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16
diciembre
El soplo del vendaval (35)

CAPÍTULO XXXV

Parecía más jovencito de lo que en realidad era. A pesar de estar más cerca de los 16 años que de los 15 su rostro tenía aspecto de no tener más de 13, aquello y el hecho de que todavía no había dado el estirón de la pubertad hacía que todos creyeran que era más crío de lo real, algo en lo que ayudaba su voz pues, aun estando rota, contenía un tono suave más propio de niño que de adulto, y que daba el pego a todos aquellos que no lo hubieran conocido de antemano. Mateo se aprovechó de esta circunstancia.

Durante el trayecto a Barcelona, mezclado con otros refugiados, cada vez más numerosos desde que dejó atrás Valdeltormo, había visto a los soldados de las poblaciones animar a chicos de su edad para que se alistaran voluntarios. Obedecían órdenes; el Gobierno republicano necesitaba reponer urgentemente las tropas destruidas o diseminadas por la batalla de Teruel y el desmoronamiento del frente.

Al principio le preocupó ir solo, pero pronto descubrió que no era el único muchacho solitario entre los refugiados. Todos con historias parecidas a la suya y aún peores. Por la edad y similitud de circunstancias no tardaron en formar una piña, y Mateo, mal pensado, se basó en las historias de unos y otros para elaborar una vida ficticia por si le interrogaban.

Muchos refugiados no se detendrían en Barcelona, querían pasar a Francia porque veían la victoria de Franco y no querían caer en sus redes. Era algo que no había pensado; él iba a Barcelona para no tener que cruzar la línea del frente, no porque tuviera miedo al ejército fascista, pero una vez allí, ¿qué pasaría?

En su infancia había sido un niño sensible, afectuoso, vulnerable, sincero, a quien le gustaba la música y, de haber leído alguna, sin  duda la poesía. Le encantaban los animales, por lo que siempre disfrutó cuando iba con el ganado.

La combinación de la guerra con el crecimiento había provocado un cambio en el muchacho. Su aspecto tranquilo ocultaba ahora una fuerte determinación, sabiendo reaccionar con pasión y firmeza. Una determinación que había heredado de Orosia, mientras que de Jesús era la mente analítica, compartiendo con su hermano ser oportunista, algo que habría ignorado siempre de no verse obligado a abandonar el refugio de su casa y buscarse la vida en un mundo en guerra. Calculador, inteligente y difícil de engañar, descubrió que sabía mostrarse seductor para conseguir favores. Su aspecto todavía demasiado infantil, su dulzura y aparente corazón bondadoso conseguían que mucha gente, entre los refugiados, quisieran ayudarle, por lo que en ningún momento le faltó comida.

El muchacho que llegó a Falset tenía poco del que salió de la masía de sus padres. Había ganado en seguridad, en autoconfianza y en pillería. No había cambiado en lo sociable, aunque se había vuelto más circunspecto frente a los desconocidos, observando, oyendo y analizando todo lo que absorbía por sus sentidos antes de hablar.

A partir de Reus comenzaron a haber controles, cada vez más rigurosos. Registraban las maletas, bolsos y el contenido de los grandes pañolones anudados que llevaban sobre los hombros. Exigían la documentación; si alguno no la tenía, quedaba preso.

Corría el rumor que, mezclados entre los refugiados, intentaban infiltrarse quintacolumnistas de Franco para realizar sabotajes.

Mateo decidió abandonar el grupo de refugiados e intentar la aventura en solitario el día que apresaron a uno y le dispararon en la nuca sin contemplaciones a la vista de todos. Lo realizó durante la noche para que nadie se diera cuenta; no quería correr riesgos, puesto que al muerto lo habían acusado arbitrariamente, sin pruebas, de ser un fascista sólo por no llevar la documentación.

Mateo se perdió en la oscuridad monte a través y estuvo andando más de tres horas antes de detenerse a dormir. Con los ojos cerrados, mientras se dejaba llevar por el sueño, lo último que pensó fue si había hecho bien separándose del grupo, si no se habría dejado dominar por el miedo.

