Sin Comentarios
03
junio
El soplo del vendaval (9)

CAPÍTULO IX

La Zaragoza de 1911 era una ciudad tranquila, cerrada en parte en sí misma, pero llena de un colorido entrañable que el modernismo empezaba a arrebatar. La plaza de la Constitución de 1890 había tenido un delicioso aire de recogimiento provinciano pese a sus amplias dimensiones. Después de la puerta de Santa Engracia, al lado de la plaza Aragón, existía el paseo Sagasta, que era un perenne barrizal, defensa natural de los morosos que iban por sus andenes y veían por el opuesto a algún acreedor, ya que nadie se atrevía a cruzarlo, a menos que se descalzaran y subieran las perneras de los pantalones hasta la rodilla. La calle de Alfonso I era el paseo de los zaragozanos de siete a nueve de la noche, los caballeros y las damas decentemente separados. Ellas por las aceras y ellos por la calzada.

En el Coso se instalaban los garitos de la feria y se vendían baratijas de quince céntimos a un real e incluso dos reales la pieza. La puerta del Carmen estaba adherida a edificios y el canal Imperial permitía realizar románticos paseos en góndola por sus aguas a la alegre juventud zaragozana. En la fuente de los Incrédulos continuaban aliviando la sed hombres y caballerías.

La catedral de la Seo, en el casco viejo, ya no contemplaba la Torre Nueva, derribada en 1892 a causa del egoísmo de unos pocos zaragozanos pudientes. La Seo, sede concilios, de sínodos, de cortes, había coronado a los reyes de Aragón, había celebrado sus bodas, había presenciado el juramento de los Fueros del reino, reposando en ella los restos de arzobispos, príncipes y nobles. Seguía siendo el máximo representante del gótico aragonés, constituyendo un resumen de las trayectorias artísticas medievales y un arquetipo del gótico mudéjar.

A 150 metros de la catedral, en la ribera del Ebro y al lado del puente de piedra, se hallaba el Pilar, que tenía junto a la tradición de la Venida de la Virgen una historia de veinte siglos. En aquel año de 1911 únicamente tenía dos torres. La más antigua, la de Santiago, había sido iniciada en 1683 terminándose a principios del siglo XX. La otra torre, la de Nuestra Señora del Pilar, se había empezado en 1903 acabándose en 1907.

En el casco viejo, conocido como el Tubo, podía verse en diversas paredes, las heridas de los sitios de 1808 entre los ladrillos alargados, planos, macizos; un laberinto de callejones estrechos, tortuosos y retorcidos, por los cuales caminaba Jesús un frío día del mes de febrero, con la incomodidad propia de quien lleva un traje nuevo que no está acostumbrado a llevar. El cuello duro le lastimaba el pescuezo y tenía la sensación de asfixiarse por la presión de éste y el corbatín. El chaleco, como el traje, austeramente oscuro y alquilado para la ocasión. Calaba su cabeza un bombín, también de alquiler, creyendo que éste cuadraba mejor que la habitual gorra que solía llevar.

En el Coso se detuvo un instante, próximo al teatro Principal, mientras dejaba pasar el tranvía, uno de aquellos nuevos tranvías eléctricos que habían empezado a funcionar en Zaragoza nueve años antes, y un carro tirado por un borrico. Desde allí podía observar la plaza de la Constitución con una fuente y una estatua en su interior. En el pedestal Neptuno, según creía Jesús por el tridente, tendía el brazo derecho mirando eternamente hacia el paseo de la Independencia. Alrededor una serie de árboles y una farola, junto a ésta cuatro carros con sendos asnos.

Prosiguió su camino hacia el café Moderno. Nada más entrar se detuvo unos segundos. Las sillas y mesas estaban distribuidas entre las columnas corintias que sostenían un elaborado artesonado de madera. Junto a uno de los grandes ventanales, codo con codo a un cartel taurino, vio a Marcelo.

-Llegas tarde.

-He ido a que me afeitara el barbero –respondió sentándose en la silla de enfrente.

-Quieres dar la campanada –sonrió burlón su amigo.

