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23
julio
El soplo del vendaval (16)

CAPÍTULO XVI

La había buscado por toda Melilla desde el regreso de su Unidad sin éxito y ahora no podía creer que la tuviera delante.

-He estado buscándote desde que supe que habías regresado, pero chico, no sé dónde te metes.

¡Ella lo buscaba a él!

No respondió. Siguió contemplándola incrédulo.

-Creí que te alegrarías de verme.

-¿Alegrarme? –no pudo evitar rugir – ¡Una cantinera!

Y escupió saliva al tiempo que lo gritaba mientras lanzaba chispas por sus ojos.

¡Demasiado sabía él lo que aquello significaba! Habían existido ya en los Tercios de Flandes. En aquel tiempo se consideraba que los soldados no debían casarse ni tener concubina fija para no tener ataduras, y puesto que el pecado nefando estaba severamente castigado, se admitían…

-¿Qué me estás llamando?

Alejo, que estaba sentado junto a Jesús, adivinando quién era la muchacha y viendo la situación, optó por musitar una disculpa, que ninguno oyó, y desaparecer prudentemente.

-¿Tú qué crees? –mezclose la respuesta de Jesús con la excusa de Alejo.

-¡Serás…! Huyo del convento…

-¡Enamorando a un cura!

-… para seguirte hasta aquí y… ¿Para esto tengo que aguantar a estos compañeros tuyos, que el que no está comido por la viruela es cojituerto y el que no…?

-¿Tú te has leído el reglamento? –cambió de tema Jesús consciente de que era más una calientabraguetas que una pelandusca.

-¿Qué reglamento?

-Ya veo que no. Seguro que no sabes que has de venir con nosotros.

Sí, aquello era lo realmente importante y no sus coqueteos. Aquello era el verdadero temor de Jesús y no lo otro, que simplemente lo enfurecía.

-El reglamento no dice nada de eso.

-Claro que no. Os señala que vuestro puesto en formación está detrás de las bandas en las paradas. Pero en el combate, aunque no lo mencione, tenéis que estar con nosotros; en el ataque, con la primera compañía, y en la retirada, con la última. ¿Te digo lo que le pasó a la cantinera que venía con nosotros?

-No creo que me interese.

-Entonces te diré tan sólo que estaba entre los muertos que retiramos.

Orosia guardó silencio ante aquellas palabras, no porque no tuviera nada que decir, sino porque no eran adecuadas. Quitarle importancia al asunto era una estupidez, y darle la razón, otra, porque en aquel caso Jesús habría querido saber por qué se había alistado. Lo cierto es que había tenido que elegir entre el cabaré o el Ejército. No se hallaban trabajos en la Melilla de aquellos días, primando, por otra parte, el estar cerca de Jesús, el temor a perderlo sin estar junto a él. Además que, pese a su gran cambio, seguía reticente a convertirse en cabaretera y desnudarse como Marina.

El rostro de Jesús se suavizó aunque persistió su expresión adusta, en un esfuerzo por aceptar los hechos. Suprimidas oficialmente en España a finales del siglo anterior, las cantineras seguían presentes en las campañas de Marruecos. Algunas eran tan populares que les dedicaban canciones, como había ocurrido con Asunción Martos, cantinera del Batallón de Cazadores de Talavera en la campaña marroquí de 1909. La tonadilla de que su vino no era ni blanco ni tinto, acudió absurdamente al cerebro de Jesús mientras contemplaba terne el rostro de Orosia.

Tenía un aire simpático con aquella ropa del batallón, pero con hechura femenina y una coquetona faldita sobre los pantalones del uniforme, que era obligatorio, dejando ver unas polainas blancas. La casaca, a rayas, estaba cruzada por una bandolera de cuero, y las insignias del regimiento veíanse gastadas. Entonces reparó en lo ajado que estaba el uniforme y se preguntó a quién habría pertenecido y cuál habría sido su destino entre los finales habituales que solían tener, ¿vejez, enfermedad, muerte violenta?

-Estás muy pensativo.

Llevaba puesto el gorro de la ordenanza. El gracioso sombrerito de paja, más frecuente, estaba destinado a las campañas para proteger los hermosos rostros de los rigores del sol.

-¿Y qué quieres que diga? -ácido.

Había visto otras, abundaban en Melilla. Eran mujeres que procedían de los que se solían llamar hijos del regimiento. Niños que en las guerras del pasado siglo se encontraban abandonados en los pueblos conquistados y que eran adoptados por las unidades. Los chicos terminaban entrando como educandos a la banda del regimiento a los doce años, para terminar como soldados; las niñas se convertían en cantineras. Era algo que se le antojaba lógico en una época en la que los hijos seguían el oficio de sus padres, y aquellos no habían conocido otro que el Ejército. La decisión de Orosia era distinta.

La muchacha lo contemplaba. Jesús tenía ahora la vista fija en la mesa, sin mirarla, como si no se atreviera o se avergonzara. Se preguntó si el joven dudaba de su integridad. Pero no era eso, Jesús no desconfiaba de su moralidad. Aunque parezca mentira las cantineras no solían ser amantes, muchos menos prostitutas. Su fidelidad y dedicación al regimiento eran absolutas. Ejercían de cantineras, de enfermeras, de confidentes, de madres, pero no de amantes.

Jesús dio un hondo suspiro.

-¿Por qué?-susurró.

