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08
abril
El soplo del vendaval (1)

CAPÍTULO I

Aquel día de verano de 1909 era de mucho bochorno en Barcelona, uno de esos en los que el sol cae a plomo y el menor movimiento hace sudar. El cuerpo apetecía de movimientos lentos, pausados y torpes. La calle se extendía recta, cruzada a su vez por travesías perpendiculares, alargándose el adoquinado hacia el infinito desdibujándose paulatinamente a medida que los ojos los seguían en una especie de difuminada neblina producida por el mismo calor.

Los escasos automóviles que circulaban evitaban algún que otro carro tirado por caballos o viraban esquivando el tranvía en el último momento cuando algún alocado conductor decidía batir el record de velocidad convirtiendo las calles en un peligro. Para consternación de todos cada vez había más autos, sobre todo desde que tres años antes el Real Automóvil Club fomentara, en los medios de comunicación, este ingenio nuevo. Aquel día, sin embargo, parecía que los peatones habían decidido competir con éstos.

Resultaba chocante que las personas caminaran tan deprisa. Deprisa y sin chistar. Sólo en ocasiones algunos conocidos se detenían para hablar irritados.

Tomás no los oía, pero adivinaba sus palabras.

Estaba con la espalda apoyada en la pared y los brazos cruzados esperando desde hacía un cuarto de hora.

Era un joven algo más alto del metro ochenta. Su espalda era ancha. El cuello poderoso, la barbilla cuadrangular; la nariz, rota como consecuencia de una antigua pelea. El cabello negro y espeso. El rostro, antaño risueño, dejaba ver la misma preocupación de quienes contemplaba.

Una gota de sudor se escurrió por su frente mejilla abajo, deteniéndose oscilante en el extremo de la mandíbula. Introdujo el dedo por el mugriento cuello de la camisa y estiró el suyo, incómodo del encarcelamiento al que le sometía el traje militar.

Pensó en su hermano. Se dijo si no habría sido mejor hacerle caso. Al principio se había escandalizado, pero a medida que avanzaban los días la idea le daba más y más vueltas por la cabeza. Jesús tenía razón; a la guerra únicamente iban los imbéciles y los pobres. ¿A cuál de ellos pertenecía él? En su día había sabido responderle. Ahora no estaba seguro.

Recordó el día en que regresó de la fábrica con su hermano y cómo, al abrir la puerta, se encontró a toda la familia mirándole con temor.

Encima del tablero agrietado de la mesa, en el centro del cuartucho que hacía las veces de comedor-cocina, resaltaba el blanco de una carta. El membrete era del Ayuntamiento y su nombre estaba escrito con una letra microscópica en una negra fila de hormigas.

El silencio era indigesto.

Sabían lo que era. No necesitaban abrirla.

Días antes unos trabajadores del ferrocarril habían sido atacados en Marruecos mientras construían un puente. Cuatro muertos. Los jefes militares habían ordenado crear una serie de fortificaciones que protegieran la continuación de las obras y el Gobierno decidió enviar tropas a Melilla llamando a los reservistas, muchos casados y con hijos.

El desastre de Cuba había ocurrido solo diez años atrás, las heridas aún no se habían cerrado, ni olvidado los hijos muertos ni los maridos desaparecidos. Y ahora el Gobierno los metía en una nueva guerra, en otro desastre.

Aquel blanco en fondo oscuro daba miedo.

Tomás cogió el sobre. Le dio vueltas estúpidamente entre las manos.

-¡Léela de una vez!

La voz rota de adolescente de su hermano fue un alivio en aquel silencio.

Apareció un papel rectangular con unas líneas garabateadas maquinalmente. La leyó en voz alta con dificultad.

Su hermana y su madre rompieron a llorar, ésta escandalosamente, aquella más pausada, mientras que el padre las coreaba a base de maldiciones. Una nueva guerra. Una guerra que no beneficiaba a nadie. Más muertos, ¿no eran suficientes con los de Cuba y Filipinas? ¿No habían hecho ya demasiado por la patria con la pérdida del hijo mayor?… Y Tomás soportaba estoicamente el espectáculo dudando que fuera real, pensando que aquella misiva era una desagradable broma. Una guerra, así, de pronto, y él metido en ella… No sabía qué hacer, no sabía cómo reaccionar, y se quedó como un inútil; la vista fija en aquellas líneas negras, que ahora se le antojaban tétricas, y como telón de fondo su familia alborotando.

