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15
abril
El soplo del vendaval (2)

CAPÍTULO II

Si en algo tenía razón Tomás sobre su hermano era en su radicalismo. Jesús no recordaba exactamente cuándo había sido, no había una fecha concreta, había ido apareciendo lentamente desde su infancia.

-Un anticristo en potencia –se escandalizaba el cura de su pueblo santiguándose y las beatas hacían otro tanto horrorizadas, mientras que Jesús, en aquellos tiempos un niño, murmuraba viéndolas hacer el signo de la cruz, picarazas. Y realmente lo parecían con el negro mugriento de sus ropas y el blanco enfermizo de sus carnes.

Tenía Andorra, cuando nació Jesús en 1892, casi dos mil habitantes y unas cuatrocientas casas, en general de dos pisos, distribuidas en varias calles anchas, empedradas y limpias, cerrándose la población con cuatro puertas en arco. En su interior, dos plazas, la de la Iglesia y la Nueva.

En el centro estaba la fuente cuyas aguas servían tanto para beber hombres y caballerías como para toda clase de uso doméstico.

La iglesia, de estilo manierista, estaba dedicada a la Natividad de Nuestra Señora y estaba servida por un sacerdote, cuatro beneficiados, dos sacristanes y un luminero. Demasiados con sayas, sostendría años más tarde Jesús.

El pueblo estaba ubicado al pie de una colina en cuya cima estaba la ermita de San Macario. En ella vivía el santero, y el capellán ascendía cada vez que existía tormenta a conjurarla.

En los alrededores del pueblo los andorranos tenían las masías, algunas de las cuales habitaban todo el año, aunque en general sólo estaban ocupadas en la temporada de sementera y recolección.

El terreno era seco a pesar de la existencia de manantiales de agua cristalina y balsas. La tierra en cambio era fértil; con 500 caballerías se cultivaban 3 cahizadas de tierra de primera calidad, 2 de segunda y 3 de tercera.

El término de Andorra era llano, excepto al sureste y norte, donde estaba una cordillera poblada de pinar, romero, sabina y coscoja, útiles solo para combustible y abundantes hierbas de pasto.

Los caminos que llevaban a las poblaciones vecinas estaban en buen estado. Por ellos recibía el correo los martes y viernes por la tarde, saliendo los miércoles y sábados por la mañana.

Producía Andorra trigo, cebada, vino, aceite, miel, cera, seda, conejos y liebres. La ganadería era lanar y cabría. Respecto a la industria aparte de tres herrerías, existían tres telares de lienzos ordinarios y un molino aceitero. Dos tiendas vendían los artículos de primera necesidad y algunas telas y géneros. En general Andorra exportaba los excedentes de su producción adquiriendo los artículos que le faltaban.

La vida nunca había sido cómoda. La alimentación era sencilla y poco variada a causa de la pobreza reinante en el Bajo Aragón, sobre todo a causa de las guerras carlistas, que los obligaba a ser frugales, excepto los días de fiesta, donde se compensaba la falta de calidad con una exagerada cantidad.

Característico de todo el Bajo Aragón en el siglo XIX era su honradez. Jesús había oído hablar de casos curiosos. Se había dado la ocasión en que los bandidos asaltaban un carro hurtando únicamente el pan o el arroz, dejando en poder de su propietario los artículos de más valor y el dinero. Estos actos demostraban que la gente de esta comarca estaba motivada a la criminalidad por el hambre y solo querían mitigarlo intentando no hacer daño a la víctima ni física ni económicamente.

Quizá esto último fuera debido a su religiosidad. Los campesinos bajoaragoneses guardaban las fiestas, ayunaban, tomaban bulas, sufrían por Dios…

En realidad su fe fanática había enervado su cerebro haciéndolos fatalistas. Las cosechas, la salud, negocios… todo llegaba porque sí, la voluntad del hombre no valía para nada.

Su fe medieval hacía que todavía creyeran en brujas y seres misteriosos y malignos. Los políticos y el clero sacaban partido de sus creencias arraigadas y supersticiosas, y los campesinos habían terminado por convertirse en simples marionetas suyas.

