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19
agosto
El soplo del vendaval (20)

CAPÍTULO XX

Barcelona había cambiado mucho en aquellos años, apenas la conoció, aunque para ser honestos tampoco se reconoció él la primera vez que pudo verse en un espejo. Demacrado, macilento, barba mal crecida, greñuda; cuencas hundidas, cabello tiñoso, treinta kilos menos… Ahora parecía otra cosa tras pasar por el barbero, con el cabello corto y bien afeitado, aunque la cara de muerto de hambre persistía, porque había preferido gastar el poco dinero recogido en arreglarse y comprarse ropa de tercera mano, de tan desgastada. Mejor presentarse en casa como esqueleto elegante que no un oso de las cavernas famélico; al menos no asustaría a Orosia.

A pesar de las ganas que tenía por verla decidió tomárselo con tranquilidad tan pronto desembarcó en el puerto, por lo que fue caminando, casi en un paseo, hacia la dirección del remite de la única carta que recibió de su esposa, aquella que le informaba que era padre de mellizos.

Se detuvo en un escaparate de las Ramblas. Había engordado algo durante el viaje desde Estambul, al menos ya reconocía su propia cara.

El diario le venía de camino a su domicilio, pero no tenía intención de entrar, todavía no, primero su mujer y sus hijos. Hacía siete años que no veía a Orosia y no conocía a los chicos. Esta era la circunstancia por la que iba andando. En una de las escalas le habían entregado un cablegrama del periódico. Había actividad en Marruecos. El general Silvestre se había adentrado en el Rif alargando sus líneas peligrosamente. Las guarniciones eran escasas; la retaguardia, indefensa; el orgullo del bravo general, excesivo, y sus oídos, sordos a los rumores de levantamiento en las cabilas. Aquel verano se produjo el desastre con la matanza de Annual y el desmoronamiento de todo lo conseguido como un castillo de naipes. La propia Melilla estaba en peligro, apenas tenía tropas.

La Segunda Bandera de la Legión, al mando del comandante Francisco Franco, recibió orden de partir hacia Tetuán, donde cogieron el ferrocarril que los llevaría a Melilla.

A las once de la noche, tras veinte horas andando, la Bandera llegó a Fondak. Los legionarios estaban rendidos, se tumbaron directamente en el suelo a dormir sin montar las tiendas ni sacar los jergones.

A poco de conciliar el sueño Franco fue despertado; acababan de recibir una llamada.

-Tiene que llegar a Tetuán al amanecer.

Imposible. Por un lado, estaban todos demasiado agotados; por otro, el ritmo de pasos impedía llegar a la hora ordenada. Pero Franco no era de los que se rendían ante las adversidades.

-Estaremos a las diez de la mañana –respondió.

A las tres se tocó diana. Pocos la oyeron y fue preciso despertarlos de uno en uno. A las 9:45 entraban en Tetuán tras imponer el comandante Franco un ritmo más rápido que el habitual, y que se convertiría en el paso característico de la Legión. Poco después cogían el tren con destino a Ceuta. Al atardecer embarcaban junto con tropas de Regulares hacia Melilla, en donde los recibieron con vítores y aplausos. Melilla se había salvado. Pero se salvó porque, aunque las tropas se movilizaron todo lo rápido que pudieron, tardaron dos días en llegar, dos días que los cuatro mil rifeños que iban a asaltarla se entretuvieron saqueando las localidades vecinas. El pillaje de Zeluán, Nador y Segangan contribuyó a que se salvara Melilla, y también la intervención de Abd – El Kader, jefe de la cabila de Beni – Sicar, amigo de España, cuya habilidad detuvo al enemigo a las puertas de la ciudad.

El periódico quería que informara de aquella nueva guerra y si podía entrevistar al cabecilla rifeño Abd El – Krim, entonces…

Más guerra.

Como si no hubiera tenido suficiente.

