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04
noviembre
El soplo del vendaval (30)

CAPÍTULO XXX

El 15 de mayo Largo Caballero presentó su dimisión presionado por los comunistas. Juan Negrín, médico de profesión, se convirtió en el nuevo Presidente del Gobierno apoyado por ellos. Como jefe de las fuerzas armadas republicanas las mujeres desaparecieron del frente; Delia se equivocó en un mes.

Con un gobierno entregado o vendido al comunismo, la ayuda de Stalin se incrementó, pero el armamento que enviaba no llegaba a las milicias anarquistas, que debían de seguir utilizando sus antiquísimos fusiles de guarnición de madera rajada, cerrojo trabado y cañón corroído que sólo servía como hierro viejo, teniendo que utilizar además aceite de oliva para lubricarlos, porque no tenían otro. Los beneficiados de las modernas armas rusas eran el nuevo Ejército que se estaba creando y las Brigadas Internacionales.

En Barcelona comenzaba a verse con recelo a los anarquistas, y todo aquel que llevara pantalones de pana corría el riesgo de ser acusado de serlo. Recelo que no existía en el frente. Allí, ante el peligro y las balas del enemigo, comunistas y anarquistas eran camaradas, la tropa que exponía sus vidas ignorantes de la lucha por el poder en la retaguardia. Allí las preocupaciones eran otras, eran las armas que quedaban inservibles por el barro, que se encasquillaban continuamente y se recalentaban; eran los cerrojos de los fusiles que estallaban; las granadas que llamaban imparciales, porque mataban tanto al enemigo como al que las lanzaba; era la escasez de botas, ropa, tabaco, jabón, velas, fósforos, aceite; los uniformes cayéndose a pedazos, descalzos o con albarcas; eran los piojos eternos en el cabello, en la entrepierna, en las costuras de la ropa y que no desaparecían con nada; eran el lodo, el frío, el compañerismo y hasta la confraternización con el enemigo, porque en Madrid, tras una serie de combates en la Ciudad Universitaria, ambos bandos acordaron una tregua para retirar sus bajas. Se juntaron en medio soldados republicanos y legionarios, se abrazaron, intercambiaron cigarrillos, descorcharon botellas, se ayudaron mutuamente a transportar a los heridos y muertos. Si por ellos hubiera sido, la guerra habría terminado en aquel momento.

En cambio, los cabecillas, los rufianes, los que querían medrar se quedaban en retaguardia, sin riesgos ni pasando penalidades. Aquí la camaradería no existía, imperaba la traición.

Tomás había oído alguna vez que la historia la escriben los cobardes, porque son los valientes los que mueren. No, la historia la escribían los hipócritas, los granujas y deshonestos que poseían el poder y manipulaban la información, que no exponían sus vidas, no por cobardía sino por ambición y codicia, y se atrevían a dirigir una nación bien resguardados en sus poltronas. Fueron ellos y no otros quienes, apoyándose en la GPU, la policía secreta rusa que ya mangoneaba al PSUC y al PCE, los que acusaron de espía y traidor al líder ácrata Andreu Nin, y con él todos los anarquistas fueron declarados enemigos del Frente Popular, peor aún, eran aliados de Franco.

No tardaron en estar las cárceles de Barcelona atiborradas de presos cenetistas y del POUM sin acusaciones previas y sin ser juzgados, al tiempo que confiscaban todas las posesiones poumistas, sus oficinas, puestos de libros, sanatorios, centros de Ayuda Roja… El Hotel Falcón fue convertido en cárcel por falta de espacio. En aquellas checas se torturaba a los nuevos presos para hacerles confesar, confesión que les conducía a la muerte. Si alguno negaba los hechos, la tortura proseguía hasta que lo hiciera, pero llegara a confesar o no era asesinado igual.

