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17
junio
El soplo del vendaval (11)

CAPÍTULO XI

Se levantó temprano y contempló la ciudad por la ventana. Durante un breve instante pensó en Orosia. Aquella muchacha nunca dejaba de asombrarle. Luego, con un esfuerzo, la dejó arrinconada en un punto oscuro de su mente y comenzó a vestirse. Aquel día de febrero era demasiado importante y necesitaba prestarle toda su atención.

Un pulso al Gobierno, de aquello se trataba principalmente. Joaquín Costa sólo representaba el símbolo de aquella lucha.

No se sintió bien al pensar en utilizar el cuerpo mortal de aquel hombre, a quien admiraba, pero era mejor aquello que los métodos de Barcelona.

Su periódico había publicado unos soberbios artículos sobre el tema, ayudando a soliviantar a los zaragozanos, pero el «Heraldo de Aragón» les había ganado por la mano al publicar el día nueve, una carta manuscrita de Costa fechada en 1905.

Volvió a leerla mientras se calzaba. Se titulaba «¿Emigración o repatriación?»

Gobernantes, municipios y publicistas se preocupan aquí de la emigración de hombres a la Argelia, al Brasil y a Buenos Aires; y no se preocupan de la emigración de niños al cielo, a pesar de que por ésta perdemos quince veces más población que por aquella.

Acaso sea que Zaragoza, que Murcia, que Madrid no eran su patria, sino su destierro, y que al morirse, no es que emigren, sino que se repatrían. De ser ello así, resultaría que los españoles nos limitábamos a observar en todo su rigor literal los usos internacionales, dejando abiertas de par en par las fronteras a esos pequeños extranjeros para que salgan cuando quieran, sin hacer nada por retenerlos y naturalizarlos. Y así debe ser, o no tener más uso de razón, pues de lo contrario, nos apresuraríamos a cerrar la salida con los sabidos candados, aire, sol, agua, instrucción, abrigo, despensa, alcantarillado, jabón…

Pero la grave mortalidad infantil no había sido el único campo de batalla del León de Graus. Había luchado por la agricultura, el Derecho, los embalses, contra el caciquismo… y siempre con idéntico resultado, el silencio, la crítica y el olvido, hasta el punto que él mismo se lamentó ser tratado como el enemigo público número uno. En su retiro de Graus, Joaquín Costa había muerto el 8 de febrero desengañado por la incomprensión y escaso ambiente logrado por sus palabras en la vida pública española y, también, aragonesa. Y fue entonces, una vez fallecido, haciendo cierto el dicho qué bueno es después de muerto, en una actitud tan hipócrita como cínica, cuando el Gobierno español puso a Costa literalmente por las nubes, haciendo un santo donde horas antes sólo vio un estorbo. Y con ello, contritos y lágrimas de cocodrilo, solicitó permiso a la familia del fallecido para trasladar sus restos a la capital de España.

Los activistas zaragozanos, no menos hipócritas y cínicos, estaban dispuestos a impedirlo. Aunque de éstos el único que habría reconocido su condición en voz alta, de habérselo preguntado, era Jesús.

A los que habían alborotado al pueblo zaragozano les importaba un comino Costa. Se trataba de un pulso, una lucha de poder a poder, y por otro lado una reivindicación de la nacionalidad aragonesa frente al centralismo madrileño. Costa sólo era símbolo de la lucha, pero lo mismo que era él, podía haber sido Perico el de los Palotes de haber tenido su peso específico.

Jesús, pese a admirar a Costa, era lo bastante honesto consigo mismo como para darse cuenta de la verdad. Aún así había participado directamente en crispar los nervios zaragozanos y tenía intención de estar en la primera línea para detener el tren. Una cosa no quitaba la otra.

