peor.

-¿Líster está aquí? –preguntó Mateo.

-Sí, ¿lo conoces?

-Claro que no, pero la última vez que vi a mi cuñado se incorporaba a sus tropas.

Si tuviera tiempo debería ir a ver si lo localizaba. Saber que estaba allí lo reconfortaba parcialmente.

-Hay otro letrero detrás del poste –dijo Jordi -. Vigilancia, fortificación y resistencia. Lo firman Líster y Tagüeña.

-Otro más. Resistir es vencer. Negrín, parece que pone. El nombre está medio borrado.

-Debe de haber bastantes deserciones –repuso Mateo releyendo el primer bando -, para que pongan algo así.

-En el tren, mientras veníamos, oí aun sargento comentar a otro que había recibido órdenes escritas de fusilar a los oficiales que dispusieran la retirada sin órdenes escritas de sus superiores y, por lo que decían, ya habían fusilado a soldados que emprendieron huidas desordenadas.

-A soldados, no a oficiales –señaló el detalle Mateo.

A ninguno les hizo gracia.

-Bienvenidos al matadero –saludó un veterano no faltándole razón, porque aquella batalla se estaba realizando bajo inspiración soviética, puesto que la alta dirección estratégica de Rojo estaba supeditada al consejo, por no decir órdenes, de generales rusos. Éstos, como Franco, querían diezmar al enemigo. Era la batalla decisiva, quien la perdiera perdería la guerra.

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