-No te pases –amenazó con un gruñido -. La verdad, esto me parece ridículo. En mi pueblo no hacemos tanta comedia. Cuando nos gusta una chica vamos a la fuente a esperarla a que vaya a por agua. La miramos, la sonreímos, aprovechamos para hablar y luego acompañamos un trecho durante el regreso. Si la cosa va bien…

No estás en tu pueblo –interrumpió Marcelo -. Estos del norte tienen otras costumbres.

-A mí me lo vas a decir.

Después de lo que pasaron juntos en Barcelona durante la Semana Trágica, en Zaragoza se habían tenido que ver casi a escondidas.

Desde luego, la vida daba vueltas, se dijo. Ni él se había entregado ni Orosia hecho monja. La muchacha regresó a Zaragoza después que él se curara y Jesús la había seguido poco después; no lograba apartarla de su pensamiento. Además, era lo mejor. En Barcelona sólo tenía malos recuerdos, una madre que lo maldecía y una hermana que, cuando habló con ella, tuvo que hacerlo en la puerta de casa sin ser invitado a entrar. Zaragoza era otra cosa. Aquí no tenía pasado, podía empezar nuevamente.

-Lo más ridículo que encuentro es lo del moderador.

Aponderador –corrigió Marcelo.

-Como se llame –rezongó -. No necesito que nadie alabe mis virtudes.

-Bueno, es un rito de aparejamiento. Siendo Aragón una tierra pobre vuestros sentimientos no cuentan, tan sólo las consideraciones prácticas en relación a la casa y la hacienda.

-Por el amor de Dios, estamos en el siglo XX.

-No importa. Son de un pueblo aún más pobre que el tuyo. Así que cuando pidas su mano no te sorprendas que exijan un estudio de los bienes que aportas.

-Y ahí es donde entras tú.

-Exacto. Mi función consiste en ensalzar tus cualidades, lo buen trabajador que eres, tus posesiones…

-La gorra.

-¿Eh?

-Que sólo poseo la gorra y la ropa.

-Eso lo diré yo si llega el caso. Tú mantén el pico cerrado.

-Pues cuidado con lo que aponderas.

-¿Qué quieres decir?

-He oído hablar de uno que, de tanto exagerar las cualidades del novio, deshizo la boda.

-Sí, el de Burriales, que no contento con decir que era corto de vista lo dejó ciego del todo.

-Pues eso.

-¿Me llamas exagerado?

-No, pero hay asuntos que me gustan solucionarlos a mí.

-¿A ti? Lo mejor que puedes hacer es cerrar la boca. Déjame a mí, ¿quieres? La hija iba a ser monja, o sea que son gente muy religiosa. Mantén la boca cerrada.

Jesús se echó hacia atrás en el asiento.

-¿A qué viene eso?

-No creo que les haga gracia que seas anarquista.

-Eso es agua pasada –repuso Jesús recordando que había ido detrás de Orosia como un borrego. Rosa se había reído cuando le contó sus intenciones. Luego la joven lo besó en los labios con un sentimiento que desconcertó al muchacho. Cuando se despidió de ella no supo qué pensar.

Dos años de aquello.

Zaragoza le sentó bien. Consiguió trabajo y estaba en contacto con sindicatos. Sus antiguos compañeros lo localizaron, aunque la reacción de Jesús no fue la esperada. Les echó en cara todos los excesos de la Semana Trágica. No le importaba seguir en el partido, pero tendrían que cambiar muchas cosas para que se quedara, arguyó al tiempo que sacaba a relucir cómo Rosendo y Julio habían huido a Francia después de la revuelta, abandonando a otros camaradas menos afortunados y que habían sido detenidos. También él había huido a Zaragoza. Zaragoza seguía siendo España.

La reunión fue un fracaso. Jesús se apartó del anarquismo y los viejos compañeros lo estudiaban con recelo. Cualquier día podía encontrarse una bala. Era algo que no ignoraba, pero tampoco le importaba, en ocasiones seguía creyendo que no merecía otra cosa.