Al amanecer meditó el camino a seguir. Desde donde estaba podía ver el mar. Había ocurrido todo en un control después de pasar Tarragona, cuando nadie lo esperaba. Quizá lo más prudente sería ir hacia el interior, pero también sería la manera más fácil de extraviarse, mientras que si seguía la costa terminaría llegando a Barcelona. Se decidió por esto último, pero no bajó a la carretera sino que siguió por las colinas a través de bosques ricos en carrascales, pinos, sabinas y garrigas, alimentándose de hierbas que conocía y poniendo trampas para conejos al caer la tarde, comprobando si había caído alguno al amanecer, torciendo el gesto resignado porque casi siempre la trampa estaba vacía. Pero si cazaba alguno lo remataba con un certero golpe detrás de las orejas, como había visto hacer siempre en casa. Luego, lo colgaba de una rama, realizaba unos cortes con la navaja a la altura de las patas y empezaba a tirar de la piel despellejándolo para después abrir el vientre con una incisión y vaciarle las tripas. Finalmente lo asaba todo, porque la carne asada duraba un poco más que la cruda antes echarse a perder, y ya no comía otra cosa hasta que no lo hubiera devorado completamente.

En una ocasión se tropezó con un jabalí y, aunque consiguió escapar,  sus pantalones no pudieron decir lo mismo, su pierna tampoco, pero aquella herida no era nada de lo que podía haber sido si el jabalí lo engancha bien o él no hubiera podido subirse a un alcornoque en el último momento.

Cuando el animal se fue comprobó la herida. Había tenido suerte de que la pernera fuera ancha, con lo que el colmillo sólo había provocado un corte superficial que, con todo, precisaba sutura. Fue peor el golpe de la voltereta cuando lo cogió y suerte tuvo que cayó al otro lado de un tronco caído, el cual le permitió esquivar el siguiente ataque y subirse al árbol.

El ritmo de sus pasos se ralentizó por la herida. El dolor le hacía cojear, una cojera que aumentó a medida que pasaban las horas.

La vegetación había cambiado, había más matorrales que oscilaban entre el metro y los tres metros de altura. Dominaban ahora la carrasca y el lentisco junto con el palmito y el carrizo cada vez más abundantes. En cambio los animales parecían más escasos, veía roqueros rojos, collalbas; en ocasiones algún águila perdicera, aves todas imposibles de cazar. También había visto culebras y una víbora hocicuda. En cambio los conejos escaseaban, lo último que había caído en la trampa dos días atrás fue un lagarto, que en su pueblo llamaban esfardacho, y que tuvo el mismo destino que los conejos.

Se detuvo un momento para descansar; enfrente veía unas montañas más elevadas. Las contempló con desaliento; acaso no tuviera más remedio que ir por la carretera para cruzarlas, lo que significaba controles. Una cuadrilla de aviones venía desde el mar, los siguió con la vista hasta que desaparecieron, se preguntó hacia dónde irían. Sin ánimo comenzó a caminar hacia las montañas de Garraf.

***

Entre el palomar y el tejado había un hueco casi imperceptible desde el suelo. Alguien debía haber dicho al guardia civil dónde buscar, porque fue directamente allí.

Al pie del corral su compañero tenía encañonada a la familia.

-Aquí está.

Jesús miró hacia arriba al oír la voz. El guardia sacaba del agujero una pistola. Desvió la vista a Orosia. Ambos pensaban lo mismo, alguien había escondido al arma allí y luego los había denunciado. ¿El mismo que había delatado a Julián y Pedro?

-¿No tiene nada que decir? –preguntó el guardia civil después de descender, mostrando el arma a Jesús, un revólver S&W, que había sido nuevo en la Guerra de Cuba, visiblemente oxidado.

-Sí, que no es mío.

-Ya –con sorna -. Acompáñenos.

La despedida fue escueta. Jesús no quiso alargarla, sería peor, más sentimental, más lloros. Orosia contribuyó mostrándose digna, aunque en su fuero interno maldecía al malparido del delator.

No fue el único denunciado. Ahora que mandaban los nacionales comenzaban las venganzas. Todos los del Comité que no pudieron escapar, fueron apresados; y junto a los pecadores, muchos inocentes cuyo único delito era ser de izquierdas, denunciados por la versión fascista del delator anarquista del 36. Sin embargo, esta vez existía una diferencia: Franco había prohibido los fusilamientos indiscriminados de principios de la guerra. Ahora, primero era necesario someterlos a juicio.

Todos fueron enviados a Campos de Concentración. Unos a Fuentes de Ebro; Jesús con algunos otros al Campo de Maella e incorporados a un Batallón de Trabajo.

El campo de prisioneros podía ser peor de lo que era, dependiendo mucho de los carceleros. Algunos sentían verdadero odio hacia los presos, otros deseaban revancha, otros se limitaban a cumplir por ser su obligación. Los presos en cambio eran dóciles, bien porque vieran la guerra perdida, o bien por los castigos y palizas que no eran infrecuentes. El trabajo era de doce horas diarias y la comida consistía en sopas que era imposible saber de qué eran, con un trozo de pan negro seco que algunos  troceaban para echar a la sopa y darle algo de consistencia.

