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15
julio
El soplo del vendaval (15)

CAPÍTULO XV

Melilla era una población densa, animada y  pobre con calles laberínticas que compartían iglesias y mezquitas con sus alminares, desde los que el muecín con voz sonora y cadenciosa llamaba cinco veces a la oración. El zoco era más bullicioso que los mercados peninsulares y exponía de todo lo imaginable con la mayor mezcla, anarquía y colorido. Las callejas eran angostas, algunas con bazares cuyos escaparates, como el zoco, estaban repletos de las más sorprendente variedad de objetos. Orosia había contemplado alguna de aquellas tiendas estrechas de fachadas, pero profundas, sin atreverse a entrar. Desde la puerta podía observar toda clase de mercancías colgadas del techo y las paredes.

Los melillenses le parecieron alegres, vivos, efusivos y simpáticos, que tenían el hablar alto, la sonrisa en los labios y llenaban aquellos callejones de trazado irregular y caprichoso como si estuvieran en un hormiguero.

Aunque llevaba dos semanas parecía que era el primer día. Orosia seguía fascinándose por las calles, algunas de tierra, otras enlosadas, aquella con arco, pareciéndole todas diferentes, únicas en su originalidad, tanto como sus habitantes y no podía evitar caminar perdida por aquellas callejuelas observando, cuando no admirando, el colorido de los melillenses.

El barrio español de aquel promontorio que era la ciudad le llamaba la atención. Era eso, demasiado español y demasiado visto, muy distinto al barrio marroquí o a las colonias judías. Había sido fundada por los fenicios y conservaba aún restos de la necrópolis púnico – romana. Sus tres recintos amurallados fueron construidos entre los siglos XV y XVIII. Próximos a éstos, en los alrededores de la ciudad, estaban los campamentos militares que recibían armas, municiones y alimentos.

Durante aquellas dos semanas el dinero que le había dado Marcelo le había permitido sobrevivir en Melilla y hallar alojamiento en una pensión regentada por una joven de unos veinticinco años. El dinero de Marcelo no era ningún préstamo sino la paga de Jesús, que se las arreglaba para remitir, cuando las condiciones se lo permitían, artículos sobre los avatares y comentarios de la guerra, que luego eran publicados bajo seudónimos para proteger su identidad.

A Orosia no le extrañó la precaución. Eran de lo más mordaces y mala uva que había escrito hasta la fecha. La crónica de los combates, del compañerismo y sacrificio estaban llenos de humanidad no exenta de crudeza, mostrando la guerra tal como era, sin sentimentalismos patrioteros, llegando al corazón de los lectores, sobre todo en aquellos que tenía familiares en el frente. Sus opiniones, por el contrario, eran hirientes, cínicas, irónicas, no dejando títere con cabeza, desde los mandos que organizaban las expediciones sin mover el culo de sus despachos en Melilla, hasta los políticos bien guarecidos en sus poltronas a mil kilómetros, en Madrid, sin olvidarse del Rey, a quien calificaba de buena persona, pero sin carácter. Un rey que no gobernaba, que era manipulado por sus ministros y a quien auguraba que, como no espabilara, sus súbditos lo pondrían de patitas en la frontera.

Estaba visto que, ni en los peores momentos, su novio perdía comba. La crítica de sus artículos no dejaba a nadie indiferente, y menos sus mandos, que se volvían locos por localizar al cronista que, a todas luces, por lo que narraba, se hallaba entre sus filas. Pero era difícil descubrirlo; como buen periodista, Jesús hablaba con todos, se enteraba de todo, y por sus artículos parecía que estuviera en todos los regimientos a la vez al narrar las peripecias de cada uno de ellos.

Marcelo esperaba con avidez el correo que le remitía los manuscritos de Jesús guardando en un fondo el dinero correspondiente para cuando regresara. Era aquel el que había dado a Orosia cuando le interrogó (no preguntó) sobre el destino de Jesús, añadiendo que se marchaba a Melilla. Personalmente Marcelo consideró la decisión una estupidez, pero se guardó muy bien de abrir la boca; el episodio de la petición de mano le había convencido que el fondo de la muchacha era muy distinto al que había dejado aflorar al exterior hasta la fecha. La monjita que había colgado los hábitos por enamorarse de Jesús era un mito. En realidad era una mujer a la que no le agradaría tener por enemiga, de aquellas que no se detenían por nada y ante nada. El embuste del embarazo lo demostraba; su huida del convento, sin especificar cómo, era el remate; su decisión de ir a Melilla la llevaría a cabo con o sin su ayuda y, una vez allí, pobre del que le pusiera trabas.