-¿Seguro? –sonrió Marcelo -. ¿Y si se enteran que eres uno de los instigadores para detener el tren que transporta el cadáver de Joaquín Costa mañana?

-Eso es diferente. Costa se tiene que quedar en Aragón, no en Madrid.

-Como quieras, no discutiré.

-¿Discutir? ¡Si eres otro de los cabecillas!

-Sí, pero yo ya estoy casado.

Jesús no respondió. Había conocido a Marcelo en la reunión con los anarquistas y, aunque habían hecho amistad, aún no confiaba plenamente en él. En ocasiones tenía la sensación de que Marcelo tenía la secreta misión de hacerle regresar al buen camino.

Tenía quince años más que él, bigote fino y una ropa elegante que debía ser tan alquilada como la suya para la ocasión. Mejillas redondas, ojos ligeramente saltones, incisivos separados; causaba más impresión por su envergadura que por el rostro. Sabía hablar muy bien, dominando el lenguaje, y un carisma impresionante cuando arengaba a los obreros. No había tenido problemas en involucrar a Jesús en el asunto de Costa, aunque tampoco Jesús necesitaba mucho para ello; la Semana Trágica le había hecho reconsiderar muchas de sus convicciones, pero no convertido en apático.

Marcelo proseguía su perorata sobre la política familiar de defensa de las escasas posibilidades de una sociedad rural, que tenía que apoyarse en el mantenimiento de una economía, que no entendía Jesús.

-Pones cara de aburrido.

-Es que me aburro.

La respuesta no pareció gustarle a Marcelo. Oscense, de no sabía qué pueblo Jesús, había emigrado a Zaragoza con quince años, al ser el hijo pequeño de la casa y no tener alternativa frente al mayor. Un sistema hereditario que no le entraba en la cabeza al andorrano y que era la base de toda aquella fórmula matrimonial, que Marcelo explicaba.

El heredero.

¿Acaso no eran todos hijos? ¿Cómo podía recibir toda la casa y las tierras uno sólo y que los demás espabilaran?

Jesús prefería el sistema de su pueblo, ignorando si era el mismo en todo el Bajo Aragón. Allí se repartía todo a partes iguales entre los hijos. Tenía sus inconvenientes, por supuesto. Al cabo de unas pocas generaciones no había tierra suficiente para mantener a las distintas familias que se habían formado, pero aún así, a Jesús le parecía un sistema hereditario más justo que el otro, aunque éste asegurase, al menos, la subsistencia de una.

Se preguntó si era este el motivo por el que Marcelo había hecho buenas migas con el anarquismo o si fue debido, como a él, a las injusticias sufridas por los trabajadores. La verdad, se dijo bruscamente, conocía muy poco de la vida de su amigo.

Marcelo desistió, conformándose con el simple hecho de que Jesús estuviera callado durante la petición de mano.

Jesús se arregló el chaleco al salir del café antes de encaminarse hacia el Tubo. No supo por qué, en aquel momento, pensó que estaba elegante, aunque nadie lo habría catalogado de pisaverde. Sus ademanes eran demasiado rápidos y bruscos; sus manos, antiguamente macizas y callosas, se habían tornado finas desde que consiguió trabajo en un periódico, no habiendo mejorado con ello su economía. Su espíritu seguía tan levantisco como siempre. El diario «Espartaco», completamente radical, había tomado el nombre del esclavo romano queriendo simbolizar con ello la lucha de clases y la libertad obrera.

Los artículos de Jesús no eran extensos, pero sí contundentes, no pasando en absoluto desapercibidos. Su estilo era claro, pero él mismo se daba cuenta de la pobreza de su vocabulario, viéndose obligado a preguntar muchas veces para corregir las redundancias. Al final había decidido que lo más práctico era reanudar sus estudios. Seis meses atrás se había matriculado en una escuela para adultos, donde, después de las primeras semanas, había recobrado el gustillo de su infancia devorando las materias.