Jesús fue el único que conservó la entereza, pero por su mente pasó el recuerdo de Miguel. No estaba dispuesto a que a Tomás le ocurriera lo mismo. Si los ricos se libraban por la redención a metálico, su hermano también, ¡aunque tuviera que robar!

Cogió la carta de las manos de su hermano y la leyó. Faltaban tres días para que se presentara. Todavía había tiempo.

Tomás volvió a la realidad cuando oyó la puerta. No habría sabido decir cómo, pero supo que el caganidos llevaba algo entre manos. Corrió tras él, lo alcanzó en el último rellano y discutieron. Fue la más cruenta que habían tenido nunca. Jesús estaba ciego y dijo cosas de las que más tarde se arrepintió.

Tomás arqueó las cejas.

Los dos se arrepintieron. Sí, los dos.

También él había empleado palabras muy fuertes.

Y quizá…

Quizá Jesús tuviera razón, quizá era un imbécil, pero es que tampoco tenían dinero suficiente para la redención y evitar el reenganche.

Jesús habría encontrado el medio, eso seguro. Pero él no quería aquellos medios, no le gustaban, ni le gustaba la gente con la que se relacionaba su hermano.

¿Acaso era mejor agachar las orejas?

El tono de Jesús no pudo ser más venenoso.

Sí, el pueblo protestaba y hacía manifestaciones, pero no iban a servir para nada, porque el Gobierno, bien protegido tras sus relucientes despachos y jugando con los pulgares delante de su oronda panza, había tomado ya su decisión: enviar a los pobres a morir en una guerra. ¿Por qué no iban los ricos, por qué no enviaban a sus hijos?

Escupía saliva a medida que se sulfuraba.

El Gobierno estaba podrido. Todos los Gobiernos de España habían estado podridos y todos lo estarían en el futuro mientras el pueblo siguiera poniendo el culo.

Tomás lo mandó callar, no sabía lo que decía.

-¿Qué no lo sé? –de no haber sido su hermano lo habría golpeado – ¿ me dices que no lo sé?

O sea, que prefería ir a que le pegaran un tiro como a Miguel.

La mención del otro hermano hizo daño a Tomás, principalmente por el tono empleado por Jesús. El pequeño sabía cómo herirle en lo más hondo.

Intentó conservar la calma.

-La Patria…

-¡A la mierda la Patria! –los dientes de Jesús rechinaron -¿Qué me ha dado ella a mí, qué te ha dado a ti? No te ha dado nada. Ni a ti ni a mí ni a nadie, excepto a esos cuatro sinvergüenzas del Gobierno. ¡Oh, sí! A los políticos les interesa cacarear la patria, les conviene, la necesitan para poder vivir a costa de los desgraciados del pueblo. ¿Por qué no van ellos a la guerra? Si tan patriotas son y son quienes declaran la guerra, ¿Por qué no van ellos? O sea, que si yo quiero pegarme con un chico, se lo digo, y en vez de enzarzarme yo te envío a ti a que pelees por mí, y él hace lo mismo con otro atontado. Y mientras vosotros os dais de hostias nosotros contemplamos la riña tomándonos un chato de vino, la mar de tranquilos.

-Es distinto.

-¿En qué es distinto?

Tomás no supo qué responder.

Jesús se envalentonó. Ningún Gobierno era bueno, ni ningún país merecía la pena morir por él mientras estuviese gobernado por granujas. Y todos los eran. Sólo tenía que abrir los ojos.

Tomás se negó a seguir recordando. La discusión terminó agriándose y habían acabado llamándose de todo y todo desagradable.

Ahora se preguntaba si su hermano no tendría razón. En parte sí, pero nunca en la manera de enfocarlo. Jesús le preocupaba, tenía ideas radicales. Aquella gentuza con la que se trataba… Le habían enredado y le meterían en problemas.