La persecución no se limitó a la ciudad. En Cerdanyola abandonaron en el cementerio a doce muchachos de las Juventudes Libertarias horriblemente mutilados, les habían sacado los ojos y cortado las lenguas. El Ayuntamiento de Castelldefels protestaba por los numerosos cadáveres que todas las noches la checa del castillo abandonaba en la carretera.

Quienes conseguían escapar se encontraban con que apresaban a sus esposas y a sus hijos, aunque fueran niños. Marcelo se entregó al enterarse que habían detenido a sus nietos de 7 y 10 años, nunca más se supo de él. Circulaban rumores de fusilamientos secretos en las cárceles. Nin fue asesinado después de ser torturado por agentes rusos; Camillo Bernieri, acribillado a balazos por un pelotón de doce hombres. Igual suerte corrieron otros líderes anarquistas extranjeros que habían venido a España como el austriaco Kurt Landau y el alemán Erwin Wolf, que había sido secretario personal de Trostky.

En la cárcel Modelo de Barcelona había tantos presos fascistas como antifascistas, la mayoría de estos últimos extranjeros de las Brigadas Internacionales. Los torturaban por llevar documentación falsa, por criticar los métodos del KOMINTERN, por ser aliados de Franco. Cruel ironía del Destino que les hizo venir a España a luchar contra el fascismo y ser asesinados a manos de sus correligionarios.

Tomás, precavido, consiguió huir, y Luz ya no estaba en su domicilio cuando fueron a buscarla, pero la joven se convirtió en un topo escondida en casa de su madre.

En pocos días reinó el terror en Barcelona, que se convirtió en una ciudad agobiada, en la que la sospecha, la delación, el odio y el recelo sustituyeron a la falta de alimentos. Nadie se atrevía a protestar porque las paredes oían y las denuncias sin fundamento por envidias, rencores y ajuste de cuentas eran suficientes para terminar con los huesos en la cárcel, en donde no dejaban ni la posibilidad de demostrar su inocencia, dado que no había juicios. Sólo por el hecho de que un combatiente hubiera luchado en las milicias del POUM era suficiente para terminar preso acusado de trotskismo y ser encerrado en celdas diminutas, unas cajas de zapatos de 2,5 metros de largo por 1,5 de ancho y 2 de alto, con las paredes alquitranadas y orientadas al sur para que los rayos solares las convirtieran en hornos; mal ventiladas, con camastros inclinados lateralmente que les impedían descansar y un metrónomo que destruía el sistema nervioso.

Mientras todo esto ocurría en Barcelona, el presidente vasco consumaba su traición a la República. Bilbao se rendía sin lucha y todas las industrias y potencial metalúrgico de Euskadi pasaban intactos a manos de los nacionales junto con 45 millones de cartuchos. Sin embargo, no fue algo que preocupara en exceso a Negrín, cuyo gobierno estaba ya totalmente en manos comunistas y cuya única preocupación era consolidar el Estado y el esfuerzo de la guerra. Para lo primero tenían que terminar con el último bastión anarquista, el Consejo de Aragón, que fue disuelto en agosto, desapareciendo también la Colectividad; las poblaciones que habían estado sometidas, respiraron. Para lo segundo militarizaron las milicias anarquistas absorbiéndolas dentro del nuevo ejército regular de la República, el Ejército Popular. De esta forma, las primitivas columnas se convirtieron en brigadas mixtas que se agruparon en divisiones. Las levas de reclutamiento sirvieron para crear nuevas unidades.

Con todos estos cambios que se estaban produciendo en el nuevo Ejército, Julián y Pedro terminaron en la misma división, aunque de entrada apenas se reconocieron. Al acudir directamente del frente, tras pasar meses en las trincheras, iban con las ropas hechas jirones, llenos de barro seco, sucios, barbudos y de aspecto facineroso y lamentable, aunque parezca mentira que ambos adjetivos puedan ir unidos.