Entregó el dinero y la vio partir sintiendo pena por Jesús. Pero todo aquel fondo económico que le había dado no iba a durar siempre y Orosia no había querido dar ninguna dirección a Marcelo para no comprometer a Jesús; después de todo los Servicios de Inteligencia estaban investigando a Marcelo, el cual, para dificultar su labor, distribuía los artículos por los distintitos diarios zaragozanos y vecinales, antes de decidirse por el principal de todos, simplemente por el número de su tirada. El Servicio de Inteligencia únicamente había descubierto a Marcelo, nada más, y después de un interrogatorio, una denuncia y ganar el juicio a favor de la libertad de prensa, había dejado de molestar. Jesús tenía el campo libre, pero mejor que siguiera en el anonimato.

Orosia iba pronto a necesitar dinero y para ello necesitaba trabajo, aunque el recorrido que estaba haciendo aquel día no era precisamente para esto. Buscaba un gato. Y todo había sido debido a la conversación que había tenido aquella mañana con la patrona de su pensión.

Marina del Peñal, aunque su verdadero nombre era Federica Abultado, parecía más joven de sus veinticinco años y se preocupaba de no perder su lozanía dado su empleo en el cabaré, ya que obtenía pocas ganancias con la pensión. Los ojos corzos de iris amembrillado poseían cierta humedad que, según la opinión de la época, no debía hallarse en las mujeres decentes. Su voz suave, con un timbre que podía haber competido con las mejores de la ópera, se había amoldado a las canciones ligeras del cabaré, las veces que las cantaba. Su rostro era ovalado con una belleza acrecentada por el peinado, que convertía su expresión en algo misterioso entre etéreo y mundano. Los labios eran carnosos e incitadores, la nariz recta, de las más perfectas que había visto Orosia. Su cuello, tentador. Sus senos, gruesos, firmes, con unos sensitivos pezones perfectamente rosados y que sabía muy bien insinuarlos bajo sus ropas de la manera más provocativa, igual que sus sensuales curvas y esbeltas piernas, que sólo conseguían admirar quienes asistían al cabaré.

No tenía muchos realquilados en la pensión, básicamente por sus otras actividades. Las mujeres, porque les avergonzaba habitar bajo el mismo techo de una… oh, no lo decían, porque eran unas damas. Y los hombres porque, por lo mismo, se creían con derecho a todo. En aquellos momentos la única realquilada era Orosia, y la jovencita parecía distinta a las demás; sus pupilas se habían dilatado asombradas y ¿asustadas? Cuando Marina la informó de su otra profesión; le gustaban las cosas claras, y prefería eso a ir con suspicacias y chismorreos, además, no se avergonzaba de nada. Pero no hubo más reacción. Orosia no dijo ningún comentario de las que estaba acostumbrada a escuchar y tampoco pareció importarle gran cosa. Marina no insistió en el tema, preguntándose si era tan inocente como parecía, mientras la muchacha le preguntaba si conocía de alguien que necesitase de una chica.

-¿Trabajo? –rio Marina –. Te diré qué trabajo hay libre en Melilla, el del cabaré.

-¿El cabaré?

-Sabrás lo que es.

-Por supuesto.

-Como pones esa cara… Ah, ya, una chica decente –rio con sorna. No podía serlo, se habría escandalizado.

-Olvidaba que trabajas en él.

-¿Dónde sino? Pero es un coñazo. Todos se creen con derecho a meterse conmigo. El otro día me estaba desnudando y el público…

-¿Te quitaste la ropa delante…?

-Hija, ni que salieras de un convento ¡Pues claro! Allí estaba yo y empezaron todos, que se quite esto, que se quite lo otro, y va un borde y me suelta, que se lo quite todo. Pues lo que yo le dije, un poco de cultura señor, que ya me lo quitaré.

-Yo no sé si podría.

Había hecho muchas cosas que nunca creyó capaz desde que conoció a Jesús, pero aquello…

-¿No? Pues no hay otra cosa, niña, necesitan dos mozas. No hay trabajo, y si no hay, no hay dinero, con que como no empeñes al gato…

Orosia no respondió desviando los ojos hacia el perezoso felino que dormitaba pacíficamente.

Y allí estaba, buscando un mamífero carnívoro, digitígrado, de lengua áspera, patas cortas y uñas retractiles del género Felis y especie Catus, con unas intenciones que no se les habría ocurrido ni a los que se los comían.

