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13
mayo
El soplo del vendaval (6)

CAPÍTULO VI

Jesús despertó sobresaltado. Aún era de noche. Se llevó la mano a la chaqueta y palpó el revólver. Respiró tranquilo.

Carcajadas.

No se movió, solamente eran unos cuantos revoltosos.

Aquello no era ya una revuelta. No era la revolución. No la suya. Era pillaje.

Deseó estar con su hermano únicamente para librarse de vivir otra jornada como la anterior.

En África, después del incidente del ferrocarril el día 9 de julio, el general Marina, gobernador de Melilla, decidió frenar la presión de los rifeños atrincherados en el Gurugú ocupando Sidi Amet, Sidi Alí, Sidi Musa y Atalayón. Sufrió 300 bajas en Sidi Musa. Y con las recién llegadas tropas de reservistas, el general Pintos, decidió penetrar en el Gurugú alegremente cruzando el Barranco del Lobo. Tomás sólo escuchó un aguacero de balas antes de caer con la cabeza atravesada por una junto a mil soldados más, que murieron aquel día a mayor gloria de la Patria. Amén.

La noticia de la carnicería nunca llegó a Barcelona, cuyos ciudadanos intentaron reemprender sus actividades habituales. Las mujeres salieron a la calle para adquirir provisiones, encontrando las tiendas y mercados cerrados y teniendo que caminar manzanas y manzanas para poder comprarlas.

Algunos carros de transporte y coches de punto que empezaron a circular se retiraron al tropezarse con los huelguistas que les insultaban y apedreaban.

Las nuevas violencias sólo fueron la prolongación del día anterior. Después del incendio del Patronato Obrero de San José, los hermanos maristas de San Andrés se pusieron a disparar contra los grupos que se acercaban a su residencia. El no poner la otra mejilla como ordenaba el Hijo de Dios, del cual se decían representantes, encalabrinó a los revoltosos que respondieron a las balas.

Jesús vio sin decidirse a intervenir cómo sus compañeros intentaban rociar los portales del convento jesuita de la calle Caspe con gasolina, cuando fueron recibidos por una terrible descarga por parte de los discípulos de Loyola. Todavía lo intentaron dos veces más, siendo siempre rechazados por los jesuitas que disponían de un armamento mejor que los reservistas en el Barranco del Lobo.

Sentado en cuclillas a prudente distancia Jesús disfrutaba del espectáculo de la bienaventurada Compañía, diciéndose que seguramente bendecían los proyectiles.

Una bala rebotó cerca de él y se escabulló al tiempo que otras dos caían en el sitio donde había estado.

Se alejó preguntándose qué hacer. Hacía horas que no había disparado, que se decía de regresar a casa, pedir perdón a su padre y quedarse. Pero una curiosidad malsana, similar a cuando era niño, le obligaba a permanecer en las calles.

A lo lejos Mauro sacaba a unos religiosos, porque según les decía no iban a quemar el convento con ellos dentro, no eran criminales.

Jesús se aproximó lo suficiente como para oír gritar a Mauro bruscamente:

-¡Aquí los tenéis! ¡Disparad, disparad y matadlos como a ratas!

Jesús ni siquiera sacó el arma, pero se sintió un asesino.

Prostitutas de la calle Robador y de otros antros barceloneses se erigieron en vengativas protagonistas. Se lanzaron a las calles con sus rufianes, acompañadas de delincuentes comunes dispuestos a aprovecharse y convirtiéndose en los decididos jefes de los menos osados.

Cuando la primitiva huelga general degeneró en revuelta armada aparecieron las barricadas. Ahora las batallas eran más salvajes y enconadas, ya que los amotinados se podían defender mejor. Los suburbios obreros, con sus callejas, con pavimentación de adoquines mal ensamblados, con altas casas donde los francotiradores encontraban un refugio ideal para disparar, se convirtieron en auténticas fortalezas.

El día 28 fue igual que el 27. Casas ricas ardiendo, sus habitantes asesinados por el vulgo enfurecido y azuzado por granujas que permanecían a la sombra enriqueciéndose con el pillaje, mientras grupos de muchachos buscaban objetos de valor entre las cenizas. Conventos e iglesias en llamas. Y la chusma, después de asesinar a los sacerdotes, se había emborrachado con los vinos que éstos poseían en las bodegas, para a continuación dirigir su acción contra lo que ellos consideraban origen de todos los males, los privilegios, las inmunidades, las ventajas de clase, la Iglesia, a la que venían culpando de muchas cosas desde principios de siglo fuerzas políticas de gran ascendencia sobre la masa.