Salió a la calle pensando con vanidad que sus artículos, salvando la distancia, eran similares a los de Costa, aunque con un estilo más mordaz y directo, y con más éxito. Él no buscaba cambiar España, él quería la lucha de clases, conseguir mediante sus escritos lo que obtenía con sus palabras, arengar al obrero lo suficiente para que se alzara y rompiera sus cadenas. Quizá la diferencia, entre ambos, estaba allí.

La revolución había fracasado en Barcelona al írsele de las manos, pero quizá Zaragoza fuera distinta. No había llegado a aquel punto de crispación en que estuvo la ciudad condal. Aquí bastaba con esperar y saber encauzarla.

Zaragoza iba viviendo lentamente una expansión económica desde hacía unos once años, pero no terminaba de afianzarse. Con todo, se había creado la Caja de Ahorros de Zaragoza, Aragón y Rioja en 1876, la Caja de Ahorros Inmaculada en 1905, y el año anterior el Banco de Aragón y el Zaragozano. Sin embargo, el tejido industrial que iba creciendo, propiciado por estas cuatro entidades, aún iba a tardar tres años más; no sería hasta la guerra europea de 1914, cuando la economía sería relanzada.

Con 112.000 habitantes, los trabajadores de la ciudad acudían a las fábricas del extrarradio desde las callejas del casco viejo o desde improvisadas viviendas próximas a los centros laborales. Jesús calculaba acertadamente un rápido crecimiento de las distintas zonas de la periferia, espontáneo y caótico provocado por el voluminoso aporte de nuevos trabajadores. Todo en un extrarradio de inmigrantes obreros, como en el viejo casco histórico, que se diferenciaba del espacio urbano, ocupado por una nueva y creciente burguesía. Hecho que comenzaba a vislumbrarse ya aquel 1911.

Todo esto iba a provocar una especulación del suelo; había ya antecedentes con las viviendas a bajo coste aprobadas por el Ayuntamiento en 1891 y 1893, localizadas en el camino de las Alcachoferas y en el barrio de San José, y más recientemente, las del Huerva y las Fuentes en 1905.

Como en Barcelona, existían y crecían dos Zaragozas, la burguesa y la proletaria, y que iban a confrontar violentamente durante la siguiente veintena. Zaragoza era ya la segunda ciudad sindicalista de España, después de Barcelona. El PSOE y la UGT se habían implantado en Zaragoza en 1899 y coexistían con numerosas asociaciones de obreros de tradición libertaria en el Centro de Sociedades Obreras de Zaragoza, en la calle Estébanez, aunque fue la CNT en donde el proletario emigrado halló su práctica sindical más eficaz. Los conflictos laborales, sin alcanzar la intensidad de años posteriores, eran ya en aquel tiempo más frecuentes que los movimientos expansionistas, hasta el punto que el primero de mayo de 1890 se había celebrado con cuatro días de huelga.

Con esta base y su experiencia catalana Jesús auguraba en el «Espartaco» un futuro de violencia proletaria grave, del cual el episodio que iban a protagonizar aquel día era únicamente el preámbulo.

***

Había ya un gran gentío en la estación del ferrocarril cuando llegó y alguno de los dirigentes se le habían adelantado. Saludó a Marcelo e intercambiaron algunas palabras comentando el estado de crispación que parecía imperar en aquella masa. El cenetista Benito Pío sostuvo que era preciso hablarles para mantener los ánimos y la calma al mismo tiempo que predisponerlos para lo que iba a ocurrir. Un difícil equilibrio que rayase la violencia, pero sin agresión. Era muy importante que el acto estuviera dentro de la reivindicación costista, para no dar pie a la intervención de las fuerzas armadas, que se iban agrupando alrededor. Marcelo propuso a Jesús, Benito se opuso; era demasiado joven, apenas diecinueve años, y bien sabía él la exaltación de todos los jóvenes. Jesús se abstuvo del debate, no tenía el menor interés de hablar a nadie. Pero la tesis de Marcelo se impuso cuando comentó la maestría de los artículos de Jesús y el entusiasmo con que toda la clase trabajadora simpatizante los aguardaba. Tenía una intención oculta; Marcelo estaba intrigado con su amigo desde la petición de mano y quería saber hasta dónde era capaz de llegar su capacidad de manipular los sentimientos del público.