A medida que pasaban los días Jesús iba recordando su infancia, las condiciones laborales eran las mismas, poca comida y mucho trabajo – aquí, a pico y pala – que había de cumplirse a rajatabla si no querían represalias. Jesús vio a uno de su pueblo cargarse a otro a la espalda, porque estaba imposibilitado por un cuadro agudo de reumatismo generalizado, y llevarlo al campo de trabajo evitando que lo torturaran. Aunque lo peor no eran las amenazas, las agresiones, el exceso de trabajo o el escaso rancho. No. Lo peor eran los piojos.

***

Barcelona era enorme. Nunca creyó que pudiera ser tan grande ni tan densamente poblada; hacinada a sus ojos acostumbrados a los tres mil habitantes de su pueblo. Se preguntó cómo podían respirar con la atmósfera tan viciada.

Mateo no podía apartar la vista de los edificios derruidos a medida que caminaba. Barcelona había recibido un duro castigo con los bombardeos. Por los comentarios que oía entre los barceloneses no sólo había sido fuertemente bombardeada por las mismas fechas en que los fascistas tomaron su pueblo sino que también después había sufrido alguno que otro de forma aislada, aunque la frecuencia comenzaba a incrementarse nuevamente. Aquello creaba un problema. La ciudad acogía más de 400.000 refugiados, cada vez eran más numerosos pues seguían acudiendo sin interrupción. Escaseaban alimentos, faltaban espacios donde alojarlos y los médicos se desesperaban temiendo la aparición de alguna epidemia. Los heridos llegaban sin cesar del frente y se carecía de camas libres en los hospitales, los cuales eran ya insuficientes. Con todo, el espíritu no había sido quebrantado y aquí había una tienda de ropa abierta; allí, una carnicería; otra de ultramarinos más allá. Los antiguos carteles de la CNT y FAI, arrancados y sustituidos por enormes retratos de Stalin; la droguería reponía los productos saqueados por la turba, y en todas partes maldiciones mezcladas  con buen humor y algunas bromas que arrancaban carcajadas, pero también encontró rostros crispados, cenicientos en aquellos que habían perdido seres queridos.

La casa de Rosa era un edificio antiguo en una calleja estrecha empedrada, maloliente y a la que apenas llegaba el sol cuando tendían la colada, que era lo habitual, pues siempre había ventanas con ropa a secar.

El patio interior, en semipenumbra, tenía una hilera de buzones a la derecha.

Mateo tuvo que forzar la vista, a pesar de haber dejado la puerta de la calle abierta, para leer el nombre de los inquilinos.

Quinto piso. 4º A.

Caminó cojeando hasta la escalera; a pesar de que había tenido cuidado, la herida había terminado infectándose.

¡Cinco pisos!

Apoyó las manos en la barandilla. Apretó los dientes al cargar el peso en la pierna herida.

Las escaleras ascendían en una espiral, sin llegar a caracol, con los peldaños estrechos y empinados. En cada piso se extendía un largo pasillo con puertas laterales, al término del cual continuaba la escalera.

Encontró una luz que iluminó el edificio con una bombilla de 5 bujías, en un tono amarillento y pobre, más un estorbo que utilidad porque la sombra que proyectaba su cuerpo no dejaba ver los escalones en los que ponía el pie.

A partir del tercer piso la pierna comenzó a fallarle peligrosamente al apoyar el peso, por lo que tenía que cargarlo en las manos y al barandado, rezando para que éste estuviera bien sujeto.

El quinto piso tenía la bombilla fundida.

Murmuró un improperio.

Cojeó por el pasillo palpando las paredes y contando las puertas. Debía ser la cuarta, se dijo, pero ¿el a cuál era? ¿derecha o izquierda?

-¿Dónde estás? –murmuró al timbre, palpando la pared.

Al final golpeó la puerta con el puño.

No acudió nadie, pero su fino oído de pastor captó un pequeño ruido en el interior.

Golpeó más intensamente.

Abrió la puerta una mujer de aspecto alarmado, que miró a ambos lados del pasillo antes de concentrarse en él. Un muchacho que estaba solo, con la boca abierta. La expresión de la mujer cambio a irritada.

Era una matrona de más de cincuenta años, que no aparentaba su edad, con un hermoso cabello leonado y unas facciones todavía tersas y sugerentes. De joven debió ser muy hermosa, pensó Mateo, porque seguía siendo atractiva.

-¿Se puede saber qué quieres?

Mateo consiguió cerrar la boca.

-¿Es usted…? –la voz se salió con un gallo. Carraspeó -. ¿Es usted Rosa Grau?

