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21
octubre
El soplo del vendaval (28)

CAPÍTULO XXVIII

Se había alistado en la columna de Carod creyendo que lucharía contra los fascistas, para huir de Barcelona y no participar en los asesinatos masivos que estaban haciendo en nombre de la revolución, pero había sido peor el remedio que la enfermedad; las columnas eran al mismo tiempo fuerza de combate y fuerza represiva. Destrucción y saqueo de iglesias, ermitas, capillas, peirones, imágenes y objeto de culto religioso comunes y particulares era lo que menos le preocupaba, después de todo eran objetos inanimados, como tampoco le preocupaba que se apropiaran de los bienes ajenos, incluyendo casas, fincas, joyas y dinero; ni la destrucción y quema de archivos y registros eclesiásticos, civiles y catastrales. No, lo que no podía aceptar eran las muertes de sacerdotes, guardias civiles, alcaldes, personas de relevancia económica, comerciantes, notarios, médicos, abogados, veterinarios, secretarios de ayuntamiento, farmacéuticos, sacristanes, guardas forestales, labradores y en definitiva cualquiera que consideraran sospechoso de no comulgar con la revolución, y aunque él concretamente no había matado a nadie, pues en los fusilamientos había desviado siempre el rifle lo suficiente para que la bala errara el tiro, no dejaba de sentirse culpable. Ni siquiera el hecho de haber evitado los crímenes en su pueblo había calmado su conciencia. No, después de hablar con su padre. Le había dolido su tono comprensivo, acongojado la expresión condenatoria de su madre y Pilar, pero lo peor fue la mirada de lástima de Mateo y su no lo sé cuando le preguntó si era un monstruo.

Cuando al día siguiente la columna abandonó Andorra camino de Alcorisa había tomado la decisión de abandonarla, pero ¿cómo hacerlo sin que lo declararan desertor?

En la plaza de Arcos se celebró el simulacro de juicio público que habían hecho en otros lugares. Parecía que querían tomarse la revancha de haber dejado ilesos a los fascistas andorranos decidiendo a gritos qué vecinos había que fusilar.

Tomás ya no pudo más. Una cosa era teorizar y aceptar, como siempre decía, que no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos y otra ser partícipe. Se preguntó si aquello fue lo que le ocurrió a su padre en la Semana Trágica, porque no era lo mismo matar impersonalmente poniendo bombas que hacerlo cara a cara. En un momento libre escribió y echó a correos una carta a nombre de Marcelo. Con su mejor fariseísmo explicó que las milicias, aun siendo necesarias, no eran para él considerando que sería más útil… etc., etc. Marcelo, que estaba entre los miembros del POUM de Barcelona, se dejó engañar. Jesús había sido un buen amigo antes de que Orosia lo echara a perder, y por otra parte sentía debilidad y apreciaba sinceramente a Tomás. Lo había visto crecer ante sus ojos desde que se conocieron siendo el joven un muchacho y le parecía un desperdicio que estuviera pegando tiros cuando podía hacer mucho más papel como enlace entre el POUM y la CNT. Lo había enchufado en «La Batalla» y ahora no iba a ser menos.

En Alcorisa se les unió la columna de Morella y siguieron ruta hacia Montalbán, Muniesa y Fuendetodos. Allí quedó atascada ante la fuerte defensa que organizaron los fascistas, que recibieron apoyo de 700 derechistas enviados desde Zaragoza. Dos días llevaban resistiendo cuando recibieron el apoyo de la columna de Ortiz. La llegada de refuerzos los envalentonó y Tomás recibió orden de prender fuego a la iglesia de Fuendetodos. En la vorágine de la batalla el joven ni se planteó si era acción de guerra o simple vandalismo. Sus ojos fueron los últimos que contemplaron las pinturas del Armario de las Reliquias, que realizó Goya cuando tenía 17 años, antes de ser pasto de las llamas.

Poco después le llegó la orden de traslado a Barcelona y Tomás no dudó en cumplirla y desaparecer del frente; una orden es una orden y esta decía algo de que por necesidades de servicio…, ni la terminó de leer, no le importaba el contenido, lo que contaba era que se iba a la retaguardia. Todo legal y a dedo.