Jesús continuaba andorreando dándose cuenta que la revuelta había decaído en barbarie y perversión. Sus ojos se acostumbraron pronto a ver muertos y cenizas de lo que anteriormente habían sido seres humanos. Pero había cosas a las que no podía acostumbrarse, como cuando vio a un basurero fornicando con el cuerpo fallecido de una religiosa. Tuvo náuseas, pero no apartó la vista, se obligó a mantenerla. Aquello también era culpa suya. Conocía a aquel hombre, era un vecino que siempre se había caracterizado por su bondad.

Se introdujo por un callejón preguntándose en aquella negra noche si todo continuaría igual al día siguiente.

¿Quién era aquel que forcejeaba con una monja?

Mauro.

Sus intenciones no podían ser más claras.

-¡Déjala!

Mauro volvió la cabeza. Sonrió al reconocer a Jesús.

-¿Qué te pasa? ¿Otra vez la conciencia? Ya no puedes retroceder después de lo que hemos hecho. Si perdemos te condenarán igual. Aprovéchate. Luego te la dejaré a ti.

Volvió a darle la espalda. La monja peleó sin éxito.

Jesús sacó el revólver.

-¡Déjala!

No iba a explicarle sus razones, ni él mismo las comprendía.

-Bien –dijo pausadamente Mauro -. Como quieras.

Se giró bruscamente. Hubo dos disparos.

Jesús sintió que sus piernas se derrumbaban. Cayó de rodillas. La respiración se le había cortado y sintió dolor donde antes sólo noto un golpe. Se llevó la mano izquierda al costado, la derecha colgaba inerte con la pistola. La sangre humedeció sus dedos. Delante, una mancha roja se ensanchaba en el pecho de Mauro, en tierra, con los ojos fijos en el cielo. Jesús se llevó la mano derecha a la herida, la puso encima de la izquierda. No soltaba el arma.

-Váyase.

La monja estaba paralizada.

-¡Váyase!

La monja se movió. Se acercó.

-Está usted herido.

El balazo ardía.

-A usted no le importa. Váyase. Si se queda vendrán más.

-No puedo abandonarle. Está usted herido.

No podía creerlo. ¡Religiosos! O se pasaban de granujas o se pasaban de santos. No los entendería en la vida.

-No se preocupe por mí.

Consiguió que sus piernas reaccionaran. Resistieron nuevamente su peso. Se puso en pie.

-¿Lo ve?

-Sólo veo un chiquillo asustado, herido y que quiere hacerse el valiente.

Jesús se arrepintió de haberla salvado. Jadeaba. Abrió la boca para contestar, pero no dijo nada. La cogió del brazo y se la llevó consigo andando deprisa. El blanco hábito enrojeció allí donde estaban los dedos.

La herida dolía a cada paso que daba. La mano, siempre con el arma, encima de ella.

Llegaron a una barricada. Estaba abandonada. Sólo había muertos.

Señaló el cuerpo de una mujer.

-Cámbiese.

Estuvieron unos segundos estudiándose. Jesús creyó que tendría que repetir la orden o que ella expondría algún argumento en contra. Pero no dijo nada, la monja caminó hacia el cadáver. Comenzó a desnudarse.

Jesús se sentó en el suelo, apoyó la espalda en la pared. Se percató de que aún llevaba el revólver en la mano. Lo guardó. Hizo una mueca de dolor. Nunca pensó que una herida fuera tan dolorosa.

Observó con curiosidad como la monja se desvestía. Se sintió imbécil. Un cuerpo de mujer, claro. ¿Qué había esperado que hubiera debajo de aquellas sayas? Un cuerpo de mujer, joven y atractivo.

-¿Qué está usted mirando?

Ahora se cubría.

-¿Qué cree usted?

-Es usted un asqueroso.

-Si se desnuda usted delante de mí como una furcia, ¿dónde quiere que mire?

-Un caballero habría apartado la vista.

-Yo no soy un caballero. No se preocupe –sonrió -, un pecado más con los que llevo encima…

No vio como ella enrojecía. Su mente seguía con la imagen del cuerpo semidesnudo.

Vestida de mujer parecía más joven. ¿De mujer? ¿Y antes de qué iba? Monja, sí, antes monja. Ahora en cambio… Lástima de aquel estrafalario corte de pelo, pero no le quedaba mal. De pronto le pareció muy joven.

-¿Cuántos años tiene?

-Dieciséis.

¡Y le llamaba a él chiquillo!

-¿Pues cuántos años lleva de monja?

-No soy monja, soy novicia.