***

Había dejado atrás hacía bastantes horas Arneguy en la región de Aquitania, el último pueblo francés antes de entrar en España, en el camino que pasando por Roncesvalles conducía a Pamplona. El legendario Roncesvalles, en donde la retaguardia de Carlomagno fue derrotada por los vascones vengando así la demolición de las murallas de Pamplona, matando a todos sus hombres incluido Roldán, sobrino de Carlomagno, que intentó romper su espada para que no cayera en manos enemigas, aunque se partió la roca antes que la espada. Si ocurrió aquí, en Roncesvalles, se preguntó Tomás, ¿por qué en Huesca está el Salto de Roldán y la Brecha de Roldán? ¿Dónde ocurrió realmente la batalla? No iba a ser él quien lo averiguara, así que pronto olvidó el tema mientras seguía caminando.

Entre el atardecer y el crepúsculo llegó a una venta que debió ser en tiempos casa señorial, pues conservaba una puerta de arco de medio punto y restos de un escudo erosionado por el clima y el tiempo hasta el extremo de no distinguirse sus rasgos. «Mesón Sancho Abarca», leyó con los últimos rayos solares. En los alrededores se veían formaciones rocosas que la creciente oscuridad no permitía vislumbrar bien, pero parecían artificiales como si en tiempos inmemoriales hubiera existido allí alguna aldea abandonada y en ruinas.

En el interior, en un amplio salón, las mesas estaban dispuestas de una forma que se le antojó anárquica diseminadas en toda su extensión, compartidas entre distintos comensales. En un rincón al lado de un armario y la cabeza apolillada de un oso del Pirineo en la pared, había otra mesa más pequeña, puesta allí para aprovechar la rinconera y ganar un cliente más. Estaba ocupada por un único joven; enfrente suyo, el plato de otro comensal y una silla vacía.

-Que aproveche –saludó Tomás – ¿Está la silla libre?

-Desde luego. El que la ocupaba ha terminado de cenar.

-¿Le importa que la ocupe?

-En absoluto.

Se contemplaron curiosos.

-Yo a usted lo conozco.

Era un muchacho bien parecido, de unos veinte años, cabello rubio oscuro y ojos castaños. El primer impulso de Tomás fue negar, pero lo desechó al instante.

-Sí, en efecto –reconoció.

-¡Tú eres el novio de Luz! –tuteó -. Ibas con ella cuando vino a advertirnos.

El pulso de Tomás se aceleró aunque conservó la compostura. Dio gracias a Dios porque Luz se empeñara que fuera desarmado y sin el pañuelo rojo al cuello.

-Lamento que no sirviera de nada.

-No fue culpa vuestra. Fueron mis padres los que no quisieron escuchar…

Se interrumpió cuando vino la camarera para recoger el plato sucio y poner cubiertos limpios.

-¿Qué va a ser?

-Sólo tienen un plato –informó Albert.

-Entonces, ese mismo.

Tomás la vio alejarse con un contoneo de caderas producto de una fractura mal curada.

-¿Cómo están las cosas por Barcelona?

-Cada vez peor. Ahora –mejor meterse en el papel desde un principio para ocultar sus ideales -, los rojos también se matan entre sí. Barcelona es hoy un inmenso matadero.

-Inocentes incluidos, como mi familia –suspiró Albert -. Tenían sus manías, pero no hacían daño a nadie.

-¿Acaso importa? Están matando a todos los que no piensan como ellos. Incluso los catalanistas se matan entre sí. Hay rumores de que militantes destacados de Estat Català intentaron negociar con Francia, Italia y hasta con Franco, para conseguir una Cataluña independiente. A cambio prometieron destituir a Companys y acabar con la revolución anarquista, pero el complot fue descubierto y los cabecillas asesinados.

-Sí, también yo lo he oído. Mi tío el cardenal tiene un buen sistema de información. Hubo una huida masiva de separatistas, incluso de ERC. Companys se quedó solo frente a los anarquistas y se alió con los comunistas.

