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02
diciembre
El soplo del vendaval (34)

CAPÍTULO XXXIV

Luz aprovechaba los bombardeos para salir de casa. Había tanta confusión de gente corriendo a los refugios que estaban en Pueblo Seco, plaza de Cataluña, Gracia o incluso hacia las estaciones subterráneas del Metro si no tenían tiempo de llegar a los mil existentes en la ciudad, que se sentía segura. Era deprimente pasar día tras día encerrada entre cuatro paredes sin más conversación que con su madre, desconfiando de todo el mundo y escondiéndose al menor ruido en la puerta. Era una delicia salir a la calle aunque fuera bajo las bombas; algo ilusorio no obstante, pues en realidad salía de un escondrijo para guarecerse en otro, pero allí al menos no estaba sola.

A una docena de metros bajo tierra, después de recorrer las entradas en zigzag diseñadas para protegerlos de la onda expansiva, se reunía con doscientas personas sentadas en bancos de madera, que se iluminaban con velas, charlaban, cotilleaban y rompían su rutina sin que nadie se preocupara de quién era.

Las condiciones del refugio eran paupérrimas. Luz ignoraba si los otros eran como aquel comentó a Rosa.

-He oído que algunos disponen de enfermería para tratar a los heridos –respondió el anciano que tenía sentado a su derecha, arrugado como una tortuga, desdentado y lentes de pinza.

-Será el de los ricos –respondió una mujer.

-No hay ricos ahora, camarada.

Pues los granujas del Gobierno, pensó la susodicha sin atreverse a decirlo en voz alta por miedo a quien la escuchara.

No era así el que les había tocado en suerte, en donde se mezclaban los heridos con los sanos, el mal olor, la humedad, el continuo y molesto ruido de las gotas de agua cayendo del techo o deslizándose por las paredes a causa de una cañería rota que el Ayuntamiento parecía no querer arreglar, pues llevaban meses así. Sin embargo, se sentían seguros y a salvo aislados de lo que ocurría en el exterior, apretándose unos contra otros al oír explotar las bombas.

Luego invariablemente volvían a sus domicilios mientras oían que el bombardeo se había concentrado en tal o cual sitio, generalmente objetivos militares aunque en una ocasión habían bombardeado edificios civiles. Eran ataques que no duraban mucho y ocurrían en un momento determinado, algo que se había convertido en rutinario hasta el punto que los barceloneses habían aprendido a convivir con los ataques aéreos igual que estaban acostumbrados a las tormentas, con lo que pasado el momento volvían a sus quehaceres diarios como si allí no pasara nada.

Ninguno sospechó que la noche del 16 de marzo sería diferente. Las sirenas de alarma sonaron sobre las diez. Acudieron diligentemente a los refugios, y salían al exterior para regresar a sus casas siguiendo la costumbre cuando las alarmas volvieron a sonar. Hubo un momento de desconcierto, unos querían volver precipitadamente al refugio tropezando con los que salían y creando tapón; otros dudaban, la sirena había sonado indicando el fin del ataque, ¿por qué volvía a sonar? La confusión y la obstrucción hicieron que muchos estuvieran en la calle cuando comenzaron a caer las bombas.

Ya todos corrieron hacia dentro atascando aún más el pasillo pues los que estaban más adentro aún no sabían lo que ocurría fuera. ¡Bombas! Fue el grito de los que luchaban por entrar. Tras no pocas peripecias la corriente humana terminó fluyendo hacia el interior. Rosa y Luz pudieron entrar indemnes. Y entonces algunos volvieron a salir, arrepentidos de haber pensado únicamente en ellos, dejándose dominar por el instinto de supervivencia, para recoger heridos sin importarles ahora su propia seguridad; otros rezaban mezclándose sus voces con los lamentos y quejidos de los heridos cada vez más numerosos.

-Mamá, tengo miedo –gimió quejumbroso un niño de nueve años; la cabeza en el regazo de su madre, tapándose los oídos con las manos.

Luz tan consternada como temerosa se decidió a echar una mano y su gesto contagió a Rosa. Rasgaban enaguas, blusas e incluso faldas para elaborar improvisados vendajes, mientras otros distribuían a los heridos a lo largo del túnel, utilizando los bancos como camastros, y finalmente el frío suelo.

-¿No hay un médico por ahí? -gritó un voz.

No lo había, al menos nadie se identificó como tal, pero sí estaban los espabilados de turno que gritaban lo que había que hacer, se contradecían entre sí, discutían, se quitaban autoridad y en definitiva no hacían nada de provecho salvo estorbar y colgarse medallas una vez finalizara todo. Otros, en cambio, se limitaban a trabajar en silencio sin perder el tiempo, haciendo lo que creían que era mejor.