Del frente oriental, tras la batalla de Gallípoli, había pasado al occidental. Nunca olvidaría los cadáveres despedazados, descompuestos, sin enterrar, esparcidos por aquella tierra de nadie entre las trincheras, revueltos y amasados con el barro removido una y otra vez por el fuego artillero. Carroña que servía de alimento a las ratas, cada día más numerosas. Todos muertos en asaltos inútiles, constantes, contra las trincheras enemigas, mientras que los que quedaban vivos, después de ser aniquiladas compañías enteras en aquellos ataques suicidas, tenían que soportar el hedor a muerto, a descomposición, que impregnaba todo, ropa, utensilios, comida; aprendiendo a convivir con él, igual que con el agua que inundaba las trincheras, el barro en que tenían hundidos los pies, el pie de trinchera y las congelaciones, cuando no eran asfixiados o quemados o las carnes desprendidas de los huesos por los gases, como el mostaza.

La pluma de Jesús se desfogó en los artículos honesta y agriamente, mostrando a sus lectores una guerra cruel. Mientras otros reporteros citaban héroes como el Barón Rojo, Jesús los evitaba. Lo suyo eran los antihéroes, jóvenes que se habían alistado ilusionados al principio de la guerra, los cuales aprendían ahora la realidad de la misma. Seres desengañados, de ojos mortecinos, que se esforzaban en sobrevivir cada minuto mientras los mandos, que los enviaban al matadero, permanecían en retaguardia, calentitos, bien alimentados, secos y retozando con meretrices de lujo, al tiempo que exigían a los peones del tablero que se sacrificaran a mayor gloria de la Patria.

No se distinguían, en sus artículos, quien era el enemigo y quien no, sólo hombres sufrientes, jóvenes con el futuro truncado, sin distinción de nacionalidad, porque todos eran iguales ante la disentería, las balas, la metralla, los gases, el hambre, el fango, el frío… Pero si alguno sabía leer entre líneas, encontraba en ellas que sí había buenos y malos, sólo que los últimos no eran el enemigo, si no la clase dirigente, los generales, los políticos, los gerifaltes de los Gobiernos, que permanecían a salvo enviando a los pobres al desolladero.

El espíritu anarquista de Jesús se había aletargado tras los acontecimientos de la Semana Trágica, pero había resucitado ante las injusticias que veía en el campo de batalla.

Sus críticas se mezclaban con sus descripciones. Quienes lo leían veían ante sus ojos personajes y paisajes que recordaban vagamente los horrores de Goya; narraciones tétricas, espeluznantes, que evitaban las anécdotas aunque las conociera, porque Jesús únicamente quería pintar un fresco con las palabras: la guerra, el hambre, la muerte y la peste, representada en la gripe que sacudió el último año de la guerra y que él padeció en Rusia, donde lo habían trasladado sus jefes, creyendo que su espíritu anarquista lo capacitaba idóneamente para informar sobre los acontecimientos rusos.

Todo cambió de nuevo.

Sus sentimientos entraron en contrarrevolución cuando vio sus acciones juveniles multiplicadas y empeoradas en la revolución bolchevique.

Informaba de la tiranía comunista, que consistía en unos pocos esclavizando (tal se expresaba) a muchos; se explayaba en el terror de las checas creadas por Lenin, donde se sometía a los presos a crueles torturas antes de matarlos; hizo llorar con el asesinato del zar Nicolás II y toda su familia por quienes los custodiaban; con el triste fin del príncipe heredero, un niño de trece años, dejando bien patente que el socialismo humanitario, democrático y pacifista era un puro camelo. Él tan sólo veía en la Rusia comunista, que surgía ante sus ojos, dictadura y barbarie; un gobierno del terror mucho peor que el de Robespierre y en donde los bolcheviques robaban al obrero para después entregar el botín al Partido. En aquello se podía resumir el Comunismo.

Ya no hacía falta leer entre líneas para conocer a los buenos y los malos, no se preocupaba de esconderlo. Los primeros eran los que sufrían; los segundos, los que gobernaban y tenían el poder, no haciendo distinción entre zaristas y comunistas. Si los primeros eran déspotas, los segundos eran tiranos.