El jesuita de Andorra veía en Jesús un peligro en formación para esta forma de vida. Oh, qué gran gloria para Dios si pudiera encauzar a Jesusé en beneficio de la Iglesia. Siempre había habido siervos y señores, le decía, y el hombre está en el mundo para sufrir y probar su resignación y temor a Dios.

-¡Déjeme en paz!

Nuevo castigo.

Padre veía en el hijo una fuente de problemas. Independiente, terco, el crío no comprendía aquella sumisión exagerada al destino. Si uno reñía contra otro, los dos querían ganar, no se sometían. ¿Por qué no hacían igual con la vida? La vida era una batalla para mejorar y para eso era preciso eliminar todas las trabas que se presentaran.

-Jesusé terminará mal –afirmaba el cura, después de cada una de las habituales zapatiestas, a la madre.

Y ella rompió a llorar. ¿Qué podían hacer con él? Se había acostumbrado a los castigos y estos ya no hacían mella en el niño.

¿Quién le habría metido tan funestas ideas en su cabecita?

¡Señor, qué cruz, qué cruz!

Había salido a su abuelo, que buenas las había armado en su juventud. ¡Pero si dos años antes de casarse ellos se había ido a la revolución! ¡A su edad!

Ellos no eran así, lloriqueaba. Se habían casado en 1870, y en la calle de la Carnicería les habían nacido todos los hijos, dos de los cuales murieron en la epidemia de cólera de 1885. Al año siguiente nació la hija y seis años después, cuando ya no se esperaba, nació Jesús.

El matrimonio había tenido una vida normal y anodina, igual que sus padres y sus hijos. Bueno, menos su suegro, que Dios tuviera en Su Gloria. Y el sacerdote hacía un ceño incrédulo ante la última frase.

Jesusé iba a ser peor que su abuelo, aseguraba el cura. La culpa era suya, sentenciaba. Al ser el tardío había sido mimado por todos y aquello le había echado a perder. Pero todavía estaban a tiempo de enderezar su camino.

No escasees la corrección del muchacho; pues aunque le des algún castigo, no morirá. Esto nos enseña la Biblia, hija mía.

Castigo, castigo, ¿creía que tenía pocos? Si cada día le caía alguno.

-San Pablo dice: quien no trabaje, que tampoco coma –sermoneó con voz meliflua y humilde el jesuita -. La escuela es funesta para Jesusé, le da mala influencia. Disciplina, hijita, disciplina, como dice el santo padre Ignacio. Disciplina y trabajo. Que sepa lo que cuesta ganarse el pan con el sudor de la frente. Tenéis a Jesusé muy mal criado, muy mimado.

¿En la escuela aprendía aquellas barbaridades?, se escandalizaba la madre. Y el sacerdote asentía con la boca contraída en una sonrisa, mezcla de mansedumbre y abnegación. Bien sabía él lo que era Jesusé. Olía a aquellos anticristos que decían que la religión era el opio del pueblo. Toda la culpa la tenía la enseñanza, aquel maestrico solo enseñaba las cuatro reglas para acallar las bocas de los padres, pero en realidad, les inculcaba a los niños el odio a la religión y a las normas sociales.

-¡San Macario bendito!

-Estos ateos llenan de pájaros la cabeza de los infantes, porque estos son el porvenir de toda nación. Así, los niños están dispuestos de adultos a la violencia. Para conseguir sus propósitos no dudan en atacar a la Santa Madre Iglesia, única que les pone trabas en su camino. Inculcan a los niños este odio y cuando los hayan pervertido serán estos mismos críos los que incendiarán iglesias y matarán sacerdotes.

La mujer se santiguó.

Jesusé era un niño muy sensible y se había creído todos estos embustes que enseñaban en las escuelas. Creía lealmente en todo lo que le habían contado y su comportamiento no era aún de mala fe, por eso todavía estaban a tiempo de salvar su alma.

-Por tanto te ordeno, mujer: por el bien de tu hijo, sácalo de la escuela y ponlo a trabajar. Disciplina, trabajo y más disciplina. Esto, junto con obras piadosas, bastará de momento. Más adelante, cuando el muchacho esté más dispuesto, sería conveniente llevarlo a una buena escuela, una escuela jesuita, para que se le pueda enmendar espiritualmente por los santos hijos de San Ignacio, que tan buenas obras realizan en este pervertido mundo.