-A servicio de Stalin. Han sido éstos los que han terminado con los anarquistas. Ahora Cataluña es un rehén de los comunistas como antes lo fue de los anarquistas, y Companys sigue como estaba, de figurante. Lo más que hace es firmar sentencias de muerte, aunque se pavonea como si el amo del cotarro fuera él.

-¿Cataluña? ¡Toda España!

-Sí, desde que está Negrín. El país se ha convertido en un vasallo de Moscú.

-Aún nos queda Franco –  respondió Albert, que nunca había pensado en política hasta el día que mataron a su familia. En realidad, nunca había pensado en nada que no hubiera sido divertirse como cualquier adolescente bien posicionado, derrochando alegremente una fortuna familiar que no había ganado con el sudor de su frente. Todo cambió tras el asesinato de su familia. Nunca se había planteado la catalanidad de sus padres, pero tras los acontecimientos la encontró fatua y hasta indeseable, pues se había convencido de que su familia seguiría viva si los gobernantes catalanes no hubieran sido separatistas, ya que no hubieran cedido el mando tan fácilmente si se hubieran mantenido fieles a la República, pero al anhelar la independencia necesitaron otros aliados.

En su evolución mental recordó a uno de sus bisabuelos, carlista y voluntario de Prim en la primera guerra de África. Había visto una foto suya de aquella época. Uniformado con la barretina y las espardenyes. Abanderado orgulloso portando la bandera española, le contó su abuelo, conquistaron la plaza de Tetuán a gritos de Espanya, Espanya!, mientras un grupo de voluntarios de Reus y Campo de Tarragona, levantaban un castell en medio del combate que les permitió superar la muralla e izar la enseña nacional en la torre más alta de la ciudad de Tetuán. También aquel hombre, por lo que había oído a su abuelo, fue catalanista, pero una catalanidad en la que España y Cataluña eran una, no exclusivista. Un hombre que sin duda ‒ se decía el muchacho ‒ habría abominado de la raza catalana que preconizaban algunos nacionalistas, los cuales se lamentaban de la descatalanización de Cataluña por culpa de los inmigrantes.

La camarera dejó enfrente de Tomás un plato en el que había una trucha abierta por la mitad con una loncha de jamón en su interior y un sofrito de cebolla, ajo y perejil.

-¿Sabes algo de tus hermanos?

Albert hizo un mohín.

-Intenté averiguar algo. Por eso me he demorado en la Riviera; intenté por los contactos de mi tío descubrir qué había sido de ellos. Sabía a ciencia cierta que mis padres y hermana habían sido asesinados, pero no sé qué ha sido de mis hermanos.

-Hay rumores –dijo Tomás intentando ayudar -, pero ninguna certeza. Luz intentó descubrir algo, os aprecia de verdad. Yo la ayudé.

Aquello era cierto. Luz se lo había pedido. Como le dijo la muchacha, él estaba en mejor situación que ella para saber la verdad. Así que, aprovechando su nuevo cargo después de regresar del frente, para contentarla, miró los registros, pero en ellos no había nada, cosa que no le extrañó, no interesaba que quedaran pruebas por lo que pudiera pasar. El resto de sus pesquisas también fueron infructuosas; los que intervinieron o estaban muertos o en el frente.

-¿Qué rumores?

-Que el más pequeño consiguió huir con la institutriz.

Mademoiselle. Es francesa, de un pueblecito cercano a Montpellier, Grabels, pero allí nadie tiene noticias de ella me dijo mi tío, que está al tanto del rumor.

-Quizá huyeran en otra dirección. Luz me dijo que la cocinera era de Torelló.

-Es cierto, ¿crees que…?

-No lo sé.

Sus indagaciones se limitaron a Barcelona, tampoco tenía mayor interés en lo que había ocurrido ni deseaba llamar la atención por querer saber demasiado.

Albert negó con desaliento en un movimiento de cabeza tan apolillado como la cabeza del oso de la pared.