Su descripción de Lenin no tuvo desperdicio. Físicamente fue muy escueto, tan sólo escribió que era calvo, con perilla y ojos rasgados. Psicológicamente fue mucho más preciso, mezclando datos biográficos con la visión subjetiva que sus actos, expresiones y ademanes le decían. Lo retrató cruel, propenso a las rabietas y ataques de histeria, indiferente al sufrimiento ajeno, dogmático, intolerante, manipulador. Él era Rusia, el pueblo, el Estado. Y como él era el pueblo todo lo hacía por el bien del pueblo.

No tardó Jesús en estar perseguido como un enemigo del pueblo y obligado a huir. Para tener más posibilidades el fotógrafo y él se separaron. Jesús huyó hacia el interior, en dirección a Siberia, después de un fallido intento de dirigirse a Serbia. Cambió al sur, hacia el mar de Aral, para evitar los Urales y luego al norte, hacia Omsk. En sus inmediaciones enfermó de gripe, que se había extendido a nivel mundial, pero siguió rumbo al septentrión, evitando la ciudad, hacia las llanuras, siguiendo el curso del río, temeroso de que si retrocedía lo capturaran, manteniéndose en pie a duras penas, febril, delirando, pensando que estaba contemplando el fin de una época y que lo había provocado un muchacho menor de veinte años al asesinar al heredero del imperio austrohúngaro. Jesús no pudo evitar identificarse con el joven asesino en una sensación desagradable. Él no había originado la Semana Trágica de Barcelona, pero sí había colaborado para desencadenarla. Tampoco el terrorista fue el causante de la Gran Guerra, lo fueron las alianzas e intereses y los deseos bélicos, pues no en vano las naciones llevaban años armándose, pero sí fue el que, sin saberlo, encendió la mecha. Sí, tenían mucho en común, inconsciencia, ansias de cambiar una situación que detestaban, libertad social… todo a lo bruto, borrón y cuenta nueva. Pero, ¿cuántos muertos habían provocado?

A pesar de los años transcurridos Jesús seguía soñando ocasionalmente en aquellos siete días, reviviéndolos cada vez que informaba de la guerra europea, pero sobre todo desde que estalló la revolución rusa.

Caminaba tambaleándose, encogido por la fiebre, sin poder evitar que su mente dejara de pensar en esto, como un tiovivo que no hacía más que dar vueltas y vueltas sin ir a ninguna parte, preguntándose si la opresión comunista era lo que iba a surgir tras la revolución por la que luchó de muchacho.

Haz la revolución, Jesús, arrasa España, déjanos a todos iguales. Una vez pasada la tormenta los granujas estarán arriba y los idiotas debajo, igual que ahora.

Las palabras de Rosa sonaron como pistoletazos en su cerebro. ¡Qué razón tenía!

Ninguna revolución eliminaba las clases sociales, únicamente las cambiaba por otras, alterando los nombres para que no lo pareciera, pero los de arriba, los que vivían bien, los opresores, seguían siendo los que mandaban; los oprimidos, los que pasaban calamidades y hambre, seguían siendo los que obedecían.

Se había convertido en un asesino para que nada cambiara realmente, seducido por aquel engañabobos que era la ideología de izquierdas, porque, ¿qué diferencia había entre ella y la conservadora; entre ella y la derecha? Ninguna, todo se reducía a la semántica.

Aquella ideología, llevada al extremo, había originado una nueva Religión, el Comunismo. Como cualquier religión, tenía un sistema de normas y valores, y un destino en lo universal: el nuevo orden sobrehumano. Tenía sus Sagradas Escrituras y libros proféticos, como «El Capital»; tenía su profeta, que era Karl Marx; su líder, que en aquellos momentos era Lenin; sus festividades sagradas, como el Primero de Mayo o la Revolución de Octubre; sus herejías, como el trotskismo. Y como toda religión nueva, era dogmática e intolerante, habiendo creado su propia Inquisición, la cual actuaba en las checas.