Cuando no llegaba su dinero le ayudaba el partido, que veía en él un futuro prometedor, pese a las reservas que sentían. Jesús no los desengañó; sus artículos constituían verdaderos alegatos. A instancias del partido entró en una polémica con un tal Pascual Mauro, articulista concienzudo y moderado, bajo cuyo seudónimo se ocultaba el propio Jesús y que se cuidó muy bien de que sus camaradas no descubrieran la verdad.

Los debates en ambas publicaciones fueron antológicos y duraron unos cuantos meses, los que necesitó Jesús para agotar sus ideas y exprimir la tesorería del partido. Luego, hombre prudente, haciendo gala de su ya demostrada moderación, Pascual Mauro desistió dando la victoria a Jesús, lo que le valió los parabienes del partido. Sí, ciertamente que era un diamante en bruto. Jesús acogió las enhorabuenas con hipócrita modestia y por primera vez, en aquellos meses, pudo dormir, pues si ya había sido agotador hallar réplicas y contrarréplicas contra sí mismo, peor había sido mantener dos estilos completamente distintos de expresarse. La caligrafía no había sido ningún problema, como buen proletario Jesús había usado pluma; su oponente, máquina de escribir.

Salvo él nadie, ni siquiera su novia, conocía esta doble vida. Su desengaño en la Semana Trágica, las conversaciones con Orosia, cuyos puntos de vista distaban mucho de los suyos, y el estudio, cuyo sistema de análisis le ayudó a ver la situación obrera de una forma más imparcial, lo habían convencido de que ningún activista obrero buscaba el bien de los demás, sino el suyo propio.

 Su hermano había muerto por un estúpido capricho del Gobierno y un no menos idiota concepto de la Patria; a este nivel seguía pensando igual. Pero había muerto gente inocente. Había muerto su padre, que nunca hizo daño a nadie, que siempre fue un hombre bueno. Y él lo había matado, a él y a los demás. No importaba que no hubiera apretado el gatillo, había sido uno de los instigadores de la revuelta y era responsable.

Habría terminado entregándose si no hubiera intervenido Orosia. La muchacha tenía razón. Era la salida fácil. Le ajusticiarían y ahí terminarían sus penas. Justo castigo. Pero, ¿qué precisaba más valor? ¿Aquello o continuar con vida, con los remordimientos? ¿Quién querría sufrir toda su existencia si entregándose y un balazo finalizaba todo?

No sucedió ni una cosa ni otra. No se entregó, pero tampoco vivía atormentado por el recuerdo. Ni él mismo habría sabido decir por qué. Quizá fuera su juventud, que le ayudó a adaptarse. O la propia Orosia, que no le dejó ni a sol ni a sombra, que abandonó finalmente el convento regresando a Zaragoza, a casa de sus padres por petición de éstos, preocupados de que estuviera sola dada su juventud.

Y él, detrás.

En Barcelona no tenía a nadie. Una madre que lo maldecía y una hermana que… Soportó el dolor, era comprensible su reacción, estaba todo demasiado reciente.

Zaragoza era otra cosa. Sí, otra cosa.

-¡Date prisa! –exclamó Marcelo interrumpiendo sus pensamientos.

-Me aprietan los zapatos.

-¿También son nuevos?

-¿Tú que crees?

Marcelo sonrió con guasa.

-Con todo el dinero que te has gastado para causar buena impresión… sí, será mejor que no abras la boca –volvió a advertir.

-No me falta ningún diente.

-Ya sabes por qué lo digo.

Las callejas iban siendo más estrechas y retorcidas teniendo algunas, nombres diferentes según los tramos, algo que enfurecía a Jesús, que se había extraviado en tres ocasiones. No le extrañaba que hubieran detenido al ejército napoleónico en ellas en la batalla del 4 de agosto. Seguro que también se perdió.

Se detuvo por cuarta vez.

-¿Dónde estamos? –preguntó Marcelo.

-Deja que piense.

-¿Cuántas veces has ido a esa casa?

-Una. La última, en que Orosia me permitió acompañarla hasta la esquina.

-Y no te fijaste.

-No.

Todo ojos para ella.

-Ríete, encima.

Torció los labios.

-Por allí.

-¿Seguro?

-No.

-Me lo temía.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *