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29
abril
El soplo del vendaval (4)

CAPÍTULO IV

Había llegado hacía poco al puerto y notaba que los ánimos estaban cargados. El semblante de las personas estaba crispado; la menor chispa iba a desencadenar una tormenta de consecuencias catastróficas.

Se quitó la gorra para secarse el sudor. La ligera lluvia del día anterior solo había provocado más bochorno, el aire caliente y quedo que se respiraba, sofocaba.

Jesús echó una ojeada alrededor. Desde poco después del mediodía había comenzado a ir personal al puerto, formándose grupos aislados; hacia las tres de la tarde los grupos se habían convertido en gentío; ahora el gentío era una muchedumbre expectante y sudorosa en donde no se oía apenas palabra.

No llevaba el revólver. Pasara lo que pasara no era aún el momento de ir armado. Su misión consistía solo en azuzar a la gente, nada más. Otros compañeros estaban desperdigados por el puerto con la misma misión. Se trataba de conocer su reacción y calcular su respuesta cuando se declarara la huelga general.

Hablaba con unos y otros en una mezcla de sentimientos y rabia, expresando con claridad cinematográfica la muerte de su hermano Miguel y el negro futuro de Tomás. Según los ánimos que veía dejaba escapar lágrimas que enternecían y enfurecían al público. Otras veces se encalabrinaba y juraba y chillaba y despotricaba porque los hijos de los ricos no iban a la guerra. Daba cifras, hablaba de la redención a metálico con la cual los ricos podían escabullirse, mediante su dinero, de las mortandades de las batallas, y hablaba de la reciente guerra de Cuba, hurgando en ella porque muchos habían perdido algún ser querido, la adornaba con toda clase de detalles descriptivos diciendo que habían muerto más del 50 por cien de los soldados enviados, víctimas tanto de las balas como de las enfermedades. La mitad de los soldados, se decía pronto. Hablaba en justa ira. La cara roja de divina cólera. La mitad de los soldados.

Y todos pobres.

Hijos de obreros.

La multitud que le rodeaba escuchaba al pequeño orador ganada por su tierna edad. Un pobre chico, huérfano, cuya única familia eran sus hermanos, uno muerto y otro a punto de morir por un capricho de los ricos, del Gobierno.

Jesús derivó la retórica al terreno sentimental. Lloró en un llanto desgarrador, angustiante, con gemidos muy bien colocados. El gentío lloró con él, maldijo con él y lentamente fueron levantándose voces desde los distintos grupos excitados por Jesús y sus compañeros.

Un murmullo indicó que los soldados se aproximaban. Poco después se oyó perfectamente el ruido de los pasos de la tropa. Casi enseguida se les vio marchar hacia el «Cataluña», con el cual se irían a la guerra, a la disentería, a la muerte.

Los soldados caminaban marcial, penosamente con todo el equipo encima. La guerrera abrochada hasta el último botón. El sudor corriendo por sus facciones emporcando en manchas oscuras el uniforme, desfilando ante el Capitán General y los mandos, que con mirada altanera, orgullosa, militar, se decían que ya solo quedaba África como posibilidad de ascender desde que se perdieron las últimas colonias de ultramar.

La muchedumbre sintió traquetear con fuerza su corazón bajo la calorina de la tarde. De pronto las palabras de los agitadores parecieron más descarnadas, horribles y reales.

Los soldados, olvidando que iban hacia la muerte, empezaron a saludar con la gorra a algún familiar, mientras que la charanga del ejército entonaba pasodobles militares y marchas para enfervorizar los ánimos a los que tendrían que morir por el bien de la Patria.

O de los ricos.

Sí, eso era.

Maura quería resucitar el imperialismo español para que los ricos fueran más ricos y los pobres más pobres. Había más obreros que trabajos, sobraba personal en España y hacía falta una limpieza, eliminar a tantos y tantos menesterosos improductivos que además hacían daño a la economía a base de huelgas. Así que los enviaban a la guerra como corderos al matadero sin apenas instrucción, mal preparados y peor pertrechados. Y en un alarde de cinismo, el rey, bien resguardado bajo el techo del Palacio de Oriente, prometía cincuenta céntimos diarios como pensión a los familiares de los reservistas. ¡Cincuenta céntimos!, machacó Jesús en su mejor tono de ironía satírica.

La gente soliviantada no pudo aguantar más. Había que hacer algo. Las palabras surgieron atropelladamente. Al principio se oyeron sucesivamente los mueras y expresiones de ¡O todos o ninguno! y ¡Que vayan los ricos también! Después ya no se distinguió lo que gritaban de tantos que lo hacían y tan deprisa como vociferaban en una estampida de aullidos.

De improviso una persona se arrojó sobre un soldado para impedir que embarcase. Jesús reconoció a Rosendo. Fue el empujón que todos necesitaban. De pronto la muchedumbre arrolló a los guardias de seguridad y derribó las cercas aisladoras.

-¡Abajo la guerra!

El Capitán General de la región y los otros jefes militares desnudaron los sables indecisos, mirándose unos a otros, aguardando que alguien expusiera alguna idea.

Pasada la primera sorpresa la guardia de seguridad comenzó a hacer retroceder a la multitud. Desde los caballos la guardia civil golpeaba a soldados y paisanos para obligarlos a separarse, pisoteándolos con los cascos.

-¡Arrojad los fusiles!

-¡Sí, arrojad las armas!

-¡Que vayan los ricos a la guerra!

-¡Y los curas también!

La guardia civil y los de seguridad empezaron a disparar al aire sin conseguir impedir que las familias deshicieran la formación de las tropas. Los padres se arrojaban sobre sus hijos, las hijas sobre sus novios, las mujeres sobre los maridos y la chiquillería sobre los padres, conscientes de que era la última oportunidad para impedir que fueran a la muerte, lanzando los fusiles al mar.

De nada había servido que los jefes militares hubieran parloteado, días antes, en absurdas retóricas para enardecer el espíritu patriotero, ni que las damas de la alta sociedad, cuyos hijos no iban a la guerra después de pagar las mil quinientas pesetas exigidas por el Gobierno, se dedicaran, piadosas ellas, a regalar cigarrillos y escapularios a los soldados.

La policía cargó una y otra vez sobre las familias de los soldados, golpeando y disparando hasta conseguir que el gentío se fuera desperdigando.

En medio de aquel desbarajuste Jesús intentaba llegar hasta su hermano. El empujón de una gorda hizo que el muchacho cayera de cabeza al mar. Cuando emergió abrió la boca tragando aire y agua. Tosió. Nadó hacia el muelle descompasadamente. Subió y dando codazos y empujones sin miramientos consiguió llegar hasta Tomás.

Los dos hermanos se miraron en silencio. Toda la furia de Jesús desapareció. Tomás estaba dispuesto a embarcar. No intentó hacerle cambiar de idea, supo  que era inútil. Sí, la furia desapareció y sólo quedó el temor por su suerte. La barbilla de Jesús tembló sin saber qué decir. Sólo acertó a abrazarlo.

-¿Eres anarquista?

La voz de su hermano sonó clara junto a su oído.

Jesús se separó.

La pregunta era directa.

-Sí –reconoció.

El rostro de Tomás no se alteró. Únicamente se puso ligeramente pálido.

-¿Has puesto bombas?

El tono era esperanzado en la negativa.

Jesús volvió a asentir.

-Que Dios te perdone.

¡Dios no existe!, estuvo a punto de gritar Jesús, pero no dijo nada. De pronto hubiera querido decirle muchas cosas, pero no habló, la congoja y la desesperación lo mantuvo mudo.

Vio a Tomás dirigiéndose hacia el buque.

El ruido de unos cascos lo sacó de su abstracción. Levantó la vista y vio un guardia civil que le atacaba. Esquivó el golpe. El brazo del guardia encontró el vacío y se desestabilizó. Jesús aprovechó, lo agarró del brazo y tiró. Ayudado por el mismo impulso del guardia logró hacerlo caer, le soltó un puntapié en la cara. El caballo pataleó nervioso alcanzando al jinete.

No quiso permanecer más allí. Se fue dejando atrás una batalla con gritos de abajo la guerra y el Gobierno.

-Está enfermo, está mal, apenas puede tenerse en pie –oyó gimotear a una mujer.