Ahora estaban hacinados, los heridos necesitaban más espacio al estar tendidos, haciendo al refugio más estrecho y la angustia de asfixia más apremiante. A los gemidos de dolor se unían los llantos de los niños, gritos, voces de consuelo de madres con sus hijos de pecho en brazos.

Les sorprendió el amanecer en el refugio. No hubo más ataques después del segundo, pero casi ninguno quiso abandonarlo hasta que el último de los heridos fue evacuado por los sanitarios para llevarlos a los hospitales.

El sol lucía pálido mientras regresaban a sus domicilios. Un nuevo bombardeo había pasado, peor que los anteriores, pero así era la guerra, ahora tocaba reemprender la labor diaria.

Fue Benito Mussolini quien ordenó personalmente destruir Barcelona, machacarla fueron sus palabras, machacarla poco a poco. Franco no sabía nada.

Los S-81 y Savoia S-79 de la Aviación Legionaria italiana tenían tres bases en las Baleares y actuaban con total independencia. Para cumplir la orden del Duce emplearon el bombardeo de saturación con una estrategia nueva.

Tras el ataque nocturno la noche del 16 y con sus víctimas confiadas de que había finalizado, volvieron a bombardear. Esta vez los aviones italianos pasaban en una cadena ininterrumpida a intervalos de tres horas, a veces más a veces menos, hasta el extremo que los barceloneses ya no sabían si las sirenas anunciaban un nuevo ataque o el fin de la incursión.

Bombardeaban el centro de la ciudad, las Ramblas, la Diagonal, la plaza de Cataluña, los barrios residenciales, los obreros del casco viejo, los más densamente habitados. No había ningún objetivo militar, únicamente civil, bombardeando de una forma totalmente indiscriminada, buscando crear terror inmediato entre la población destruyendo continuamente la ciudad, sometiéndolos a una pesadilla de la que no pudieran despertar.

Y lo consiguieron.

Aquel día 17 de marzo muchos intentaron huir de la ciudad aprovechando un intervalo, ni siquiera fueron ya a los refugios cuando volvieron a atacar, sólo querían abandonar la ciudad condal, ciegos de pánico, corriendo por las calles al tiempo que caían las bombas.

Luz llevaba un colchón sobre sus hombros igual que Rosa, igual que muchos, otros los llevaban encima de los automóviles, camiones y carros en la burda creencia de que los protegerían de la metralla, cascotes y cristales. Pero no fue así, porque cuando observaron aquel gentío en las calles, obstruyéndolas en ocasiones, los italianos cambiaron las bombas para las siguientes oleadas. Ahora eran de tipo experimental, entre 50 y 100 kilos, de poca penetración pero gran fuerza expansiva, que descendían en caída libre acribillando al explotar a todos los que sorprendían en las vías públicas.

Ya todos corrían aterrorizados, sin control, pisoteándose en las estrechas callejuelas, abandonando enseres y automóviles por el embotellamiento. Luz había arrojado el colchón, destrozado y agujereado por esquirlas y cristales rotos convertidos en peligrosa metralla, y cogido de la mano a su madre para no separarse en la loca huida hacia las afueras entremedio de la marabunta, pero terminaron desviándose al tropezar con un grupo armado que aprovechaba el desconcierto para asaltar las tiendas cerradas y saquearlas. Encontraron un refugio. ¡Esto es mejor que nada!, dijo Luz a Rosa; era imposible salir de aquel infierno, pero por mucho que llamaron y forcejearon nadie abrió la puerta. Siguieron huyendo.

Una bomba cayó en un camión militar que transportaba dinamita en el cruce de la calle Balmes con la Gran Vía. La explosión fue tremenda, murieron todos los soldados del camión y los transeúntes que corrían huyendo por los alrededores.

El grito de que los fascistas habían utilizado una superbomba se extendió rápidamente por Barcelona y el éxodo se incrementó, se aceleró y varios murieron arrollados por aquella manada de gente en estampida.

Franco se enfureció cuando tuvo noticia de lo que ocurría; ¡yo no he ordenado este ataque!, chilló con su vocecita aflautada y simplona. Paseó hosco por la habitación meditando; el rostro, crispado. Lo hecho, hecho estaba, ya no tenía remedio, ahora se trataba de sacar el mayor partido a la situación, que aquellos pobres civiles sacrificados no hubieran muerto en vano. Había que pensarlo muy bien, y tan bien lo pensó que tardó dos días en decidirse. El 19 ordenó tajantemente que terminaran los bombardeos, porque no hacían más que crearle complicaciones con las potencias extranjeras; habían finalizado el 18. No obstante, para contento de Franco, los italianos obedecieron y desplazaron los ataques a Granollers y otras poblaciones catalanas, y a la costa levantina.