-¿No sabes leer?

Señalaba una plaquita rectangular. Mateo la había palpado con los dedos en la oscuridad sin saber qué era. Rosa Grau. Costurera, leyó. Enrojeció dándose cuenta que no había causado buena impresión.

-Me llamo Mateo. Soy hijo de Jesús Gáñez.

Los ojos de Rosa se dilataron. Lo hizo pasar rápidamente cerrando la puerta tras él.

-Ponte ahí, a la luz.

Mateo se puso al lado de una ventana con una gasa semitransparente.

Rosa se daba cuenta que pecaba de desconfiada, pero se decía que los comunistas empleaban toda clase de argucias para descubrir anarquistas fugitivos, aunque ¿qué posibilidades tenían de conocer su relación de Jesús, después de tantos años?

Mateo tuvo la sensación de que aquella mujer lo desnudaba con los ojos, pero no se atrevió a abrir la boca.

Era un chico muy delgado, fue lo primero que pensó Rosa, de unos 13 años, estatura algo más de la media, rostro afilado, aspecto enfermizo, nariz ligeramente respingona, ojos inteligentes con un brillo febril; el iris, de ámbar; las cejas, delgadas pero pobladas, fruncidas en aquellos momentos dándole una expresión intrigada, que le recordó vagamente a Jesús. La ropa, quizá por su extrema delgadez, se le veía grande, con un pantalón negro de pana gruesa, sujeto con una cuerda a modo de cinturón. Tenía las perneras dobladas para no rastrearlas, por las que asomaban unas alpargatas desgastadas y rotas.

Quizá la camisa, sucia y con un enorme siete en la manga, que mal disimulaba al llevarla remangada fuera suya, pero en absoluto el pantalón.

-Así que Mateo.

-Sí, señora.

-¿Cómo has llegado aquí?

-Preguntando –respondió sin pensar -. Quiero decir, que padre me dio su dirección, porque no teníamos las señas de Tomás y, bueno, como no conozco Barcelona he ido preguntando por esta dirección.

-¿A quién?

-Pues a la gente.

-Ya, pero ¿qué gente? ¿La Guardia de Asalto?

-No, a esos no.

Después de estar eludiendo las patrullas no iba a ser tan necio de preguntar a los guardias.

-Menos mal –suspiró Rosa.

-¿Pasa algo con ellos?

-¿Qué sabes de la situación de Barcelona?

-Nada, pero diría que la gente tiene miedo. He visto a muchos esquivar a la guardia, así que me ha parecido  prudente apartarme de ella.

Sus tripas rugieron, enrojeció.

-Perdón –musitó.

-¿Cuánto hace que no has comido?

-La última vez hace tres días, cuando encontré un muerto que tenía un currusco seco en el bolsillo. Me quedé con el pan y los pantalones.

Lo dijo con total naturalidad. Rosa maldijo aquella guerra que creaba aquella familiaridad con la muerte.

-Sígueme, te daré algo, y de paso cuéntame qué te ha traído a Barcelona. ¡Puedes salir!

-¿Adónde, señora?

-Se refiere a mí –sonó una voz a su espalda.

Mateo soltó una exclamación de susto al tiempo que se giraba, tropezó, se agarró a… ningún sitio, no halló nada. Cayó con estrépito al suelo sobre la pierna herida. Se quejó dolorosamente.

-¡Ay, pobrecito! ¿Te has hecho daño?

Mateo había palidecido aún más y el sudor inundó su frente.

-¡La pierna! –gimió.

Enrojeció cuando Rosa le bajó el pantalón. Tenía el muslo derecho inflamado y enrojecido.

-Esta herida está infectada. ¿Cómo te la hiciste?

Mateo lo explicó mientras Rosa se la lavaba frotándola bien con jabón Lagarto, e interrumpiendo la narración cada vez que apretaba los dientes para no quejarse del dolor que le provocaba.

Luz preparaba algo de comida.

-Bueno, esto ya no lo puedo limpiar más. En cuanto comas te llevaré al médico. Lo ideal sería que viniera él, para que no tuvieras que caminar, pero no puedo arriesgarme con Luz.

-Escuche, no quiero ser una carga.

-No digas sandeces.

-Mi padre…

-Tu padre haría lo mismo que yo.

-Y eres mi cuñadito. No voy a dejarte solo en la calle.

-Te agradecería que no usaras el diminutivo. Tengo dieciséis años.

-Todavía no, los cumples el mes que viene, pero te entiendo. Te crees un hombre. Esta maldita guerra os hace crecer muy deprisa.

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