Podía haberlo hecho de manera más curiosa. En aquel período temprano de la guerra un miliciano podía pedir la licencia durante un permiso. Pero a saber cuándo le concederían uno. Era mejor así, mucho más rápido. Como decía Orosia cuando era pequeño: Quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija. O una fruta podrida le cae encima, añadía Jesús. Tomás frunció el ceño al recordar la ironía de su padre mientras subía al tren de regreso a Barcelona. De pronto tenía un mal presentimiento.

Apenas la reconoció. En los pocos meses que llevaba fuera la ciudad había cambiado radicalmente. Al bajar en la estación lo primero que vio fue un largo tren saliendo arrastrándose hacia el frente, repleto de soldados zarrapastrosos. Se cruzó con alguno de éstos por la calle camino de su casa. Eran de los que se apuntaban voluntarios a las milicias.

La columna de Carod había sido un grupo variopinto sin ningún tipo de uniforme, tan sólo un pañuelo rojo al cuello, y armados con escopetas, rifles y algún fusil de cuando asaltaron las armerías. Estos que veía ahora llevaban uniforme, pero a medio vestir. Ninguno lo poseía completo. Al que llevaba chaqueta le faltaban las polainas; éste usaba botas; aquel sólo tenía la gorra, habiendo tantas gorras distintas como milicianos, ni siquiera las chaquetas eran del mismo material, cuero, lana, pana…

Barcelona en sí le llamó más la atención que los milicianos. Banderas rojas y rojinegras en las calles, la hoz y el martillo pintadas en las fachadas cuando no las iniciales de los partidos en los portales, PSUC, CNT – FAI… que junto con los barceloneses, sus saludos, sus puños en alto, sus voces de ¡camarada!, sus tuteos, daban una imagen alegre, vistosa, animada y atiborrada de fe en el futuro y la revolución, que contrastaba con las tiendas vacías.

Tomás caminaba lentamente teniendo la sensación de ser un turista en una ciudad extraña. Nada de aquello existía cuando se fue. Era cierto que ya había algo, las corbatas habían desaparecido por fascistas, y los sombreros, pero aquello… los camareros no aceptaban propinas por ser contrarias a la revolución; los limpiabotas tenían sus cajas pintadas de rojo y negro; los automóviles privados se habían evaporado, escondido o requisado, y sólo existía el transporte público; en todas partes se veían murales revolucionarios y a lo largo de las Ramblas los altavoces hacían sonar canciones revolucionarias. Hasta las clases adineradas y la media habían desaparecido, como si en toda Barcelona no existiesen más que trabajadores con sus monos azules, pantalones de pana y alpargatas.

Un grupo de obreros estaba desmantelando una iglesia. Tomás se preguntó cuántas habrían derruido en aquellos meses. Antes de irse habían incendiado, en un sólo día, la de Santa María del Mar, Nuestra Señora de la Merced y la de Belén, en las Ramblas; la de Santa Ana en la plaza de Cataluña; San Jaime, Nuestra Señora del Carmen, la Bonanova… No le extrañaría que únicamente en Barcelona las iglesias saqueadas e incendiadas superaran las doscientas.

Luz no estaba en casa cuando llegó. Tardó dos horas en aparecer. Escaseaba la carne, la leche, el carbón, la gasolina… había tenido que esperar turno para conseguir pan en una cola que superaba el centenar de metros.

Encontró a Tomás tumbado en la cama durmiendo; el cansancio acumulado había aparecido de improviso tan pronto se vio en su hogar. Luz ahogó un grito de susto; lo que menos esperaba era ver un vagabundo en su dormitorio. Luego lo reconoció bajo el cabello largo, desgreñado, barba de varias semanas y la ropa desgarrada y puerca. Lo dejó dormir.

Cuando Tomás despertó había anochecido. Atisbó por la ventana. A diferencia de por la mañana, en la noche Barcelona parecía una ciudad triste, prácticamente a oscuras por el temor de ataques aéreos. A lo lejos, los altavoces de las Ramblas seguían con sus canciones.

Encontró a Luz haciendo algo de cena con lo poco que había conseguido. El beso no fue como esperaba la joven, fue extraño, tímido, igual que la expresión de Tomás en la que el dolor predominaba sobre la alegría.