-Señora, que en el ejército tenemos enfermería. Y si no se cura –añadió con una risita -, peor para él.

La oyó chillar, pero no volvió la vista para ver como la mujer atacaba al sargento, ni como la detenían acusada de agredir a un suboficial del ejército. Se fue en silencio, sin mirar a nadie, convencido de que únicamente las armas podían dar justicia social.

Vagabundeó sin rumbo fijo durante una hora y solamente se detuvo cuando oyó su nombre.

Rosa, pensó y en el acto la deseó.

La había conocido dos años antes, cuando sus compañeros de terrorismo decidieron que era hora ya de hacerlo un hombre. Lo habían llevado a aquella casa y pagado el servicio. Rosa era una joven de veinticuatro años en aquel tiempo y le enseñó todo lo que Jesús sabía. No fue la última vez que acudió el muchacho, sobre todo porque se sentía muy a gusto con ella y su relación había evolucionado más allá de la sexual para convertirse en amistad.

-Estás muy  mustio.

-Vengo del puerto –a él mismo le sorprendió su tono cansado.

-Ah, ya. He oído los disparos. ¿Estás herido?

-No…

Calló.

-¿Quieres hablar? –preguntó Rosa.

El ansia sexual del primer instante había desaparecido.

Hablar.

Supo que lo que necesitaba realmente era una persona amiga.

-Sí –murmuró -, sí, lo necesito.

Subieron a casa de Rosa, una de tantas del barrio viejo. Un poco más arreglada.

-¿No te cansas de trabajar por libre? –preguntó sin saber por qué mientras Rosa se ponía cómoda. La joven rio.

-¡Mira éste! ¿Me prefieres en un prostíbulo?

La bata transparentaba sus formas.

Jesús sintió renacer el ansia.

-Estarías más protegida.

Rosa le besó fraternalmente en la frente antes de introducirse en la cocina.

-Te tengo a ti, querido. ¿Quieres vino?

-No…

-¿No quieres vino?

-Digo que no soy tu chulo.

-Entonces quieres vino.

-No quiero vino.

-¿En qué quedamos?

-Vete por ahí y no me embrolles.

Jesús no pudo menos que sonreír.

-Eso está mejor –aseguró Rosa sentándose en los muslos del muchacho -. ¿Sabes que estás muy guapo cuando te ríes?

-Los hombres no somos guapos.

-Sí. Tú lo eres.

Lo besó. Jesús se dejó besar como la primera vez, cuando la conoció.

-Continúas mustio –dijo Rosa -. Deberías reírte más a menudo.

-Si vuelves a decir que soy guapo me voy.

-Ahora hablo en serio. Deberías reírte más, coger la vida en broma y abandonar todos esos líos en que te metes.

-Tú no lo comprendes.

-He vivido más que tú…

-Vale, abuela.

-Eres un crío.

-Lo que me faltaba por oír.

-Pero es la verdad, sólo tienes dieciséis años.

-Diecisiete.

Tanto monta. Sueñas con imposibles, querido, para ti las personas son buenas o malas. Las ricas las malas, por supuesto, y los pobres los buenos. No, Jesús, son personas, tanto los ricos como los pobres somos personas y somos exactamente iguales. Haz tu revolución, arrasa España, déjanos a todos iguales. Una vez pasada la tormenta los granujas estarán arriba y los idiotas abajo, igual que ahora. Habrán cambiado los nombres, pero no la situación.

-Así que no se puede hacer nada.

-No por la violencia.

-Con buenas palabras menos, Rosa. Lo sé porque se intentó y sólo se han fijado en nosotros a través de la fuerza y sólo a través de ésta se cambiará, porque los privilegiados no quieren ningún cambio, sacan mucho beneficio tal y como están las cosas.

-Quizá tengas razón. Sólo soy una mujer ignorante, una ramera que no comprende nada de estas cosas y que no tiene un protector después que tú lo tiraste escaleras abajo con un brazo roto.

-No te pongas irónica. Lo que menos necesito son sermones.

Rosa sonrió marchitamente.

-Eres un gran muchacho, Jesús, pero estás cogiendo un camino equivocado.

-Ya. ¿Y qué me aconsejas?