El razonamiento de Jesús no indicaba que siguiera las directrices de nadie, sino que eran las conclusiones a las que había llegado por sí mismo. En tal caso el grupo aquel no había influido apenas en el muchacho, simplemente éste se había unido a ellos por la similitud de ideas.

Tomás rechazó esta posibilidad tan pronto la pensó, ¿Jesús anarquista? No. Quizá acabara siéndolo por dejarse gobernar, pero no lo era. Su hermano no podía ser de esos que ponían bombas… ¿o sí?

De súbito se dio cuenta que realmente no conocía a su hermano. Sus padres habían tenido los distintos hijos con varios años de diferencia. Entre Jesús y él había ocho años. Cuando Jesús comenzaba a caminar él ya estaba trabajando. Nunca habían hablado entre ellos. Nunca se habían conocido.

Acabará mal, pensó. Él ya no podía hacer nada. Tendría que esperar a regresar de África para meter mano. Quizá sus padres… Sería una equivocación. Lo primero, que no le creerían. Jesús había sido lo suficientemente astuto como para llevar una doble vida. Incluso a él le costaba creerlo. De no haber sido por la movilización Jesús seguiría manteniéndole engañado. Pero ésta había colmado la paciencia del muchacho. Había hablado indiscretamente. El cariño que sentía por Tomás y la preocupación por su suerte había hecho que se descubriera.

Negó con la cabeza, cerrando los ojos a un montón de evidencias que iba recordando de los últimos tiempos. Entonces no había prestado atención, pero todas iban hacia lo mismo. Su hermano… ¡pero si solo tenía diecisiete años! Era un crío.

Sin embargo, todo esta allí.

Ahora comprendía por qué desaparecía durante horas ciertos días después del trabajo. Con los amigos, y luego exponía como excusa la edad ¡Y ellos como imbéciles a creérselo!

En cambio no era problemático en la fábrica. Un trabajador modelo ¡Valiente hipócrita!

La cabeza de Tomás daba vueltas a medida que comprobaba que todos los actos incomprensibles de aquellos últimos años de Jesús eran fácilmente explicables desde aquel punto de vista.

Anarquista.

Si ahora tenía diecisiete, ¿qué edad tendría cuando empezó?

Lo habían engañado. No había duda. Habían lavado su infantil cerebro hasta convertirlo en un radical.

El asunto era peor de lo que se pensaba, Jesús estaba más metido de lo que hubiera sospechado nunca.

¿Cómo habían estado tan ciegos?

-¡Hola!

Tomás salió de su abstracción y sonrió a la muchacha. Era una cabeza más baja que él. Delgada, de formas proporcionadas. Vestía de blanco, que era el uniforme de cocinera y pinches en la casa en la que servía. Su rostro era triangular. La nariz levemente respingona. La boca quizá un poco grande. Pero lo que más atraía al joven era el contraste que hacía su cabello negro como el carbón, con sus ojos azul celeste.

Respondió al saludo. Su tono no fue el habitual y la expresión de sus ojos tampoco.

Dos años antes ella tenía catorce y él veintitrés. Aquel día también era domingo y Tere había llegado a Barcelona con su hermano a trabajar en casa de los condes B. Ella como cocinera y el chico como ayudante de jardinero.

La visión que tuvieron al salir de la estación del Norte fue como si se hubieran desplazado a otro mundo. Aquello no se parecía en nada a Torelló, en las montañas de Vich. La chica quedó acobardada, aunque su hermano, pasado el primer contraste, observaba la ancha calle con curiosidad.

Tere rebuscó hasta encontrar el papel donde estaba anotada la dirección. Sabía que tenía que ir a Pedralbes, pero no recordaba la calle. No se molestó en mirarlo; no sabía leer.

Miró a quién preguntar, pero en aquellas horas de intenso calor, recién comidos, no había nadie que se atreviera a salir de casa, esperando el fresco del atardecer. Los únicos seres vivientes eran un grupo de jovenzanos que se acercaban riendo.