Karl Marx había acertado al definir la religión como el opio del pueblo, porque la religión del Comunismo, era también el opio del pueblo al adormecer la capacidad de razonar de sus acólitos.

Y como a toda fuerza se le opone otra opuesta, Jesús estaba convencido que a no tardar aparecería una extrema derecha que se opondría a la izquierda, pero que, en realidad, defendería lo mismo, empleando los mismos métodos, porque todos los extremos se tocan. Aquella nueva derecha sin duda defendería, igual que el Comunismo, el totalitarismo de Estado; la estructura vertical del poder, cuya cúspide es el líder, y el partido único, entre otras muchas similitudes. El mismo perro sólo que con distinto collar.

Al final, a perder el de siempre, el pueblo.

Perdido en los devaneos de su mente febril se encontró enfrente de una iglesia ortodoxa. Entró en ella como guiado por un impulso. La capilla estaba abandonada y saqueada, aunque conservaba los bancos más viejos y carcomidos.

¿Has puesto bombas?

La voz de su hermano sonó tan clara que miró alrededor esperando encontrarle.

Tiritaba por la alta temperatura.

-¿Dónde estás? –preguntó buscándole.

Se apoyó en un respaldo.

-Tomás… -llamó.

Que Dios te perdone.

-¡No…!

No terminó la frase.

¿De verdad no existía o es que se lo negaba a sí mismo? Porque aún negando a Dios, inconscientemente siempre había apelado a Él. Le ocurrió en el Rif, y ahora, ¿qué otra cosa sino le había hecho entrar en aquella iglesia en ruinas?

Tenía alucinaciones, se dijo. Aquella voz no era real, sólo un recuerdo que la fiebre…

No obstante se arrodilló en uno de los bancos desvencijados, con los ojos fijos en un icono, una mala copia de la Virgen de Vladimir, la Madre de Rusia, que habían parcialmente destruido fusilándola y, no contentos, a culatazos.

Se preguntó qué había ocurrido con el sacerdote, si estaría entre los deportados o los ejecutados, numerosos ambos, pero pronto se olvidó de él, fijos sus ojos en el icono de la Virgen y entonces, aunque lo hubiera ido la vida en ello, Jesús no habría sabido responder qué hizo después, si siguió delirando, pidió perdón, rezó o qué. Únicamente recordaba que había roto en llanto, un lloro amargo.

Allí lo encontró una familia, inconsciente, aterido de frío, consumido y tosiendo en lo que parecía una pulmonía, caído entre los bancos.

Su fortaleza, más que su juventud, fue lo que le hizo superar la enfermedad gracias a los cuidados de aquella familia. Necesitó meses, perdió peso en su lucha contra el virus y la falta de alimentos, pero lo superó.

La familia lo cuidaba y conversaba con él. Jesús había aprendido algo de ruso por su trabajo como periodista, pero sobre todo durante su huida. Ahora mejoró mucho el idioma mientras se preguntaba por qué aquella buena gente lo trataba casi con veneración. Semanas después lo supo. Les recordaba a Rasputín, quien había pasado por allí cuando ya era santón. La larga barba que le había crecido aquellos meses, el cabello sin cortar desde que emprendió la fuga, su rostro enjuto por las privaciones y sí, también, la expresión de sus ojos; era como si Rasputín se hubiera encarnado en él.

Se preguntó qué tendrían sus ojos, pero no se afeitó ni cambió nada de su persona. Si comparándolo con Rasputín lo cuidaban bien, ¿para qué desengañarlos?

Fue tiempo después, cuando emprendió el regreso dirigiéndose a la península de Crimea, comportándose como un ruso más, que pudo verse en un espejo y contemplar sus ojos. ¿Aquella expresión había sido la de Rasputín? Había oído que los tenía azules, orlados de negro y una cualidad hipnótica que atraía a las mujeres, que las fascinaba y le hacía carismático a pesar de ser feo, desgreñado, grosero y sucio.