-¿Ha ocurrido algo?

Si no hubiera sido por la promesa de no mentirse nunca, Tomás habría negado, y lo peor, habría callado. Así habló, al principio avergonzado, luego con voz más firme a pesar de la culpabilidad.

-¿Culpable? –atajó Luz -. Eras tú solo contra toda la columna. ¿Qué podías hacer más que callar y consentir? Te habrían matado también por traidor.

-Eso me lo he dicho muchas veces, incluso cuando ocurría, pero… hasta he robado para guardar las apariencias –dijo sacando del bolsillo un par de pendientes con un collar a juego -. Con menuda alhaja te has casado.

Había desprecio en su voz.

-Me he casado con un hombre bueno. Si no lo fueras no habrías renunciado ni hablarías así.

Le acarició el cabello antes de besarlo suavemente en los labios.

-Dicen que agua pasada no mueve molino. No puedes cambiar el pasado, pero en la CNT o en el POUM puedes meter algo de cordura. Hasta ellos tienen que estar hartos de esta locura; al menos parecen más calmados que este verano. Tu testimonio de lo ocurrido en la columna puede que influya para que las que están formando no lo repitan.

Tomás deseó que Luz tuviera razón, que lo ocurrido no fuera más que la demencia inicial de toda revolución, que sólo hubiera sido como las olas que aparecen al arrojar una piedra al estanque y que, tras ello, las aguas regresan a su quietud.

Al día siguiente, duchado y después de pasar por el barbero, se encaminó oliendo a Varón Dandy al cuartel de caballería, que lo habían reconvertido en cuartel para las milicias. Tenía curiosidad por verlo. Allí, los voluntarios dormían en los antiguos pesebres y realizaban la instrucción en el patio, hombres y mujeres castamente separados y a distintas horas. En un rincón, infinidad de pan tirado a la basura cuando la población civil carecía de él.

Los reclutas eran muy jóvenes. Muchachos de 16 y 17 años de los barrios pobres de Barcelona, cuadrillas de amigos que habían tomado la decisión de alistarse conjuntamente, dispuestos a cualquier sacrificio por un mañana mejor. Otros eran menores, apenas 15 años, que habían sido llevados por sus padres para que los alistaran y apropiarse de las 10 pesetas diarias con que les pagaban como milicianos y de paso con el pan que los adolescentes podían llevar a sus casas.

No había fusiles, la instrucción consistía en marchas y más marchas por la carencia de armamento. Los pocos fusiles existentes tenían más de 50 años, y muy pocos sabían usarlos.

-¡El Ejército del Pueblo! –exclamó sarcástica una voz conocida.

-¡Delia!

Sonrió contento de verla. Ella no lo parecía.

-¡Hipócritas! –gritó con odio más tarde, sentados ambos en el velador de un bar.

Se sentía engañada. El hecho de que las mujeres hicieran la instrucción separadas de los hombres era debido a las burlas. Encima las obligaban a coser, planchar y cocinar para sus camaradas varones. Otro tanto ocurría en el frente, siendo allí su labor principal las labores propias de su sexo, a pesar de que, en caso de combatir, demostraban ser más valientes y guerreras que los hombres.

Cada vez más las milicianas estaban siendo relegadas a hacer funciones de mujer. Los hombres al frente, las mujeres a la retaguardia, había dicho el gobierno de Largo Caballero, y Delia escupió la frase cuando la repitió a Tomás.

-Lo peor ya no son los escarnios o que tengamos que ejercer de enfermeras o maestras para enseñar a leer a los milicianos analfabetos. Lo peor es que van diciendo que las mujeres no sabemos manejar las armas, ¡como si alguno de estos supiera! Lo peor es que encima nos tratan como libertinas y nos acusan de transmitir la gonorrea y la sífilis entre las tropas.

Estaba furiosa.

-Pues, ¿sabes qué? ¡A la mierda! Voy a dejar la milicia.

-¿Y qué harás?

-No lo sé, pero desde luego, no luchar por una revolución de embusteros. ¡Revolución! ¡Son más conservadores que los fascistas! Al final resultará cierto lo que dicen algunos, que las mujeres debemos el derecho al voto a la derecha, que la izquierda votó en contra.