Luz y Rosa se sorprendieron que sus casa siguiera en pie, ilesa como ellas salvo algunos rasguñotes. Habían sido unos quinientos edificios los alcanzados por las bombas, más de cien las calles afectadas, los muertos superaban el millar y los heridos los doblaban.

***

Teresa Gotmar Orís tenía 46 años aunque aparentaba diez más y no porque tuviera más arrugas de las correspondientes sino porque desde su adolescencia ‒ tan pronto se convenció que el silencio de su novio era porque había muerto en la guerra de África ‒ comenzó a vestir de luto peinándose recatadamente. Siempre vestida de negro había abandonado todas las actividades propias de una muchacha de su edad, encerrándose en sí misma y centrándose en su trabajo que era la cocina. A los dieciséis años se había enterrado en vida y de nada sirvieron los intentos de los condes de Banyes, sus compañeros y hermano para que reaccionara.

Durante treinta años su mundo se redujo a las perolas, rezos y misas por el alma difunta de su novio, al tiempo que su carácter, ya fuera por la soledad que sentía, la amargura o el dolor no compartido, se agriaba.

Lo que no pudo nadie lo pudieron los hijos de los condes de Banyes. A medida que nacían y crecían les fue dedicando el cariño que no había podido dar a los suyos. Nunca les faltó una sonrisa, un gesto afectuoso ni un bizcocho si se lo pedían ante la desesperación de Mademoiselle, que veía cómo sus intentos de educarlos los malograba la mal crianza de la cocinera, quien los tenía como de su sangre sintiendo especial predilección por el más pequeño, simpático e inocentemente revoltoso. De ahí que se alarmara cuando su aprendiza acudiera con su novio a advertirles del peligro anarquista. Sin embargo, la verdadera conmoción no la provocó la advertencia sino el novio de Luz. Tenía un vago parecido con el suyo y cuando la muchacha lo llamó Tomás clavó sus ojos en él como atraídos por un imán. De pronto el vago parecido se convirtió en alarmante. ¿Sería su hijo? ¿Había sobrevivido y llevado otra vida sin ella?

El joven se sintió incómodo por la intensa mirada y se la devolvió.

-Perdone mi descaro –dijo Teresa -, pero me recuerda a alguien. ¿Cómo se llama su padre?

-Jesús –respondió Tomás diciéndose que su padre debió llevar una vida muy ajetreada en su juventud, para que lo conocieran hasta en Pedralbes.

Jesús. Su novio se había referido alguna vez a su hermano llamándolo así. De modo que aquel joven era sobrino, no hijo. Se sintió aliviada; por un instante el dolor de haber sido engañada se había incrustado en su alma.

Ya no le prestó más atención ni hizo otro comentario. Nunca había conocido a la familia de su novio y era absurdo iniciar las relaciones a estas alturas.

Por desgracia, los condes de Banyes hicieron caso omiso de la advertencia. Su propio hermano fue quien dirigió la cuadrilla que los apresó. Sabía que era ácrata y había tenido alguna discusión con él, pues el cariño que sentía por sus niños la posicionaba en el lado de los condes, pero nunca creyó que su hermano, el jardinero que cuidaba y engalanaba todo el recinto con hortensias, rosas, jazmines, gardenias, petunias, claveles, que creaba formas geométricas en un bello contraste con la hiedra que hacía crecer por las paredes del palacete, traicionara a quienes, en cierto modo, lo habían criado, pues llevaba trabajando para los condes de Banyes desde niño.

Ella misma refugió en su dormitorio a Mademoiselle y al pequeño Jacint, enfrentándose a su hermano en la puerta, el cual desistió al darse cuenta que tendría que apresarla también.

A disgusto y sin hablarle Renat sacó a su hermana, a Mademoiselle y al niño de Barcelona aquella misma noche, llevándolos a casa de los padres de ambos en Torelló. Fue un viaje tenso en el que ambos hermanos mantuvieron la cara de perro, Mademoiselle permaneció en un prudencial silencio y Jacint no se atrevía ni a respirar. Ignoraba qué había ocurrido con sus padres y hermanos, sólo había oído gritos y nadie le explicaba nada aunque las lágrimas de la institutriz eran harto elocuentes.

La casa de En Josep Gotmar era una antigua masía que había sido absorbida recientemente por el crecimiento de Torelló. Su abuelo era originario de L’Esquirol, uno de los que fue contratado por los patronos de Manlleu para hacer frente a la huelga y que aprovechó para echarse novia estableciéndose finalmente en Torelló.