-Oh, ya me gustaría, pero no tenemos dinero.

-No importa, hija mía. El Señor proveerá. Jesusé tiene alma de santo. Es un alma pura que el Diablo quiere poseer. Si lo arrebatamos de sus garras Jesusé será una gloria para el Catolicismo. Tiene inteligencia, tiene carácter y voluntad, solo es preciso domar su rebeldía y que enderece sus fuerzas hacia el camino de la santidad y no hacia la perdición ad majorem Dei gloriam.

Y la madre, convencida por el tono meloso del bienaventurado sacerdote continuó escuchándole en éxtasis, viendo ya, en su imaginación, a su hijo en los más excelsos altares.

¡Qué razón tenía! Al ser Jesusé el tardío lo habían dejado muy de la mano. No le habían atado corto y el niño se había extraviado por el satánico maestro. ¡Gracias a Dios que aún podían enmendarlo!

Tenía Jesús seis años cuando se vio incomprensiblemente sacado de la escuela, sus libros quemados y él castigado por protestar al tiempo que le decían que al alba acompañaría a su padre y hermanos al campo, y mientras ellos trabajarían la tierra él estaría de pastor con el ganado.

Fue el mismo año que estalló la guerra de Cuba. A los pocos meses, ya en 1899, el jesuita conseguía que se cerrase la escuela, aunque en el documento rezó en compensación de una mayoría electoral otorgada.

Una serie de malas cosechas complicadas por la muerte del hijo mayor en la guerra, obligó a la familia a emigrar a Barcelona. Era 1901.

No habían podido elegir peor momento.

Barcelona estaba en plena huelga general. Había comenzado como solidaridad con los tranviarios, que habían parado por no haber obtenido unas mejoras que reclamaban. Cuando los tranviarios estaban a punto de ser vencidos se declararon en huelga los trabajadores del transporte y después todos los obreros de la ciudad condal.

Costó muchas penalidades en aquellas primeras semanas en que la huelga estaba todavía reciente. Después vinieron meses de hambre por no encontrarse ningún tipo de trabajo. Los padres se arrepintieron muchas veces de haber vendido las tierras al verse obligados a suplicar caridad; de tenerlas habrían regresado a Andorra.

Jesús fue el primero de la familia que consiguió trabajo con nueve años y las penalidades de la casa, la explotación a la que estaba sometido y su propia rebeldía hizo de él en poco tiempo un radical.

Desde mediados del siglo XIX la burguesía catalana había tenido un proceso lento, penoso, difícil, pero ascendente de industrialización. Durante quince años vivió una edad de oro, grandes negocios, paz social, influencia en los destinos públicos… en su parte bonita, porque en la fea, y que no interesaba que se supiera, es que buena parte de las fortunas catalanas se debía a la trata de esclavos en ultramar. Importantes familias como los Güell desataron en 1872 una furibunda campaña contra la iniciativa gubernamental de abolir la esclavitud en Puerto Rico.

Hipócritamente, la españolísima burguesía catalana, que había estado a partir un piñón en la defensa de los últimos vestigios del Imperio, tras la pérdida de Cuba y Filipinas y no poder seguir enriqueciéndose con la explotación colonial, descubrió que ella misma pertenecía a una nación oprimida por España, Cataluña, y se volvió independentista. La crisis económica producida a finales de siglo, a causa de la pérdida de las colonias, cambiaría el signo de sus objetivos, pero no lo afectaría sustancialmente en su concepto respecto a las relaciones con sus trabajadores.

Mientras que los burgueses catalanes comían faisán la gran mayoría del proletariado comía de un 25 a un 30 por ciento menos de lo debido. En las casas pobres acostumbraban a comer pan seco, desechos de tocino y de verduras. En los barrios obreros, inconfundibles por sus callejuelas estrechas y casas sucias, en las cuales las familias vivían hacinadas, apelotonadas como bestias enjauladas, la miseria, con su triste séquito de niños demacrados y cadavéricos, de viejos indigentes y seres haraposos, con la compañía de las enfermedades que acostumbran a aparecer cuando un trabajo excesivo se combina con una alimentación deficiente, se veía paso a paso.