Se sentía estafada y no era para menos. Desde septiembre se estaba alentando a las mujeres a abandonar el frente. Era un paso atrás, un regreso a los papeles tradicionales de la Monarquía, un retroceso de los derechos de las mujeres. Que aquello lo realizara la propia República por la que luchaban y no los fascistas, era especialmente doloroso.

-Medio año, no le doy más. En seis meses esta revolución de mentirosos hipócritas eliminarán a las mujeres del combate. Ya han comenzado. Algunas feministas del PSUC y del POUM, las traidoras, están cambiando el mensaje, están sugiriendo que debemos estar en la retaguardia y que tenemos que tener un papel diferente de los hombres en tiempos de guerra. ¿Para esto hemos luchado? Dime,  Tomás. Tú estuviste conmigo cuando asaltamos Capitanía. ¿Para esto hemos luchado? ¡Y llaman fascista al enemigo! Junio. Recuerda esta fecha. En junio ya no habrá mujeres combatientes.

Tenía el rostro crispado con un ligero rubor producto de la ira, que la hacía especialmente atractiva.

Tomás no sabía qué decirle y se limitó a escuchar dejando que se desahogara, pero aquella reacción confirmaba lo que siempre sospechó, que Delia era más feminista que anarquista; las creencias ácratas eran su medio para la liberación de la mujer gracias al ideal libertario. La joven vestía un mono azul, el atuendo masculino que numerosas milicianas adoptaron para reivindicar la igualdad ante los hombres.

-Bueno, ¿qué hay de ti? –preguntó Delia tras una serie de blasfemias y maldiciones dedicadas a los líderes revolucionarios.

Tomás narró sus aventuras en la milicia hasta la batalla de Fuendetodos.

-Diría que, de otra índole, estás tan desengañado como yo.

-¿Por qué lo dices?

-Tu tono.

La risita irónica de Tomás sonó como un graznido.

-Me alisté en las milicias con intención de luchar contra los fascistas, no para asesinar a gente indefensa.

-Intuyo que has pedido la licencia.

-En cierto modo. Escribí a Marcelo y me reclamó. Tengo que ir a las oficinas del POUM a hablar con él, aunque no sé qué tarea me tiene destinada. Una cosa sí tengo clara: no voy a volver al frente. Que vayan los imbéciles o quienes no puedan librarse. Yo me quedo aquí, con los jerifaltes, a salvo y haciendo fortuna como ellos. Y cuando me sobre el dinero ya decidiré si quiero ser un asqueroso burgués o un anarquista rico.

Delia rio a carcajadas.

-Hablo en serio.

-Lo sé –respondió entrecortadamente sin dejar de reír. Levantó el vaso con el aguardiente – ¡Por los descreídos y desengañados!

Tomás lo chocó con el suyo. Bebieron.

-Yo me voy de España –anunció Delia llenándolos de nuevo -. Primero Francia, después los Estados Unidos.

-¿Y eso?

-Ganemos esta guerra nosotros o la gane Franco, las mujeres no seremos iguales al hombre. La liberación de la mujer no vendrá de Rusia ni del socialismo. Vendrá de las democracias, Francia, Inglaterra, Estados Unidos… el último me parece más probable. Quiero estar allí y participar en la lucha.

Levantó otra vez el vaso.

-¡A la mierda esta revolución de hipócritas!

Tomás dudó un instante. Respondió al brindis.

-Te echaré de menos –reconoció.

-Lo sé.

Lo cogió de la nunca con una mano sin soltar el vaso con la otra. Lo besó. Encontró los labios de Tomás tensos, luego se ablandaron y entreabrieron abandonándose al beso cálido y dulce.

-Aún sientes algo por mí –dijo Delia mimosa cuando sus bocas se separaron.

-Siempre me has gustado. No fue ese el problema.

Delia lo volvió a besar y esta vez respondió con anhelo.

-No me di cuenta de lo que te quería hasta que fue demasiado tarde –musitó la muchacha buscando sus labios de nuevo, pero esta vez no los encontró.

-Dejémoslo en un buen recuerdo. No quiero pensar en este día como el que traicioné a mi mujer ni que tú llegues a hacerte falsas ilusiones de recuperarme.