-El hermano es del POUM. No creo que…

-¿El hermano?

-El jardinero.

-Mal asunto.

-Me temo que nos traicionó. Si es así, la ruta de Torelló no es viable.

-No pierdas la esperanza.

-No quiero perderla, pero tampoco quiero hacerme falsas ilusiones. En fin, ahora no puedo hacer nada. Tendré que esperar a que termine la guerra y entre tanto rezar para que Dios, en su Infinita Bondad, lo mantenga vivo.

Albert acabó de cenar, pero Tomás se dio cuenta que no tenía intención de abandonar la mesa, al contrario prosiguió la conversación; el joven tenía la necesidad imperiosa de hablar, llevaba mucho tiempo con todo aquello reconcomiéndole el alma y precisaba descargarlo en Tomás a pesar de que no lo conocía, que el único punto en común era que ambos conocían a Luz, pero había intentado salvar a su familia y había buscado a su hermano; suficiente para que lo viera como amigo.

Al término le preguntó si tenía dónde dormir, porque la venta estaba llena, ofreciéndole compartir la habitación. Tomás llevaba tantos días mal durmiendo a la intemperie que no hacía ascos a nada. Finalmente terminaron viajando juntos hacia Pamplona.

Albert quería alistarse en el recién creado Tercio de Requetés de Nuestra Señora de Montserrat siguiendo la tradición de su bisabuelo. Tomás no tenía tan claro con quién alistarse, pero desde luego no sería con los carlistas; el lema Dios, Patria y Rey no iba con él, aunque no fue esto lo que dijo para explicar que prefería otra unidad. Fue así cómo al llegar a Pamplona ambos nuevos amigos se separaron con un apretón de manos.

El Tercio de Requetés de Nuestra Señora de Montserrat era una pequeña unidad de voluntarios catalanes huidos de la zona republicana. Algunos eran monaguillos; otros, estudiantes; había payeses, artesanos, obreros. Jóvenes bajitos, tímidos y buena gente. Era habitual oírles hablar catalán entre ellos y verlos construir castells en sus ratos de ocio o cantar el Virolai, L’Emigrant o L’Ampurdà, aunque el descanso duró poco, pues inmediatamente fueron trasladados a Codo, a cuatro kilómetros de Belchite, en el desierto de los Monegros. Eran 182 hombres.

 En la madrugada del 24 de agosto fueron atacados. 182 jóvenes contra quince mil atacantes. Batallones de Líster, batallones del Campesino, batallones de Modesto, Aguiluchos de la FAI, anarquistas de Durruti, caballería argelina, brigadas internacionales, trece carros de combate, dos baterías de artillería, numerosísimos morteros e infinidad de ametralladoras, más que suficientes para arrollarlos, pero cada palmo de tierra ganado a aquellos bravos requetés se conseguía a costa de muchas vidas. Las dos horas previstas para conquistar Codo se convirtieron en dos días. Los catalanes plantaron cara a balazos, cuchillo y bayoneta calle por calle, casa por casa, las cuales se derrumbaban a pedazos entre humo y escombros por los cañonazos; luchando a pecho descubierto contra la caballería africana, doce hombres contra un escuadrón de jinetes.

-¡Rendíos, requetés! – gritaban los republicanos. La respuesta era una carga de fusilería a veinte metros, a quince, a diez, aguantando el tipo sin disparar cada vez a una distancia más corta para no desperdiciar las balas.

Desde Belchite enviaron refuerzos, pero se encontraron con tropas enemigas a mitad de camino y tuvieron que abrirse paso a disparos; sólo llegaron cincuenta.

En la oscuridad de la noche del 25 de agosto, con menos de ochenta miembros, los defensores escaparon en grupos de cinco, luchando a degüello, sin municiones, a la carrera y a bayoneta calada contra un enemigo que no daba cuartel y no quería prisioneros, acosados por el fuego cruzado de ametralladoras y cargas de caballería.