-¿Por qué me he alistado? Tus cartas, tu última carta. Me asusté. Saber que estabas a mil leguas de distancia, que te podían matar sin volver a verte… Algo ocurrió en mí. No podía ser. No podía consentirlo.

Jesús no respondió. Volvió a guardar silencio.

A distancia Alejo podía ver las expresiones de ambos mientras fumaba kif. En un bolsillo tenía cigarrillos con opio, que en alguna ocasión había compartido con Jesús, aunque a éste le parecía puro esnobismo a pesar de que el consumo de drogas en la España de principios del siglo XX fuera considerado de buen tono entre las clases altas. Lo cierto es que en general no estaba bien visto socialmente no obstante se tratase de una conducta permitida y tolerada, tanto por el estamento medico – farmacéutico como por la sociedad en general. Hasta 1912 no hubo ninguna legislación y ésta sólo prohibía la exportación por parte de España a aquellos países en que estuvieran prohibidas por su legislación interna. De hecho, el láudano, un derivado barato del opio, fue el equivalente a la aspirina para cientos de miles de españoles desde el siglo XVII hasta 1930, y a nadie se le habría ocurrido tildar de drogadicto o toxicómano a Goya por su adicción al láudano, aún consumiéndolo a dosis tan altas que habrían sido mortales para otro que no tuviera su tolerancia. Y lo mismo ocurría con Santiago Rusiñol, a pesar de que era conocida su dependencia a la morfina, que se inyectaba sin adoptar la más mínima precaución antiséptica. La legislación contra las drogas y el cambio de mentalidad entraría con tanta lentitud en España, que la propaganda en prensa, cine, teatro, radio, transportes públicos, vallas, etcétera, de productos farmacológicos que contenían morfina, opio, heroína, cocaína, para calmar la tos, bronquitis y otras enfermedades, no desaparecerían hasta que se creara la censura sanitaria en 1941. Prueba de ello era que, en las proximidades del cuartel existía un cartel que promovía específicos preparados sin rival, antivenéreos, que curaban por horas, metaladillas instantáneos, inyecciones al minuto y drogas; que el uso del opio para fines terapéuticos en España sería legal hasta el 1 de enero de 1978, y que el láudano “Sydenham” figuró entre las existencias mínimas de tenencia obligatoria en todas las farmacias españolas hasta 1977.

Entretanto Jesús seguía sumido en sus pensamientos y posiblemente hubiera permanecido así una eternidad si no fuera porque Orosia dio una fuerte palmada en la mesa.

-¡Ya está bien! Por mucho que lo desapruebes lo hecho, hecho está, y no tiene remedio.

-No –lúgubre -, no lo tiene.

-¿Qué querías que hiciera? Ojalá no te maten en esta cochina guerra, pero si es de Dios que ocurra, quiero estar contigo cada minuto que pueda.

Jesús no respondió.

-Pero, bueno, ¿qué te pasa?

-Me pasa que no sé quién eres –respondió Jesús en un tono que evidenciaba un nuevo enfado -. No te conozco. No eres la postulanta que conocí. No te pareces en nada –y soltó una blasfemia, una que venía muy apropiada a su estado de ánimo, una que años atrás Orosia le habría impedido terminar. Esta vez la muchacha ni pestañeó -. Dime –prosiguió más tranquilo -, ¿cómo puede cambiar una persona de abajo arriba tan de repente?

-No te gusto como soy.

Fue una afirmación.

-No sé si me gustas o no. Es que no te conozco. Lo que hiciste en la petición de mano fue una cabronada; luego lo del convento y esto, ¿qué más has hecho? Nada es propio de aquella Orosia que conocí, de la que me enamoré. Esto… ¡mierda! Esto…

-Ahora eres tú quien necesita tiempo.

-Sí –suspiró -. Tengo que conocerte otra vez, volver a saber cómo eres.

Orosia cogió una de sus manos entre las suyas. Quizá fuera lo único que permanecía igual, pensó Jesús, sus manos suaves y femeninas, aunque persistiera la dureza de quien trabaja con ellas. También su rostro persistía invariable bajo la resolución nueva que tenía ahora. Sintió como si cayera en una inconsciencia hipnótica bajo aquellas manos que sostenían la suya, que le acariciaban imperceptiblemente.

-Sé lo que quieres decir –murmuró Orosia-. Tampoco yo me conozco, ni comprendo lo que me ha pasado. He hecho cosas que nunca creí que fuera capaz –Se interrumpió al sentir la otra mano de Jesús sobre las suyas -. Creo que mi verdadero ser es este, como soy ahora, que lo anterior fue un sueño, que permanecía dormida bajo lo que me enseñaba el cura de la parroquia, que me influyó lo suficiente para correr tras un ideal, que sólo fue otro sueño.

Calló nuevamente al sentir los labios del joven en sus manos.

-Jesús, si no estás seguro…

-No estoy seguro de nada.

-Entonces, déjalo, no quiero que me odies después.

-¿Después de qué?

-He mentido, he robado, he hecho cosas incalificables por ti. Si insistes…

-¿Qué?

-Que no me importará que no me quieras, sólo que me desees.

-¿Quién dice que no te quiero?

-Tú. Has dicho…

-Sólo que no te conozco. Quizá deje de amarte cuando lo consiga, no lo sé, pero hasta entonces…

-Lo que quieras.

-¿Hasta ese punto has cambiado?

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