Delia volvió a levantar el vaso con un mohín.

-Por tu mujer, la rival que me venció.

-No seas injusta contigo.

-¿No vas a brindar?

-Porque llegues a ser feliz. Lo deseo con todo mi corazón. Y por la liberación de la mujer.

Vació completamente el vaso.

-Yo también te echaré de menos. Incluidas nuestras discusiones. Por nosotros, Tomás, por ti y por mí, por nadie más.

Vació el vaso como él.

***

Luz sueña si cree que mi testimonio puede servir para calmar los ánimos, se dijo Tomás. Era imposible meter cordura en una revolución cuando muchos de sus dirigentes eran delincuentes comunes. Quizá no hubieran delinquido antes, pero ahora ostentando el poder se habían dejado llevar por la codicia, y bajo la excusa de la revolución habían mostrado sus bajos instintos. ¿Con qué otro adjetivo que no fuera el de criminal se podía definir a personajes como Aurelio Fernández y Antonio Orgaz, que habían prometido a los maristas sacarlos de España si les daban 200.000 francos.

Permitieron llegar a Francia a 117 seminaristas menores de 18 años después de cobrar la primeras mitad, pero a tiempo de cobrar la segunda, los traicionaron encarcelando a algo más de un centenar de maristas en San Elías. Todo con el máximo secreto. Allí les robaron todas sus pertenencias, incluida la documentación, para que nadie pudiera identificar los cadáveres.

Tomás lo descubrió por pura casualidad. Había acudido al antiguo convento, reconvertido en prisión bajo el rimbombante nombre de «Cuartel de las Patrullas de Control», para unas gestiones cuando se dio cuenta que, desde el patio, disimuladamente uno de los presos le hacía señas. Parecía muy joven, de unos dieciocho o diecinueve años, aunque no pudo concretar más; había otros anarquistas con él y no quiso prestar excesiva atención. En aquella guerra civil uno no podía fiarse ni de los zapatos que calzaba.

Terminada la misión que le había conducido al cuartel en lugar de dirigirse a la salida lo hizo en dirección a donde vio el preso, con una excusa para que no desconfiaran. No hubo problemas, muchos lo conocían y sabían de las buenas relaciones que tenía con los dirigentes de la CNT-FAI.

El muchacho al verlo caminar hacia él, comenzó a andar hacia unas escaleras que conducían al sótano. En aquellas horas no estaba frecuentado; demasiado húmedo y frío, sin iluminación ni lavabos. Poco después Tomás siguió el mismo camino tras cerciorarse que nadie miraba. En el sótano imperaba la oscuridad. Se detuvo un momento al final de la escalera. Un carraspeo le indicó la dirección a seguir. Caminó con precaución. ¿Qué querría de él un cura? Porque, aunque no sabía quiénes eran los presos, por las conversaciones que llevaban cuando cruzó el patio dedujo que lo eran.

-¿Nos conocemos? –preguntó en un susurro.

-Soy Jaume Llobregat.

-¿Jaume? ¿Cómo es que estás preso?

-¿Puedes hacerme un favor?

-Si está en mi mano.

-Dile a mi hermano que estoy aquí.

-Eso está hecho, pero, ¿cómo es que te han detenido?

-Soy un marista.

-Vaya, no lo sabía.

-Nunca quise que lo supieras. Ya sabes, tus ideas.

-Ya. Bueno, ¿qué quieres?

De pronto se sentía afrentado. Tus ideas.

-Todos los de aquí somos maristas. Nos hicieron la promesa de sacarnos de España a cambio de dinero.

-¿Quiénes?

-Dirigentes de la FAI. Fernández, creo que se llama uno.

-¿Aurelio Fernández? Es una culebra capaz de las mayores villanías. Nadie puede fiarse de él.

-Nosotros lo hicimos. No teníamos otra opción. Ya nos localizaban, cazaban y mataban sin descanso ¿Qué podíamos perder? Pero todo resultó una emboscada para sacarnos dinero y enriquecerse. Un negocio redondo. El barco que tenía que llevarnos a Francia se convirtió en una ratonera. Fuimos llegando de diversos pueblos de Barcelona. Cuando nos tuvieron a todos reunidos, nos robaron y trajeron aquí, donde terminaron de robarnos lo poco que pudimos salvar la primera vez, aunque eso es lo de menos…

Tomás se esforzaba por escuchar. Entre lo bajo que hablaba para que no le oyeran y el temblor de la voz por el nerviosismo, costaba entenderle.