Volvió a sentir miedo. En Torelló se conocían todos, nunca tuvo la necesidad de dirigirse a un extraño y las advertencias, que le habían dado en casa respecto a los peligros de la capital, no eran precisamente para animar a nadie. Pero lo que no podía hacer era quedarse allí estúpidamente. Avanzó hacia ellos con el papel fuertemente cogido en la mano.

Tomás no pudo apartar la vista de aquel cuerpo delgado que preguntaba la dirección. Se dio cuenta que era demasiado joven para él. Pero solo de momento. Al cabo de pocos años aquella diferencia ya no existiría. Por otra parte, Tere era una de aquellas adolescentes prematuras que adquieren el cuerpo de mujer antes de lo normal. Ya no iba a ser más de lo que era, excepto en la edad. Pero aquella circunstancia fue siendo rechazada por el cerebro del joven a medida que la desnudaba con los ojos.

Se ofreció a acompañarla. Tere contestó que no era necesario y él alegó que si iba sola se perdería seguramente. Además, Barcelona era una ciudad peligrosa para una muchacha que llegaba por primera vez. Tere contestó que no tenía la seguridad de que él no fuera también peligroso.

Tomás enrojeció confuso de que hubiera adivinado sus pensamientos. Oyó a lo lejos las carcajadas de sus amigos. Su propia voz le sonó torpe en un intento de reaccionar.

-Es un riesgo que tendrá que correr.

Tere sonrió. Le caía simpático aquel joven enorme, fuerte como un toro. Aceptó.

Dos años ya.

El tiempo había pasado rápido. Demasiado rápido y demasiado corto.

Pensando fríamente hasta había sido un tiempo monótono, pero ella había descubierto la ciudad en compañía de Tomás y se había enamorado. No había sido un período aburrido, ni lento, había sido luminoso, como un sueño.

La realidad la había despertado. Había caído sobre ella como un alud.

Y aquella… aquella ropa que llevaba Tomas…

No podía evitar verla como una mortaja.

Pero no decía nada, se guardaba sus sentimientos en su interior. No quería entristecer el día con sus palabras, ni debía abatir, más de lo que estaba, a Tomás con sus temores.

-Tere, yo…

No sabía cómo decirlo.

-¿Qué?

-La semana que viene nos vamos.

Silencio.

Sabía que tenía que llegar el día, pero era pronto, demasiado pronto.

Tere luchó por no perder la entereza.

El rostro de Tomás se tensó.

-¿Quieres casarte? –preguntó bruscamente.

Tere lo miró sorprendida.

-¿Ahora?

-¡Sí, ahora, ahora mismo!… Bueno, quiero decir…

No era así como le hubiera gustado declararse. Hubiera querido decirle que deseaba verla a su lado en la iglesia, en su casa cuando las hebras grises comenzaran a tapizar su cabello… decirle que quería compartir su vida y envejecer con ella. Hubiera deseado emplear palabras tiernas, hermosas, que expresaran sus sentimientos.

Pero no pudo.

La guerra…

Deseaba casarse.

¿Estás loco?

Su hermano se había escandalizado cuando le comentó sus intenciones.

¿Qué clase de amor era aquel que quería dejar viuda a Tere tan deprisa?

La objeción de Jesús había enviado al traste su romanticismo.

¿Quería casarse? Bien, de acuerdo, pero después, cuando regresara.

¡Imposible! No podía. Jesús no lo comprendía, porque no estaba enamorado, pero si estuviera en su lugar…

Jesús le llamó egoísta.

Muy práctico.

Su hermano había tenido la virtud de recordarle la guerra.

-… cuando regrese –concluyó -. Sí, eso, cuando regrese.

Tere se mantuvo en silencio. Tenía los ojos brillantes.

Tomás tampoco dijo nada. Se sentía como un mozalbete inseguro de sí mismo. Nunca le había dicho que la amaba y quizá no lo hubiera hecho aún de no ser por la guerra. Y nunca de aquella manera. Había sido un bruto.

Vio aparecer unas lágrimas en sus ojos. Algo farfulló él y ella le besó, le mordió los labios con rabia, abrazándole.

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