El operario, sin bienes materiales, no podía dar cultura a sus hijos y éstos, sin apenas fuerzas para el trabajo, se veían obligados a trabajar para que la familia pudiera sobrevivir.

Era normal que en talleres pequeños el obrero no tuviera horario fijo. Respecto a fábricas había bastantes, como la de Rosal en Berga o la de Godó en Barcelona. En estos antros imperaba en exclusiva los designios del amo. Acostumbraban a tener sus guardias especiales al margen de las autoridades estatales, que también estaban a su servicio. Los trabajadores recibían en estas fábricas un salario medio de diez pesetas semanales para un trabajo de doce horas diarias de lunes a sábado.

Los últimos años de siglo fueron años de hambre. Los críos, como le había sucedido a Jesús, empezaban a trabajar a los 6, 7, 8, 9 años según las posibilidades de los padres.

Cuando ocurrió el desastre del 98 se produjo una bajada considerable de los jornales y un aumento masivo de los obreros en paro y de los precios. Comenzó el nuevo siglo con una situación social catastrófica y con más hambre que en años anteriores, que degeneró hacia la violencia por parte del proletariado, que se convenció de que con  buenas palabras los potentados no estaban dispuestos a desprenderse de sus privilegios económicos.

Las primeras huelgas fueron provocadas por los esfuerzos y la audacia de pequeños grupos afirmando su conciencia social como clase. La situación económica desastrosa del proletariado permitió en aquel momento unas posibilidades de solidaridad obrera que en otras épocas habrían sido imposible de producir. Un alto índice de paro, reducciones de los salarios, hambre… todo facilitó que unas minorías arriesgándose con la huelga arrastraran tras ellos contingentes importantes de proletarios. Eran huelgas propiciadas por la desesperación.

La primera huelga general catalana ocurrió en Manresa en 1900. Le siguieron las de 1901 y 1902. Jesús quedó marcado por esta última. Desobedeciendo a sus padres, marchó de casa sumergiéndose en el follón como un preciso. Con diez años sus infantiles ojos vieron las barricadas desalojadas a cañonazos.

Cuando volvió a casa la cabeza le daba vueltas, ni siquiera se percató de la zurra que le dio su madre por salir. Los trabajadores solo querían nueve horas de trabajo en vez de las diez actuales. Por una hora de trabajo menos al día habían sufrido muertos, heridos, encarcelamientos… Cuando la huelga cesó los obreros fueron a trabajar con las 10 horas habituales.

En 1904 miles de obreros se quedaron sin trabajo por el cierre de diversas fábricas textiles. Aquel mismo año un kilo de pan costaba 52 céntimos; el de carne 2,30 pesetas y el de patatas, 14 céntimos. Un trabajador cobraba 10 pesetas a la semana.

En Madrid los panaderos se declaraban en huelga y Maura, presidente del Consejo, protestaba escandalizado porque, por primera vez en su vida, no tenía pan para desayunar. En Zaragoza las calles estaban desiertas y los cafés vacíos, y en Málaga entraban en huelga los trabajadores de dos empresas funerarias.

Pero lo que llenó hojas y hojas de periódicos con un escándalo nacional enorme lo motivó el que cierta interpretación de la Ley del Descanso Dominical sugirió la desaparición de las corridas de toros los domingos. La prensa especializada clamó contra tamaño desatino que dañaba a la Fiesta. Ya no se podía esperar más después de la retirada del Gallo aquel mismo año. ¡Pobre España, ¿adónde iría a parar?!

Aquel año en que muchos obreros se vieron obligados a pedir limosna por las calles para poder subsistir, Jesús vigilaba mientras un compañero hacía estallar una bomba, la primera de las muchas que siguieron antes de aprender a fabricarlas él mismo. Raro era el día que no explotaba en Barcelona algún artefacto, no se asaltara algún comercio o no se entablara un tiroteo entre organizaciones políticas rivales.

Mientras, las gentes de bien olvidaban sus penas ante la artista revelación del año, Consuelo Vello, la Fornarina. Otros hacían su agosto falsificando duros y el ministro de Hacienda del gabinete Maura decide subastar el oro que sobra al Tesoro.

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