Reconocía, no obstante, que aquello no le iba a sacar de apuros y comenzaba a barajar la posibilidad del cabaré si no hallaba otra cosa. El pensamiento la abochornaba, preguntándose qué dirían sus padres o el Señor, con el que estuvo a punto de desposarse. Pero, sobre todo, ¿qué diría Jesús? Le desconcertó darse cuenta que no la preocupaba en demasía. Su decisión de no perder a su hombre le había llevado a ir rompiendo paulatinamente un montón de tabúes y aquello no sería peor que enamorar y dejar compuesto y sin novia a un hombre consagrado a Dios como mosén Buenaventura. Además, tenía que comer ¡qué caray! y no iba a ponerse a robar. Rezó para que el Hacedor le ofreciese un trabajo decente, pero si era Su voluntad lo contrario… bueno, bendito fuera el Nombre del Señor.

Logró cazar uno aquella tarde, el más salvaje que encontró, guardándolo en un saco y enfureciéndolo más durante el trayecto, a fuer de pinchazos y sutilezas varias, hasta que encontró una casa de empeños, diminuta, con un mostrador y una enorme estantería repleta de trastos viejos, llamados antigüedades, chismes inservibles y curiosidades cuya utilidad no era muy clara. Estaba atendida por un señor de unos cincuenta y cinco años, cabello oscuro brillante por el tinte, no menos negro el rostro, corto de cuerpo, largo de pies calzados en botines de cepos chinos, ojos hundidos, cejijunto, boca pequeña con dientes separados más los que le faltaban, levita gastada y pantalones nuevos cuando Napoleón III bailaba el vals.

Salió solícito ante la tímida sonrisa de la damisela, visiblemente avergonzada de estar allí, y no era para menos, pues las casas de empeño no eran lugares para jovencitas.

-D. Leoncio Ostirala para servirla, señorita. ¿Qué puedo hacer por usted?

E hizo una reverencia que casi tocó el suelo con la frente.

-Vera, yo… ¡Dios mío, qué vergüenza, no sé lo que pensará usted!

-Por Dios, señorita, no se altere.

D. Leoncio se sentía compasivo, parecía tan angustiada la pobrecita. Estrujaba con manos convulsas el medio saco que portaba, tan nerviosa la doncella que lo sacudía. A qué extremos podía llevar la necesidad que obligaba a una muchacha bien criada a frecuentar casas como la suya. Y no es que fuese deshonrosa, no. La suya era una casa decente, por mucho que las malas lenguas lo tratasen de usurero. Mas ¡ay! ¿Quién puede luchar contra la infamia que generan los siglos? Siempre los habían tratado de sanguijuelas y aún de avaros, comparándolos a los judíos. ¿Cómo no iba a estar amedrentada aquella damita teniendo su profesión tan mal renombre? Sólo los granujas, las ovejas negras de clases pudientes acudían allí, sólo los muy necesitados se atrevían a traspasar su umbral.

-Es que… -farfullaba Orosia -… necesito dinero y… ¡Nunca he estado en una casa de empeños!

Sobre todo que aquello quedara claro. Podía haberse vuelto comediante, pero de eso a… a… vamos, a…

-Entiendo –se abrumó cortés D. Leoncio, todo finura y delicadeza para con la joven -. Pero no hay nada deshonroso en esto, peor sería… -hizo un gesto con la mano -, ¿me entiende usted?

-No, señor.

-Robar, hija.

-¡Por Dios, señor!

-No, no quería ofenderla. Quiero decir, que siempre es mejor empeñar algo de valor…

-Hombre, no vale mucho…

-… y me hago cargo que únicamente la necesidad la ha hecho venir.

-… es más el cariño que le tengo.

Menos mal que no la veía Jesús, pensó avergonzada y enrojeciendo al darse cuenta que estaba disfrutando con aquello. ¿Qué clase de mujer vivía en su interior? Se desconocía, le asustaba y fascinaba aquella Orosia que nunca creyó que existiera, más fuerte y dispuesta a sobrevivir que aquella otra soñadora que deseaba consagrarse a Dios.

D. Leoncio malinterpretó el sonrojo.

-Tranquilícese, serénese usted.

-Es usted tan bueno, caballero.

Enjugó lagrimitas. Primero un ojo, luego el otro y regaló al hombrecillo una dulce sonrisa de niña buena.

Sí, más valía que no la viera Jesús.

-¿Mejor, señorita?