Si en algo se parecía a Rasputín era en lo desgreñado y sucio, se dijo Jesús, pero no en los ojos.

Tardó más de lo que calculaba en salir de la U.R.S.S. Tan pronto avanzaba como retrocedía según veía el peligro, pero a los tres años pudo llegar a Turquía y poco después a Estambul. Envió un telegrama al periódico, que se sorprendió de tener noticias suyas, pues creían que había muerto. Le enviaron dinero y compró un pasaje.

***

No fue Orosia quien abrió la puerta sino una mujer de pómulos salientes, astrosa, acartonada, diminuta, rica en arrugas, pobre de dientes y ojos ictéricos.

-¿Qué ocurre?

Inconscientemente desvió los ojos hacia el marco, ¿se había equivocado de puerta? Ya la cerraba la mujeruca cuando preguntó:

-¿Vive aquí Orosia Galíndez?

-Hace años que se fue.

Cerró de un portazo.

Jesús alzó la mano para llamar otra vez, pero la bajó; algo le decía que no iba a decirle más de lo ya dicho.

En la calle se detuvo pensando qué hacer. Si había cambiado de domicilio quizá en el periódico tendrían la dirección nueva; después de todo sólo a través del diario pudo saber Orosia dónde enviarle la carta. Mas no le apetecía ir; sacarían el tema de África y ahora menos que nunca tenía ganas de volver a separarse de su mujer.

¿Rosa?

Orosia y ella se habían hecho amigas durante los días en que convivieron juntas. Orosia era de la clase de persona que le gustaba cultivar las amistades. En Zaragoza y en Melilla se habían carteado, cosa que no había hecho él.

Caminó hacia su domicilio rezando para que todavía viviera en él.

Rosa Grau. Costurera, leyó en la plaquita al lado de la puerta antes de llamar y debajo, Últimas modas.

Los años le sentaban muy bien, fue lo primero que pensó cuando Rosa abrió la puerta.

-¿Jesús? –murmuró incrédula.

-Hola –sonrió.

Su amiga lo abrazó en un impulso.

-Creíamos… creí…

Se separó con una sonrisa entre feliz y nerviosa. Una ligera lágrima resbalaba por su mejilla.

-Pasa, pasa, ¡Dios mío, estás…!

-Horrible, lo sé.

-Vivo, iba a decir.

Estuvieron hablando durante un par de horas. Jesús le informó de sus ¿aventuras? Lo más esencial y menos escabroso. Rosa decía que ya no se prostituía, que ahora ejercía de modista, porque finalmente un cliente, un hombre bueno, se enamoró de ella y le propuso en matrimonio.

-Me agradará conocerle.

-Murió cuando la gripe. Pero me dio una hija preciosa, tiene ahora cuatro años.

También ella se calló cosas. No le dijo que no amaba a aquel hombre. Había accedido a casarse con él porque era una salida de aquella vida, antes de que la echaran los años. De bueno no tenía ni el nombre, machista, autoritario, extremadamente violento, borracho… Era cierto que murió enfermo de gripe, pero omitió decir que ella le ayudó asfixiándolo con la almohada. Con tantos muertos como había, ¿quién se molestaría en hacerle la autopsia? Estaba harta de sus malos tratos y mezquindad. Ni siquiera su semejanza con Jesús evitó el odio que sentía por él, porque aquella fue la circunstancia que hizo que se interesara más por él que por otros clientes, imaginando que era el muchacho cada vez que hacían el amor. Pero el fulano resultó ser de la peor imitación.