El tono como dirigiéndose a un niño pequeño.

-Usted perdone, señora.

Sarcástico.

-No me llame señora.

-Pues hermana.

-Tampoco hermana. No soy su hermana –aquel hombre le hacía perder los papeles.

-Afortunadamente.

-¿Qué está insinuando?

-¿Se lo imagina? Siendo como soy, una hermana monja.

Se había salido por la tangente.

Ella se aproximó.

Con aquel cuerpo y monja; Jesús sintió lástima.

La muchacha se arrodilló junto a él. Sus manos tocaron las suyas para inspeccionar la herida. Jesús percibió su olor. No supo a qué olía, pero le gustó el aroma. No era perfume, eso seguro. Intuyó que debía ser el olor natural de la chica.

-No parece grave, pero sangra mucho.

Jesús movió los labios.

-¿Eh?

-Preguntaba su nombre.

-¿Mi nombre? Le digo que sangra mucho, ¿y usted pregunta mi nombre?

-Me gustaría pronunciarlo cuando llegue mi hora.

-¡No va a morir! ¿Por qué se comporta ahora como un romántico idiota?

-Es usted muy bonita.

-¿Qué le ocurre? ¿Está acostumbrado a que todas las chicas se desmayen ante usted? No se comporte como un apache.

-¿Qué sabe usted de eso si es monja? ¿O es que en el convento…?

-¡Si no estuviera usted herido…! Me ha salvado la vida, ¿por qué ahora es usted tan desagradable?

-Sólo he dicho que es usted bonita. ¿No le gusta que le hagan cumplidos?

-Voy a casarme con el Señor.

-Tiene usted de monja lo que yo de santo.

Ella se levantó bruscamente.

-¿Se va ya? Esto está bien. Vaya y escóndase. Ese corte de pelo aún la delata.

-Hay que vendar esa herida –fue su respuesta -. Tiene dos agujeros, con lo que la bala no está dentro.

-¿Por qué se empeña usted en quedarse? ¿No comprende que sigue en peligro?

-También usted. Si lo encuentran los soldados lo matarán y si son sus compañeros también.

-No pueden saber que he matado a Mauro.

-Deje de hacerse el duro, no le va.

Jesús no respondió. Estaba perdiendo las ganas de seguir discutiendo. Su rostro brillaba por una transpiración insana. Se dejó vendar, se dejó cuidar por aquellas manos suaves, aquellos ojos azabaches, que perdían dureza y se volvían tiernos.

-¿Por qué quiere usted ser monja?

Le costaba enlazar las palabras.

-¿Por qué es usted anarquista?

Jesús no contestó. No había belicosidad en el tono de la muchacha. Tampoco lo había habido en el suyo.

Estaba agotado.

-Todavía no sé su nombre.

La voz aún más débil. Parpadeó luchando contra el desvanecimiento.

-Orosia.

-¿Orosia? Ese nombre es… -notaba el cerebro entumecido.

-Es aragonés –concluyó ella -. Del Pirineo.

Él ya no escuchaba. De lo último que había tenido consciencia era que le gustaba aquel nombre, pero ni siquiera pudo coordinar bien las ideas.

Orosia terminó de vendarlo. No era fácil manejar aquel cuerpo inerte, el muchacho era fuerte a pesar de ser delgado. El rostro barbilampiño y el cabello cayendo sobre sus ojos le daban un aspecto infantil. Le echó el pelo hacia atrás con la mano. Lo tenía humedecido. La expresión relajada. Era joven, desde luego, pero no tanto como había pensado.

Se levantó y miró alrededor sin saber qué hacer.

Parecía tan indefenso, tan frágil. Orosia se enterneció. Se arrodilló junto a él. ¡Ni pensar en abandonarlo! Pero tampoco podían permanecer allí, la revuelta estaba pasando los momentos más encarnizados. Tenían que esconderse. Las ruinas de su convento no quedaban lejos, pero no parecía buen sitio, podía ser frecuentado. Los soldados dispararían antes de preguntar y los otros… El muchacho aquel tenía razón con su corte de pelo.

Le acarició el rostro. Estaba tan frío… Arrebató un par de chaquetas a los muertos y lo cubrió. La respiración era leve. Le besó la frente. Se sentía maternal.

Se preguntó cuál habría sido su comentario si se hubiera dado cuenta de aquel beso. Ninguno bueno. ¿Por qué era tan arisco? Era un joven extraño. Por sus palabras hacía entender que había tenido que ver con aquellos actos horrendos y, sin embargo, había salvado su vida y su… se obligó a no pensar en aquello, la sola idea era ya pecaminosa. Le había salvado con riesgo de la propia vida y después reaccionaba con brutalidad a su muestra de agradecimiento. Una mezcla de ángel y diablo, se dijo volviendo a besarle. Le agradaba el tacto de aquella frente sudorosa en sus labios. Sin darse cuenta los retuvo unos segundos antes de separarse.