De los 182 soldados iniciales sólo sobrevivieron 36, pero su valentía y resistencia dio tiempo para estabilizar el frente. Acababa de comenzar la batalla de Belchite.

Tomás se alegró que entre los supervivientes estuviera Albert, había llegado a apreciarle los días que estuvieron juntos. Dos jóvenes que nunca se habrían tratado de no haber sido por la guerra.

***

En la nueva división habían obtenido el primer permiso, una semana que Julián y Pedro la pasaron en la población más cercana sin ir a casa, porque con las comunicaciones existentes habrían pasado los siete días en el viaje. En lugar de eso, escribieron ambos una carta en el mismo papel, porque no había más; la única que recibió la familia y que les llegó a finales de agosto,  con la batalla de Belchite en pleno apogeo, con lo cual no quedaron muy tranquilos, ya que por la fecha que tenía la carta podían muy bien estar combatiendo allí.

La batalla de Belchite terminó el 5 de septiembre. Miembros de la 25 División quedaron descansando en Andorra tras los combates. Jesús subió de la masía al pueblo al enterarse, pero ningún soldado supo darle noticias ni conocían a Julián y Pedro.

En diciembre ambos se presentaron en la masada. Formaban parte de las tropas que bajaban a descansar a Andorra tras retirarlas del frente de Teruel.

-¿La están atacando otra vez?

-El día cuatro hubo serios combates –respondió Julián -, pero ha sido después del quince que comenzó la verdadera batalla. Rojo tiene concentrados más de 60.000 hombres, y los bombardeos rusos Katiuskas y los Tupelev SB-2 están castigando la ciudad junto con toda la artillería desde las posiciones elevadas tomadas los primeros días. Los defensores han luchado calle por calle hasta que se atrincheraron en Comandancia, el Seminario, el Banco de España y el convento de Santa Clara.

-No sé cómo acabará -terció Pedro. Tenía a Orosita sentada en el muslo. Apolonia decía a su hermanita que no llorara, que era papá, aunque a ella misma le costaba reconocerlo.

-Eso también es cierto –reconoció Julián -. Cada vez que atacamos comenzamos muy fuertes, pero Franco responde como una apisonadora, perdemos la iniciativa y nos masacra, y si ganamos una batalla, como en Belchite, nos mina de tal manera que…

-¿Estuvisteis en Belchite? –interrumpió Mateo.

-Fue encarnizada. Una lucha casa por casa. Les cortamos el agua en pleno agosto, pero incluso sin agua ni víveres no se rendían. Sólo lo hicieron cuando se quedaron sin municiones.

-Uno nos tiraba cascotes a falta de balas.

-Una victoria que fue una derrota. Quedamos agotados y con tantos muertos que ya no pudimos avanzar más. Sólo en los cuatro primeros días tuvimos cinco mil bajas. Unos diez mil en total para conquistar un pueblo de tres mil habitantes. Demasiadas bajas para tomar una población destruida, que es lo que quedó.

-Pero lo peor fue lo que ocurrió después.

-¿Qué pasó?

Julián estudió a su primo antes de responder; aquella era una guerra que daba miedo.

-Después que rompieran el cerco, dejando atrás a los que no podían caminar, una cuadrilla de nuestros soldados entró en el hospital de campaña y mató a varias docenas de soldados y paisanos que estaban heridos.

-¿Paisanos?

-Los belchitanos defendieron su pueblo como leones.

-¿Los mataron? –Mateo no podía creerlo -, ¿por qué?

-Para celebrar la victoria, supongo –esta vez fue su padre quien respondió con ironía amarga.

-Han ido fusilando a todo soldado enemigo que ha caído en nuestro poder.

-También civiles en Quinto, Codo, Bujaraloz…

-¡Basta ya de hablar de guerra! –interrumpió Orosia -. Estáis aquí, estáis bien, ¡pues quedémonos con eso!