Todo esto se lo calló mientras Jesús la escuchaba observándola con aquellos ojos cándidos que la habían enamorado. De pronto parecía que no habían pasado los años. Rosa se dio cuenta que no dudaba de sus palabras ni siquiera sospechaba que le ocultara cosas o le mintiera. Aunque Jesús nunca la había amado siempre existió un vínculo muy especial entre ellos. Recordó una antigua fotografía que tenía guardada, la única que poseía de Jesús. Tenía dieciséis años y le cogía por la cintura en una pose informal. Estaba elegante con el clavel en la oreja. Rosa había roto a reír con un comentario suyo justo cuando hicieron la foto. El retratador despotricó, ahora saldría movida, pero no tenían dinero para repetirla, con lo que se quedaron aquella misma. Eran las Fiestas del Barrio de Gracia y habían acudido los dos aquel día para divertirse y bailar.

Rosa sonrió nostálgica. Después del retrato ambos se habían detenido en un tenderete de flores cuando el vejete que lo atendía la piropeó. Rosa temió que Jesús reaccionara ofendido, pero el muchacho simplemente soltó una corta carcajada y le siguió el juego al abuelo. Ganada la confianza, éste les dijo que la fiesta de San Isidro era muy antigua en Barcelona y una de las dos fiestas mayores de Gracia.

-Tenían que haber visto Gracia cuando aún era un pueblo independiente. En aquel tiempo, a diferencia de otros bailes, en la danza de San Isidro estaba prohibido cambiar de pareja.

-Eso está bien –dijo Jesús mirando pícaro a Rosa -. No me gusta compartirte –susurró.

-Aquello era un baile y no esta sardana que hay ahora y que cada vez se impone más, pero lo mejor era cuando el hombre le regalaba un ramo de flores a la mujer. Hasta eso se pierde.

-¿Cuánto cuesta un ramo?

-Jesús, ¿no pretenderás…?

-¿Por qué no? –exhibía una sonrisa radiante mientras pagaba el ramo sin plantearse si era cierta o no la tradición. Cuando se lo entrego galantemente Rosa no pudo evitar que el corazón le palpitara como una adolescente.

-¿Sabes algo de Orosia? –preguntó Jesús interrumpiendo el recuerdo -. He ido a la dirección del remite y me han dicho que hace años que no vive allí.

-Está en tu pueblo. Se fue cuando la gripe. Tu hermana le escribió, porque se estaba muriendo, para que se hiciera cargo de tu sobrino.

-¿Mi hermana ha muerto?

-Cuando la gripe, sí. Todavía sigue allí. Nos escribimos una o dos veces al año… ¿Jesús?

-Perdona. Es que… mi hermana.

Si no hubiera sido por Orosia no la habría visitado. Habría muerto sin que hubieran hecho las paces. Una cosa más que agradecer a su mujer.

Había anochecido.

-Supongo que tendrás ganas de irte, pero quédate esta noche. Ya no hay transporte a estas horas.

-¿No te importa?

-¡Qué tonterías dices!

Deseaba besarla. Hacía mucho tiempo que no estaba con una mujer y Rosa seguía tan seductora como el primer día.

-Ella sabe lo nuestro –dijo Rosa leyendo su pensamiento.

-¿Se lo dijiste?

-Lo sospechó desde el primer día y no lo negué cuando me preguntó.

-Y aún así, se hizo amiga tuya.

-Porque es una mujer entera. Sabía que tú habías tenido tu vida antes de conocerla y lo aceptó.

-¿A qué viene esto?

-A que no ocurrirá nada aunque te quedes esta noche. No voy a poner en peligro tu conciencia.

No era a ella a quien temía. Nunca había sido mujeriego, únicamente había habido dos en su vida. Rosa le gustaba, le gustaba muchísimo desde que era imberbe, y sentía todavía su influjo. Conservaba su melena leonada, aunque ahora se la teñía para ocultar las primeras canas. La deseó como si no hubieran transcurrido los años, como si ella tuviera aún veinticuatro y él los quince, cuando la conoció. Recordó sus senos, sus largas y esbeltas piernas, ahora ocultas en una recatada falda… Pero no era Orosia, se esforzó en pensar.

-Mejor me busco una pensión.

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