-Sí. Es usted tan amable…

-¡Oh, por favor! –sonrió vanidoso engordando diez kilos.

-… tan gentil…

Y vale, se dijo. No fuera a meter la pata al final.

-Bien, pues si se encuentra más animada, usted dirá.

-Vengo a empeñar… -empezó abriendo el saco y soltando al animal, que entre bufidos rabiosos fue saltando hasta quedar en el estante más alto del establecimiento.

-¡Un gato!

-Sí, señor, un gato.

-¡Aquí no se empeñan gatos!

-¡Oh, Señor! –gimió desazonada -. No tengo otra cosa de valor.

-¡No insista!

-No insisto. Me lamentaba.

-Perdone usted –se disculpó dándose cuenta del desliz. Señor, con ese grande, y no… ¡zoquete! – Créame que lamento mucho…

-Oh, no le dé importancia.

Miró con resignación al animal y gran tristeza a la tienda antes de fijarlos con aceptación de su destino en D. Leoncio. El hombre le devolvió la mirada con consternación. Pero las normas son las normas. Permaneció impasible.

-Por favor, ¿me lo devuelve? –preguntó educada Orosia.

-¿El qué?

– El gato.

-¿Yo?

-¿Pues quién?

-El animal es de usted.

-Y el establecimiento, suyo.

-No importa, ahí tiene la escalerilla.

-¡Caballero, por favor! –se escandalizó Orosia estirando su falda castamente.

-Señorita, no pretendía…

-¡Sé muy bien lo que pretendía!

-¿Qué son esos gritos?

Orosia miró a la mujer que acababa de asomar por la puerta del interior. Le recordó la giganta que sacaban en su pueblo, antes de emigrar a Zaragoza, una machota, con los brazos estirados y palmas abiertas, de rostro rechoncho, coloradote y sacando la lengua.

-Este señor, que quiere que me suba a la escalerilla para verme…

-¡Leoncio!

-Es un error, amorcito.

-¿Error? ¿Hacerle subir a la escalera y mirarle… lo llamas error?

-Es cierto, señora, no miento.

-Te creo, niña. Si no es la primera vez que… ¡infame!

-Es falso…

-¿Falso que me la pegaste con…?

-Aquello, no. Esto.

-Entonces, fue cierto. ¡Canalla, treinta años negándolo!

-Perdonen, yo quisiera mi gato.

-¿Cómo dice?

-Mi gato, señora.

-¿Qué gato?

-Ese –señaló con el dedo.

La giganta puso cara de pasmo.

-¿Qué hace ahí arriba?

-He venido a empeñarlo.

-No empeñamos gatos.

-Lo sé. El caballero me lo ha dicho. Pero no quiere devolvérmelo.

-Tampoco… -intervino D. Leoncio.

-¿Lo ve, señora?

-Veo. Engañándome con aquella fulana, aprovechándose de esta pobre e inocente muchacha, y hasta robarle el gato, cuando sabes que no me gustan. Devuélveselo, ¡y ya hablaremos luego!

D. Leoncio no respondió limitándose a secar el brusco sudor que inundaba su frente. Respiró agitado cuando su esposa abandonó la estancia. Miró al gato. Era uno callejero, de esos que, en el idioma aragonés, llaman furo y cuyo significado no ha sabido recoger la Real Academia de la Lengua Española en su diccionario, porque no es fácil de traducir, ya que sus matices son mucho más ricos que su equivalente castellano de fiero, sobre todo teniendo en cuenta que Orosia se había preocupado de asilvestrarlo más durante todo el rato que lo tuvo en el saco.

D. Leoncio tragó saliva.

-Parece muy salvaje –tartajeó.

-Oh, sólo con los que no conoce –aseguró con inocencia Orosia.

D. Leoncio empujó la escalerilla hasta las proximidades del gato y volvió muchas veces la cabeza hacia donde había desaparecido su mujer. Al fin se decidió, pero con el quinto zarpazo desistió.

-Lo siento, señorita –se lamentó cubriéndose con la mano los arañazos -; no hay forma de cogerlo.

-Pues yo no me voy sin mi gato.

-¿Y si se lo comprara?

Orosia irguió afrentada la cabeza.

-Quiero empeñarlo, no venderlo.

-Bueno, empeñarlo.

La muchacha miró tristemente al animalillo.

-A eso vine, pero no pensé… espero no causarle menoscabo.

-En absoluto.

Todo con tal de que se fuera. Luego cogería la escopeta y…

-Es usted muy amable.

Salió contando el dinero. Tenía para una comida.

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