-… Nos han dividido en dos grupos, uno de 62 personas y otro de 46. De estos 46 no sabemos nada, excepto que se los han llevado esta noche.

-Mala cosa –la voz de Tomás sonó casi inaudible temiéndose lo peor – ¿Por qué la FAI? ¿Por qué no lo intentasteis con la Generalitat?

-Se intentó y sacaron de España a algunos. A los nacidos en Cataluña; a los demás, nada.

-Tú eres catalán, ¿cómo no…?

-También soy marista, no soy más que mis hermanos por ser catalán. No quise irme. Pero… -soltó una corta carcajada que sonó como un gañido-. En aquel momento la muerte parecía algo lejano, abstracto, aunque sabíamos que existía. Pero esta noche… cuando se los han llevado…Ahora la veo cara a cara y tengo miedo. Sé que no debería siendo religioso, pero es la verdad. Tengo diecisiete años, no quiero morir.

¿Había oído un ruido? Tomás no pudo asegurarlo y la oscuridad seguía imperando. Escuchó atentamente.

-Hablaré con tu hermano –dijo finalmente. Jaume había respetado su silencio creyendo que pensaba la respuesta. Sonrió aliviado.

-Gracias, Tomás. Que Dios te lo pague.

-Si no es capaz de cuidar de los suyos, mejor que no me pague nada.

No lo decía por decir. Lo que le pedía Jaume era muy peligroso, se jugaba la vida si llegaba a descubrirse. Su deber era denunciar todo lo que le había confiado el muchacho, pero con ello se convertía en cómplice de sus asesinatos, incluso callando se convertía.

Lamentó haberse llevado por la curiosidad de saber quién le hacía señas, por la sencilla razón de que ojos que no ven, corazón que no siente, como decía el refrán; ahora era tarde.

Abandonó la prisión sin saber qué actitud tomar: la traición o cumplir su compromiso.

Tu padre y tu hermano arriesgaron sus vidas por un desconocido, ¿vas a ser tú menos?, dijo un oscuro rincón de su mente. ¿A qué tenía miedo?, porque eso era lo que le hacía dudar, el miedo, pero, ¿el miedo a qué? ¿A la muerte o a perder el estado social privilegiado que se estaba construyendo?

Le había preguntado a su hermano si era un monstruo. Bueno, ya tenía la respuesta, pensó con la desagradable sensación de que Mateo siendo un niño, era más hombre que él.

¿Qué habría sido de los 46 que sacaron por la noche? Necesitó toda la tarde para ir reuniendo las pocas pistas existentes. Los maristas no aparecían por ningún sitio. Al final llegó a descubrir que habían sido asesinados en el cementerio o cerca del cementerio de Montcada, probablemente en la carretera.

En cuanto al dinero no lo tenían los anarquistas. Los 200.000 francos habían terminado en manos del Consejero de Hacienda de la Generalitat, Josep Tarradellas, supuestamente para comprar armas. Aquello significaba que la Generalitat estaba al tanto de la operación. ¿Estaba también detrás de los asesinatos o en aquello la FAI había actuado por cuenta propia? Tanto daba, no pensaba investigar más, sabía lo que le interesaba y no iba a seguir perdiendo un tiempo cuando ya apremiaba.

Cerca de la medianoche estaba en las dependencias de los mossos d’Esquadra solicitando ver a Rafael Llobregat. Lo había conocido cuando aún era corresponsal de «La Batalla». En aquel entonces Rafael era cabo y lo había sondeado en varias ocasiones buscando noticias, no siempre con buenos resultados pues el mozo de escuadra temía que el fogoso periodista lo metiera en un brete con los datos que le proporcionaba. El contacto continuado había creado un cierto grado de amistad, el suficiente como para salir de bares algún que otro domingo uniéndoseles en ocasiones Jaume.

Por motivos de guerra había sido ascendido a teniente, siendo el más joven que lo había conseguido en el cuerpo.

-¿Al teniente Llobregat? –preguntó el guardia de la puerta -. No son horas de visita. Vuelva mañana.

-Mañana será tarde. Tengo que hablarle ahora, es algo muy importante. Escuche, soy amigo suyo. No lo molestaría por una bobada.

-¿Cómo ha dicho que se llama?

-Tomás Gáñez –dijo por tercera vez. Suspiró. Estaba perdiendo la paciencia.

-Tomaré nota. Vuelva…

-¡No volveré mañana! –gritó.

Sujetó con firmeza el fusil del mosso al ver que lo levantaba, quien se vio con el cañón de una pistola apoyado en su cuello. Todo fue tan rápido que el otro compañero de guardia no pudo reaccionar.

-Repito que tengo que verle ahora. Mañana será tarde…

Los ojos vidriosos del mosso en los suyos. El cañón de la pistola de Tomás dibujando un circulito por la presión en el cuello.

-… Por favor –terminó Tomás apartando el arma y entregándosela al ahora sorprendido policía -. Es muy importante.

En aquellos momentos está desarmado ante un mozo de escuadra furioso y otro desconcertado.

-Avisa al teniente –dijo el último.

Rafael contempló con ojos fríos a Tomás. El guardia le había informado con pelos y señales del percance. Estaba irritado. Había estado de guardia y justo ahora lo habían despertado en el primer sueño.

-¿Qué es eso tan importante?

-¿Podemos hablar a solas?

-No, no puedes. Si tan urgente es que amenazas a mis hombres tienen derecho a conocer la urgencia.

-Traigo noticias de tu hermano.

-Mi hermano está en Francia, embarcó el día 7 en el San Agustín.

-Tu hermano está preso en San Elías y a lo peor mañana, fusilado. Ya lo han hecho con 46 en la carretera de Montcada. No me mires así, no te miento.

-¿Todos maristas?

-Todos maristas.

-Le dije a mi hermano que no fuera con sus compañeros, que podía ser una trampa, pero no me escuchó. Le di ochocientas pesetas y hasta lo acompañé al muelle.

-Ahora no tiene nada, le han robado todo, hasta la documentación. En estos momentos quedan 62 presos que sin duda correrán la misma suerte que los demás esta madrugada o mañana.

Había que darse prisa, pero ya todo quedaba en manos del teniente. Dos días más tarde lo encontró esperándole en casa tranquilamente sentado mientras charlaba con Luz. Estaba sonriente y su rostro se iluminó al ver a Tomás.

-¡Amigo mío! –saludó estrechándole efusivamente la mano con las dos suyas -. No sé si podré pagarte alguna vez lo que has hecho por nosotros.

-Jaume se ha salvado, por lo que veo.

-Exacto. Hablé con un alto cargo de la Generalitat que conozco (no te diré el nombre, porque cuanto menos lo sepan, mejor), el cual me dio un escrito que entregué al propio Aurelio Fernández. Le dije que entre los maristas tenía un hermano mío por el cual intercedía. No negó nada, pero sí me dijo que si estaba entre los que ya habían hecho desaparecer, mala suerte, pero que si estaba vivo lo dejarían salir, y me dio una autorización firmada.

-Me alegro.

-Aún has hecho más. Gracias a ti se han salvado los 62.

-¿A mí?

-Ese cargo de la Generalitat informó a su superior, éste al suyo y así sucesivamente hasta que la noticia llegó a Lluis Companys. Resumiendo, han sido todos trasladados a la cárcel Modelo, que depende de la Generalitat, acusados de no estar en el ejército teniendo edad militar.

-¿Desertores? Pueden fusilarlos igual.

-Si hay juicio, pero algunos peces gordos intentarán retrasar el juicio lo más posible. Los maristas son una agrupación religiosa francesa y no todos en la Generalitat quieren ponerse a mal con el gobierno francés. No están tan locos como los anarquistas, sin ánimo de ofender.

-No me habías dicho nada –comentó Luz tan pronto se fue el mozo de escuadra.

-No había nada que decir. Sólo le informé que su hermano estaba preso, nada más.

-También averiguaste lo ocurrido a esos cuarenta maristas, me lo dijo él.

-¿Y?

-Me gustaría que buscaras a alguien por mí.

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