Era En Josep Gotmar un hombre de 69 años, fornido, de intrínseca seriedad y arraigados sentimientos religiosos, un tradicionalista que siempre había creído que la libertad que predicaban y ofrecían los viejos carlistas, que conoció en su infancia, era más sólida que la que postulaban los liberales, porque estaba basada en las instituciones, costumbres y hábitos antiguos, los usatges de toda la vida, mientras que la concepción liberal de la libertad había sido destrozada por el socialismo.

No veía con buenos ojos las veleidades de su hijo menor con aquel socialismo libertario que torpedeaba sus más arraigadas creencias, y se reprochaba por ello haber permitido que Teresa y Renat hubieran ido a Barcelona a ganarse la vida, dado que la hacienda y propiedades eran del hijo mayor, l’hereu, el cual, para disgusto de En Josep, había resultado ser un balarrasa solterón, que había sido muerto recientemente en una reyerta todavía no bien aclarada, aunque En Josep estaba convencido que fue por su mala vida.

Doña Empar, su esposa diez años menor, era una mujer callada, que se había casado sin amarle pues la boda había sido concertada por los consuegros sin tener en cuenta los sentimientos de los jóvenes. Sin embargo, el matrimonio había funcionado, acaso debido a la intervención de la Moreneta.

No estàs ben casat, si no portes la dona a Montserrat –había sentenciado En Josep al día siguiente de la boda, y siguiendo la tradición realizaron el viaje nupcial a la montaña sagrada para ofrecer el ramo de la novia a la Patrona de Cataluña.

La realidad fue que ambos aceptaron su destino descubriendo que tenían muchas cosas en común, lo que facilitó que, junto al roce diario, terminara generándose cierto grado de cariño por la simple convivencia.

Sufrida e incansable, doña Teresa cocinaba para todos de la casa, hacía la limpieza, arreglaba la ropa, lavaba, cosía, planchaba, compraba y le quedaba tiempo para trabajar el huerto, mientras su marido cuidaba de los campos y arreglaba España en la taberna.

No menos religiosa que su marido se había escandalizado por todas las agresiones hacia el clero y quema de edificios religiosos desde que se instauró la República y rezaba por el alma de su hijo Renat convencida que tenía la condenación eterna en el Infierno por sus ideas políticas.

No hubo ningún reparo por parte del matrimonio en ocultar a Mademoiselle y al niño, quedándose también con ellos Teresa pues ya no tenía dónde ir. Renat regresó a Barcelona, su lugar estaba allí si querían instaurar la nueva libertad.

A cada porc li arriba son Sant Martí, pensó En Josep cuando meses después se presentó, nuevamente en horas intempestivas, Renat pidiendo refugio, esta vez para él por la persecución que sufrían los poumistas. Era el hijo pródigo que volvía a casa, se dijo doña Teresa.

Hasta aquel día nadie había registrado su casa buscando a Mademoiselle y a Jacint, pero sí lo hicieron los comunistas persiguiendo a Renat. Bajo la amenaza de las pistolas En Josep, doña Empar y Teresa los acompañaron por toda la casa.

En la cuadra Renat estaba envuelto con estiércol entre la burra y la pared, ocultando la cara con un romero suelto para poder respirar. Al lado, creyéndole escondido bajo un montón de romero aún verdes, recién descargados, los iban quitando de uno en uno arrojándolos sobre el fiemo facilitando su ocultamiento.

Al día siguiente sufrieron un nuevo registro pensando que, confiado, habría salido de su escondite. Mientras unos permanecían apostados en los tejados, armados con escopetas y fusiles por si lo veían huir, otros recorrían nuevamente las habitaciones y cuadra, clavando esta vez el estiércol con una horca de ganchos de hierro. Nuevamente el registro resultó infructuoso.

Por su parte, Mademoiselle y Jacint permanecían escondidos en el hueco que dejaban los cinco peldaños de la escalera que subía a la cocina, hueco muy estrecho en su boca de entrada por el que se introducían arrastrándose, y que el matrimonio ocultaba con par de piedras, un botijo y una tinaja de agua fresca.

Tras un tercer registro fracasado parecieron olvidarles hasta que comenzaron los bombardeos fascistas. Como represalia y en vista que no localizaban a los quintacolumnistas huidos al servicio de Franco, que eran los anarquistas, fue En Josep quien resultó preso, pero se equivocaron al creer que Renat se entregaría; Doña Empar no lo permitió, convencida que si su hijo se entregaba serían ambos muertos, mejor uno que dos. Además que el marido era el marido, pero el hijo era el hijo, no había elección posible.

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