Habían muerto también muchos andorranos en la batalla de Belchite; no quería saber aquellos horrores ni pensar que dentro de pocos días volverían al frente.

Todos la entendieron. Vivir el presente, disfrutar el ahora, porque posiblemente no existía el futuro. Aunque hay cosas que no se pueden olvidar, pensó Julián. Ni siquiera hablar. En la noche del 2 al 3 de septiembre los requetés que defendían el Seminario, agotada toda resistencia, lo abandonaron para llegar al núcleo urbano de Belchite, que estaba a un kilómetro cuesta arriba. Unos noventa hombres contando los matrimonios refugiados en el Seminario, una joven y varios niños; los requetés llevaban a los más pequeños en brazos. Era imposible no ser descubiertos e inevitable la lucha posterior cuerpo a cuerpo. Treinta requetés murieron, pero también murieron los niños, uno recién nacido, a cuchilladas en los brazos de su madre cuando intentaba vadear el río Aguas Vivas. Dos niños estuvieron tres días abandonados en un campo ignorando el paradero de sus padres. La joven fue capturada y fusilada al amanecer, él formó parte del pelotón de ejecución. Sí, había cosas que nunca podría olvidar y que le perseguirían toda su vida.

-Las niñas están muy altas –desvió el tema Pedro.

Pilar comentó lo traviesas que eran. A través de ellas se intentó olvidar la guerra, pero permanecía allí como un espectro en la mente de cada uno.

Orosia, sentada en la cadiera, sintió que Jesús la abrazaba por el hombro. Lo miró a los ojos leyendo su propio pensamiento: la guerra era menos cruel cuando estuvieron ellos que ahora que estaban sus hijos. Apoyó la cabeza en el hombro de su marido que permaneció en un lúgubre silencio.

Mateo contó un chiste, uno corto con final inesperado que les arrancó unas risas. Se sintieron mejor. Julián narró una anécdota cuartelera. Pronto estuvieron diciendo chistes y chascarrillos, porque fue a través de la risa como consiguieron olvidar la guerra de fondo.

Pedro les cantaba canciones a sus hijas, sentadas cada una en sus muslos y moviéndolos como si fueran caballitos.

Pilar propuso celebrar la Navidad, aunque faltaban unos días para la fecha, ahora que estaban todos. Apolonia votó que sí en seguida y Orosita la imitó.

De primer plato Pilar preparó cardos que coció, escurrió y troceó, a los que añadió una picada hecha en el mortero con almendras, ajos y miga de pan remojada, espolvoreando todo un con poco de harina. De segundo, Orosia cocinó carne a lo pastor con el cordero que mató Jesús; ahora que había terminado la Colectividad habían podido recuperar parte de los animales. Apolonia, que a pesar de su corta edad ya le gustaba la cocina, quiso ayudar a su abuela, y así, mientras Orosia cortaba la carne que colocaba en la sartén con agua, ella machacaba los ajos que se añadirían junto a un huevo duro y el aceite. Después sólo quedaba hervir el tiempo necesario hasta que la carne se pusiera tierna. Para postre, Mateo partió más almendras que había recolectado del único almendro que tenían.

-Si tuviéramos azúcar podríamos haber hecho turrón con las almendras, pero se lo llevó todo el Comité –se lamentó Orosia.

-Todo, no –dijo Jesús sacando un pequeño sobre de un escondite.

-No hay bastante para hacer guirlache.

-Pero sí para hacer caramelo a las niñas.

Apolonia aplaudió cuando su abuela derritió el azúcar y lo echó en dos pequeños cucuruchos que hizo con papel. Añadió un palito.

Cuando se enfrió, Apolonia rompió el papel y sujetándolo por el palito se puso a chupar el caramelo. Orosita la imitaba en todo.

Tres días más tarde llegaron tropas nuevas a descansar y ambos jóvenes regresaron a Teruel.

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