-Que no te tomes la vida tan en serio. Ríete, pero una risa de estómago lleno, no esa sarcástica que te sale tan bien.

-¿Y con qué lleno el estómago, con aire? ¿Con qué lo llenas tú?

-Con lo más caro si tengo un buen cliente –la voz sonó irritada.

-¿Y dentro de unos años con qué lo llenarás?

-Sabes ser un buen hijo de puta cuando te lo propones.

-No he querido molestarte, perdona, es que… -calló un momento -, ¿tan difícil soy?

-¿Difícil? –Rosa pareció pensativa -. No. Inocente.

Ahora estaba a horcajadas apretando su pubis contra el del muchacho, Jesús la rodeó por la cintura con los brazos, la estrechó con él.

-¿Inocente?

-Sí. Te crees que puedes arreglar el mundo. Pero, querido, siempre ha habido explotados y explotadores.

-Me estás diciendo lo mismo que me dijo un cura.

-Y esa es la verdad, no se podrá cambiar el mundo si no cambiamos primero los humanos. Está dentro del hombre joder al hombre.

-¿Por eso soy inocente?

Rosa asintió.

-Además que con violencia sólo provocarás más violencia.

-Entonces es mejor dejarlo estar, ¿no? Dejar que hagan con nosotros lo que les dé la gana, que nos maten de hambre y nos envíen a la guerra.

-No he dicho eso.

-¿Entonces?

-Medios pacíficos.

-¡Med…! Tú sí que eres inocente.

***

El silencio que encontró al llegar a casa le hizo estremecer.

-Te he oído –dijo el padre -. Estabas agitando a la gente sin decir ni una palabra de verdad.

-¿Y por qué no me ha detenido? –respondió burlonamente.

La bofetada sonó como un pistoletazo. Durante unos segundos oyó un zumbido en el oído izquierdo.

-¿Me abofetea por agitador o por preguntarle por qué no me ha detenido, padre? –no perdió la compostura; le había descubierto, era una tontería seguir fingiendo -. Si no me ha parado es porque está de acuerdo con lo que decía.

-Por tu causa ha habido muertos.

-No tantos como habrá por culpa del Gobierno.

-Jesusé, hijo –se lamentó la madre -, ¿en qué te has convertido?

-No me he convertido, me han, me han convertido.

-¿Con qué gentuza te has juntado?

-No han sido ellos, padre –Jesús rio divertido -. Han sido los ricos, los explotadores, los curas…

-¿Cómo te atreves a blasfemar contra los santos hombres de Dios? –se escandalizó la madre.

-¡Porque están al servicio de los capitalistas! Siempre están a favor de los ricos y del Poder.

El padre levantó la mano.

-Apaleándome no demostrará que estoy equivocado.

La mano se detuvo dubitativa.

-Pide perdón a Dios.

Las mismas palabras que Tomás. Se enfureció.

-Deje tranquilo a Dios. Lo primero que no existe y lo segundo, que si existe también está a favor de los ricos.

La bofetada vino ahora sin avisar.

-¿Qué pasa, padre, fuerza bruta contra razonamiento? ¿Se siente mejor ahora? ¿No preferiría más un látigo? Quizá fuera un argumento más convincente que la mano sola.

-¿Tú hablas de fuerza bruta? ¿Tú, que has llevado a un montón de hombres esta tarde a morir bajos los cascos de los caballos? ¿Tú, que vete a saber si no habrás puesto bombas?

-¡Y qué si las he puesto! El país no se cambiará con palabras.

El padre tardó en contestar.

-Vete de aquí –dijo muy lentamente -. Vete y no vuelvas hasta que no te pongas de rodillas, reces un Padrenuestro y pidas perdón a Dios por tus crímenes.

Jesús no chistó. Deslizó la mirada desde su padre hacia la madre y hermana en un silencio abotargado.

-Como usted diga –murmuró finalmente.

No hubo orgullo en su voz temblorosa, pero tampoco apartó los ojos de los de su padre.

Despacio fue a la habitación, pero lo único que recogió fue el revólver. Lo escondió para que no lo vieran sus padres al salir. Sus ojos eran metálicos cuando los posó por última vez en su familia antes de cerrar la puerta de la calle.

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