Con aquel rostro, aquella expresión que tenía, no podía ser un criminal. Su brusquedad no podía ser más que fachada. Se arrepintió de haber tenido tentaciones de abandonarlo; había habido un momento que se había comportado de una forma verdaderamente desesperante. Ahora le alegraba no haber seguido sus impulsos. Estaba mal herido y había iniciado una vida equivocada. La divina Providencia había cruzado sus caminos para que salvar a aquella joven alma.

Las lágrimas aguaron sus ojos enternecidos por tan excelsa labor.

Jesús gimió y abrió lentamente los párpados. Se encontró cubierto hasta las orejas a fuerza de chaquetas y fuertemente estrechado por la novicia.

-¿Por qué me mira como alelada?

Le salió un hilo de voz, aunque perfectamente audible.

-¿Por qué se empeña en seguir siendo huraño?

Voz santificada.

-¿Por qué me viene ahora con beatidades? Hábleme como antes. Prefiero una mujer que me cante las cuarenta antes que una santa hipócrita.

Fue como un sopapo. El rostro de Orosia se transformó.

-Debería dejarle a su suerte. Es usted…

-Hágalo –interrumpió -. Al menos salvaría la vida.

-Ya le he dicho que no va usted a morir.

-No he dicho que fuera yo el muerto.

La novicia se quedó cortada sin encontrar contrarréplica.

-Escuche –murmuró débilmente Jesús. No comprendía lo que le pasaba. Sentía que se desarmaba cuando Orosia actuaba como mujer y se enfurecía cuando era como religiosa- Escuche, le agradezco lo que hace por mí, pero es que se arriesga usted. ¿No lo comprende? Yo no quiero que le pase a usted nada.

Había dulzura en la última frase. Orosia estaba sorprendida ante aquel cambio de tono tan radical.

Los ojos del herido brillaban.

El vendaje se había teñido de sangre. La hemorragia no se había cortado en absoluto. Orosia improvisó otro encima.

Jesús se mantuvo en silencio. A lo lejos se oían disparos y a la izquierda, el tono rojizo de la noche evidenciaba un nuevo incendio.

-Otro convento.

-Estará usted satisfecho.

El tono cruel hirió a Jesús.

-Se equivoca usted si piensa que me gusta.

-Entonces, ¿por qué lo ha hecho?

-Buena pregunta –respondió al cabo de unos segundos.

Un nuevo silencio.

Por primera vez en aquellos días se daba cuenta que ellos no eran mejores que la gente contra la cual luchaban.

-No me diga que no lo sabe.

El comentario era mordaz, pero esta vez Jesús no replicó.

-Creí saberlo, pero… -volvía a notar que se desvanecía-, cuando empezaron a matar indiscriminadamente, a incendiar edificios y profanar tumbas… -clavó los ojos en los de Orosia. No sabía cómo explicarse -… yo…

Empezaba a ver borroso.

Estuvo un rato en silencio antes de continuar.

-No crea que me justifico, no hay justificación. Lo hecho, hecho está, ya no tiene remedio. Es absurdo decir que me arrepiento, pero… -le costaba hablar -. Si pudiera hacer retroceder el tiempo lo haría. Me cree usted, ¿verdad?

¿Por qué necesitaba que ella le creyera?

-No piense más –murmuró la novicia-. Se está agotando.

La muchacha estaba tan cercana a él que volvía a percibir su aroma. Deseó besarla. Se acordó del comentario de su hermano, cuando éste le notificó sus intenciones de boda, de que él no estaba enamorado. Pero, ¿podía enamorarse así, de golpe? No lo sabía, ni siquiera sabía si estaba enamorado, enamoriscado o qué, sólo sabía que deseaba besarla. Le gustaban aquellos oscuros ojos y su rostro, la sonrisa que aparecía en sus labios, la voz musical, el cuerpo… había sido una sorpresa descubrirlo debajo de los refajos de monja.

-Orosia… -la voz le surgió gangosa-, lamento como la he hablado antes. Espero que me perdone.

Los párpados le pesaban. Algo le dijo Orosia, pero fue ininteligible. La cabeza cayó sobre el tórax pesadamente, con el mismo movimiento de quien da una brusca cabezada y se despierta en el mismo instante; la suya permaneció caída.

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