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26
agosto
El soplo del vendaval (21)

CAPÍTULO XXI

Se detuvo observándola en la esquina. Parecía tener más edad de la real. Los años de duro trabajo sacando adelante a tres niños, el campo, la casa… no le habían afectado; era una mujer fuerte y decidida, pero sí le había pasado factura la nostalgia del amor perdido. Aquellas arrugas a la altura de los ojos, aunque leves, no deberían haber existido en un rostro todavía joven.

Llevaba el cabello recogido en un coqueto moño, lo que ayudaba a que pareciera más mayor. Jesús no pudo evitar fijarse en los contrastes cobrizos y pardos que creaba la luz del sol, según incidía en el pelo al mover la cabeza mientras trabajaba. Quizá fuera un sistema práctico de ir bien peinada sin que molestara al trabajar, práctico y barato, pues no se precisaba peluquera para confeccionar un pequeño moño, pero a Jesús no le gustó; siempre había relacionado aquel peinado con las abuelas. Se maldijo con una sonrisa sarcástica. Años sin ver a su esposa y tan sólo se fijaba en cómo iba peinada.

Deslizó los ojos hacia su rostro, su nariz, sus rosados labios, que mantenía herméticamente cerrados mientras barría vigorosamente. Recordó su dulce aliento perfumado; sus húmedos ojos el día que se despidieron en el puerto de Melilla, ante el futuro incierto de la guerra.

Ahora fue él quien oprimió los labios ahogando un suspiro de congoja, porque súbitamente aquella remembranza era un triste recuerdo.

Seguía delgada, conservando sus bonitas líneas de juventud. Una saya que le llegaba a los tobillos cubría otra interna más corta, y tapando a la primera un delantal con grandes bolsillos. En la parte superior, una chambra con puntillas en el cuello y puños. Calzaba unas alpargatas miñoneras cuyas negras vetas se veían blancas por el polvo que levantaba.

Orosia barría la calle adyacente a la puerta de casa sin percatarse de su presencia. Ya no vivían en la calle del Cementerio, se habían trasladado al Plano Bajo, una de las pocas viviendas que había en él, siendo lo demás corrales, por lo que abundaban las ratas, tan numerosas que los del pueblo le habían dado el popular nombre de Barrio de la Ratina.

Echaba ahora agua a palmadas de un caldero, para que no se levantara polvo dando a la calle un pulimento de frescura, porque no existía ninguna calle asfaltada, únicamente las más antiguas del lugar estaban empedradas, el resto permanecían tal cual o con la tierra prensada.

Jesús sonrió. Su esposa estaba tan enfrascada que ni siquiera se dio cuenta cuando carraspeó para captar su atención. Se aproximó dudando entre llamarla o cogerla de la cintura sin avisar, pero Orosia se giró cuando vio su larga sombra en el suelo.

Ninguno dijo nada, sólo se miraban; Orosia, incrédula. Fue Jesús quien se acercó mientras su esposa dudaba si era realidad o sueño. Cuando estuvo a su altura Jesús la abrazó. Un abrazo lento, sin prisas, en silencio. Luego sus labios se encontraron, los de la mujer se entreabrieron y ahora fue Orosia quien se abrazó a él, necesitaba sentirlo, convencerse de que era cierto; clavó sus uñas en la espalda de Jesús a través de la camisa. Sintió los labios de Jesús en la frente, en los ojos, en las mejillas y ella buscó los suyos. Un beso profundo, intenso, pero al mismo tiempo rayano a la adoración por parte de Jesús, y Orosia no pudo reprimir un sollozo.

-Siete años –murmuró él.

La tenía abrazada como si temiera perderla. Orosia entendió lo que quería decir.

-Eres corresponsal de guerra. Es el precio que hay que pagar, estar separado de la familia, como los marinos.

-No lo pagaré más.

Orosia se apartó un poco. Lo miró a los ojos, los suyos estaban titilantes.

-¿Qué quieres decir?

-He dejado el periodismo. Cuando he regresado me tenían preparado un nuevo destino: Marruecos. Querían que acompañara a las tropas en la campaña contra Abd El – Krim. No lo haré. No debí hacerlo con la europea, pero fui tan estúpido que creí lo que creían todos, que la guerra sólo duraría meses, que como mucho para las navidades habría terminado.

Acarició el rostro de su esposa con el dorso de sus dedos, para terminar pasándole la yema del pulgar por los labios mientras aspiraba su aroma, una fragancia suave y fresca de geranio y lavanda.

-Habría regresado inmediatamente cuando recibí tu carta, pero me llegó muy tarde, casi terminando la guerra, y fui tan imbécil que cometí el mismo error al pensar que, para lo que faltaba, podía esperar, y entonces tuve que huir. Estaba en Rusia, había escrito cosas que a los salvadores del proletariado, sus nuevos amos, no les gustó. Podían pasar dos cosas, o que me mataran o que me recluyeran en unos campos de concentración en Siberia, que llaman Gulag; unas cárceles sin barrotes, porque nadie está tan loco como para huir de ellas y morir congelado. En la huida enfermé de gripe y… -se interrumpió antes de añadir dolorosamente -: lo que parecía meses, otra vez se convirtieron en años. Tres más.

La miraba como si quisiera grabar en su cerebro cada uno de sus nuevos rasgos. La Orosia de la que se enamoró ya no existía, era otra, producto de la evolución de la anterior, y él no había estado allí para compartir con ella aquel cambio. ¿Cómo explicar lo que sentía?

Orosia tenía los ojos brillantes escuchándolo. Jesús no había cambiado en lo esencial. Cuando se licenció podía haber buscado cualquier trabajo en Melilla, pero permaneció en el periodismo, no sólo porque le gustaba sino porque, como corresponsal de guerra, podía acercarse al frente permaneciendo cerca de ella y protegerla con su vida si hubiera sido necesario. Jesús nunca había sincerado sus motivos, pero Orosia sabía que había sido así.

-Me he perdido tu juventud –murmuró Jesús y Orosia percibió una octava de sollozo -. Soy padre de dos hijos cuya infancia me he perdido. Soy un desconocido para mis propios hijos, y ellos lo son para mí… como quizá lo soy ahora para ti –tenía los ojos vidriosos -. No. No volveré a pagar nunca más ese precio. Mi vida está en donde estés tú y nuestros hijos.

El tono de Jesús era extraño, una rara mezcla de confesión, dolor e incluso súplica, como si le pidiera perdón. Pero, ¿qué había que perdonar? También ella creyó que la guerra europea duraría meses; todos lo creyeron.

Orosia le dio un suave beso en los labios, luego estrechó el abrazo apoyando su cabeza en el pecho de Jesús sin saber cómo expresar su felicidad.

-Bienvenido a casa, esposo mío.

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