De mala gana Jesús subió a una improvisada tarima y extendió los brazos para imponer silencio. Paseó la vista lentamente por aquellos ojos expectantes. Entre los últimos don Sidal se sorprendió al reconocer al irritante joven que pretendía la mano de su hija. Como muchos otros había acudido con la buena fe de conservar a Costa en Aragón.

-Zaragozanos, Aragón se define por su Derecho –dijo Jesús haciendo suyas las palabras de Costa -. Pero, ¿desde cuándo se respetan los derechos de Aragón? –continuó pasando hábilmente a describir lo que había difundido Costa y su relación con el proletariado, asegurando que la antevíspera de su muerte había dicho al cenetista caspolino Buenacasa, quien lo visitó en Graus por delegación de la Federación Obrera zaragozana, que estos, los obreros emancipados, son los que nunca engañan.

Una ovación siguió a sus palabras y Marcelo dio un codazo a Benito por la facilidad con que Jesús había derivado la arenga al terreno sindicalista. Siguió escuchando, su amigo parecía ver a todos y a ninguno, completamente absorto en sí mismo, acudiendo las frases a su boca con un desparpajo increíble teniendo en cuenta que no tenía nada preparado. Era un orador por naturaleza.

Marcelo paseó la vista por la multitud, todos estaban pendientes del joven de la tarima, que daba datos, los retorcía, los amoldaba y jugaba con sus sentimientos pasando de Costa al movimiento obrero, luego al aragonesismo populista, dejando de lado el burgués, enardeciéndolos con la injusticia social y criticando a los ricos su dinero y a los pobres su apatía, con un arte que conseguía que hechos tan dispares parecieran todos lo mismo. Entonces Marcelo descubrió a don Sidal; por mimetismo o convencimiento estaba tan subyugado como los demás por Jesús, a quien, pese al frío, corrían gotas de sudor por su rostro en una especie de frenesí, alterado él mismo por sus palabras.

Los hacía llorar con la descripción de la Semana Trágica, los abochornaba por los excesos cometidos por el proletariado descontrolado durante ésta, los exaltaba de ira por la cruenta represión posterior de las fuerzas del Gobierno, al servicio de sus explotadores, y siempre, en el fondo de su discurso, Joaquín Costa, manipulándolo, convirtiéndolo en lo que nunca fue, acoplándolo a sus propios intereses, en un mártir obrero, calentando los ánimos hasta el extremo que una palabra suya habría desencadenado una revuelta armada, y en ese punto se detenía, pegaba un brusco giro y los enternecía con el hambre de sus hijos, con la mortalidad infantil, con la explotación de los niños en el trabajo.

Benito escuchaba haciendo planes. Si los artículos de Jesús eran impecables, en un mitin era un fuera de serie. Todo su ser hablaba, sus ademanes, sus gestos, sus expresiones, su voz que hacía conservar en aquella multitud, cada vez mayor, un silencio que no se atrevían a romper en aclamaciones, atentos todos de él, bebiendo sedientamente sus palabras y que sólo se interrumpieron al oír llegar el tren, y entonces, como un solo cuerpo, todos se lanzaron a la vía obligando a detener el convoy, arrebatando a Costa del vagón mortuorio, llevando el féretro al Ayuntamiento sin que las autoridades ni la fuerza pública lograran evitarlo. Sólo había un grito en aquel enorme cuerpo mimetizado por Jesús: el cadáver de Costa no saldría de Aragón mientras uno de ellos quedara con vida.

Miles de personas montaron guardia dentro y fuera de la Casa Consistorial hasta que, al día siguiente, el ataúd fue conducido a Torrero en medio de una fervorosa manifestación de afecto y admiración populares.

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